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«Prenda.us merces, pus tot bes, dompna.n vos es, que no m'aliats desiran.»

[(«Tened piedad, señora, ya que todo bien en vos está, no me matéis de deseo.»)]

Cangonerent de Ripio


Continuamos nuestro camino por la margen norte del Aude, rumbo a su desembocadura al este, pero cuando el curso empezaba a describir un amplio meandro de casi media circunferencia, poco antes de divisar Narbona, abandonamos la vía cercana al río. Desde allí anduvimos hasta la puerta Real, situada al norte de la ciudad, y ésta apareció ante nosotros con sus muros flanqueados de torres y con bulliciosa actividad. Hugo nos contó que la calle mayor, que nacía en la puerta Real, terminaba al otro extremo de la villa, justo sobre el río Aude, y que cruzado el puente crecía un burgo amurallado que pronto sería tan grande como la propia ciudad. También nos dijo que mientras la mayoría de Narbona era feudo del vizconde de Lara y sólo una pequeña parte pertenecía al arzobispo Berenguer, lo contrario ocurría con el burgo y que eso probaba cómo había cambiado la relación de poder entre los dos señores. Siglos antes, cuando la rebelión de judíos y godos expulsó a los musulmanes de la ciudad creando un condado, prácticamente un reino independiente aliado de los carolingios que algunos llamaron el reino judío de Septimania, el arzobispo era nombrado por el conde. Ahora la situación era muy distinta; el poder eclesiástico había aumentado tanto que el arzobispo dominaba sin apenas oposición.

Decidimos separarnos a nuestra entrada en Narbona. No sabíamos que podría ocurrir en la ciudad y creímos más prudente que no supieran que estábamos juntos. Yo continuaría ejerciendo el papel de paje y Guillermo el de emisario del legado papal y sobrino del nuevo vizconde de Carcasona, Béziers y Albí, Simón de Montfort. Así nos presentamos a los guardas de la llamada puerta Real. Hugo entró momentos después y nos siguió por la calle que conducía a la plaza del mercado situada frente a la iglesia de San Sebastián. El bullicio de los parroquianos, los gritos de los vendedores anunciando su mercancía desde tenderetes multicolores, la música de juglares saltimbanquis, los olores de la comida que vendían desde pequeñas cocinas, todo me recordaba a mi Béziers cuando era una ciudad viva. No pude evitar unas tristes lágrimas en memoria de mis gentes y de aquel hermoso mundo muerto, ahora tan lejano.

El mercado era fronterizo entre la parte occidental de la ciudad que pertenecía al arzobispo y la vizcondal. De ese lado estaba la posada de San Sebastián, donde nos instalamos. Tenía un amplio establo con palafreneros que cuidaban de los caballos y nos hospedamos, gracias al rango de Guillermo, en una de las pocas habitaciones que daban a la plaza.

Evitamos coincidir con Hugo, que se instaló en una de las estancias comunes donde pernoctaban los mercaderes, una vez llegó a un acuerdo con el hostelero de un hospedaje, digno pero económico, a cambio de trovar en la taberna de la posada. Su rango y su bolsa le hubieran permitido acomodarse de forma semejante a la nuestra, pero nuestro plan le obligaba a seguir su costumbre de mezclarse con burgueses y criados para hablar con unos y otros sin que supieran de su estamento y así conocer los rumores y comidillas que circulaban por la ciudad. Cualquier información podía ser muy valiosa para nuestra misión. Durante la cena cantó para los huéspedes de la posada mientras Guillermo y yo comíamos, pero su cantar no era alegre. Vi que nos miraba de forma extraña y, justo al terminar una canción, se acercó a nuestra mesa, que estaba situada al lado de una de las paredes. Aún sonaba la última nota de su guitarra cuando tomó un cuchillo y, en un movimiento súbito, se lo puso a Guillermo en la garganta y le pinchó. Me dio tal susto que apenas pude evitar un chillido. El franco también se sobresaltó, pues se quedó inmóvil mirando a su contrincante con la barbilla levantada, intentando evitar la presión del filo. Un momento después movía ostensiblemente su nuez de Adán para tragar lo que había mantenido en su boca.

– Como esta noche os propaséis lo más mínimo con la dama, os arranco el alma -dijo entre dientes Hugo.

Su cuerpo impedía la visión de lo que estaba ocurriendo al resto de los comensales, que debían de pensar que estaba conversando con nosotros o que quizá pedía unas monedas. Guillermo no respondió y le mantuvo la mirada.

– Juradme por Dios y por vuestra salvación eterna que no le tocareis ni un cabello.

El franco no contestó, pero había desafío en sus ojos.

– ¡Jurad u os degüello aquí mismo! -gruño el de Mataplana presionando con el cuchillo hasta hacerle sangre.

Yo estaba aterrorizada. No tenía ninguna duda de que si no obtenía satisfacción cumpliría su amenaza. Aquella mirada rara que aprecié era de celos, de unos celos violentos.

– Me ofendéis con vuestra sospecha -repuso Guillermo cuando habló-. Podéis matarme ahora mismo porque no pienso jurar por Dios lo que como caballero he de cumplir igualmente.

La expresión del rostro del de Mataplana cambió al instante de oír eso. Sus mandíbulas se relajaron. Miró el cuchillo con el que hería la garganta del franco y aflojó la presión. Sus ojos encontraron los míos y me di cuenta de que se sentía avergonzado de su arranque. Enseguida puso el arma sobre la mesa. Por un momento pensé que, incluso, se disculparía, pero no lo hizo. Sólo suavizó sus maneras.

– De acuerdo -dijo-, me basta con vuestra palabra de caballero.

– La tenéis.

– Decid que por vuestro honor de caballero respetaréis a la dama.

– Por mi honor que la he de respetar.

Los ojos de Guillermo estaban húmedos cuando apretando con su mano el antebrazo de su rival dijo:

– Gracias.

Después, me miró tratando de explicarse:

– Lo siento, mi señora, pero mi corazón pena por vos.

Inclinó su cabeza en saludo y abandonó el salón sin cantar más.

Si no hubiera sido por el arranque de Hugo, yo no le hubiera dado ninguna importancia a pasar la noche sola con el de Montmorency. Habíamos pernoctado juntos no sólo cuando Guillermo creía que yo era un muchacho, sino también sabiéndome mujer, pero pronto me di cuenta de que eso fue estando él bajo los efectos del arrebato místico en el que me veía como el ángel que salvó su alma en la ordalía.

Rezamos nuestras oraciones antes de meternos cada uno en su cama sin yo sospechar, en especial después de la escena con Hugo en el comedor, lo que iba a ocurrir. Porque enseguida comprendí que la presencia de un rival y el tiempo transcurrido habían hecho olvidar a Guillermo mis aspectos angelicales para verme como mujer. Así que al poco de quedarnos callados y reducir la luz del candil a un mínimo, empezó a cortejarme.

Se arrodillaba ante mí pidiéndome sólo un beso y una caricia y, al no dárselas, quiso obsequiármelos él.

– ¡Guillermo! -le reproché-, habéis comprometido vuestra palabra de honor de que me respetaríais.

– Y os respeto como a nadie en el mundo -respondió-, pero os amo con locura.

– Ateneos a vuestra palabra.

– Un enamorado no tiene ni honor ni palabra.

Y así empezamos la noche. Yo le apartaba y le pedía que se comportara como caballero, y él respondía que así se comportaban los caballeros en su tierra y que eso de la Fin'Amor era un invento occitano antinatural, que un verdadero enamorado no podía resistirse, ni gobernarse por tales simplezas.

Por un momento temí que me tomara por la fuerza, sintiendo una mezcla de miedo y deseo. Pero el recuerdo de Hugo estaba presente en mí y, aun gozando de las caricias del franco, le apartaba una y otra vez. Guillermo era insistente, aunque respetaba mi voluntad, que se debilitaba por momentos. Y así porfiamos gran parte de la noche hasta que el cansancio del camino y del dulce combate terminó por vencernos, salvando yo mi honra.

Al día siguiente estábamos ojerosos, pero Guillermo lucía sus mejores galas: cota de malla, espada al cinto y el león rampante de los Montfort en su sobrevesta con la cruz roja bordada en el lado izquierdo del pecho. De igual guisa vestí yo, como su escudero, y al paso pausado de nuestros caballos, nos dirigimos hacia el río por la calle mayor.

El palacio del arzobispo se encuentra poco antes de la plaza de La Caularia, donde se levanta el palacio del vizconde, situado al lado de la puerta que, a través de los muros, se abre al puente sobre el río Orbiel por donde se cruza al burgo. Toda la zona de las murallas del río está habitada por numerosos judíos, que en Narbona conservan privilegios desde la época de su reino independiente, tales como ser los propietarios legales de casas y terrenos, incluso armas. También es el único lugar donde pueden contratar sirvientes y empleados cristianos.

Guillermo esperó montado en su caballo a la puerta del palacio de Berenguer mientras yo anunciaba a la guardia que mi señor quería ver al arzobispo por mandato del legado papal. Nuestra visita no debió de sorprender, ya que nos hicieron pasar a un amplio patio interior que forma el palacio, el sistema defensivo de torres y muros y la iglesia de Saint Just.

Allí me esperaba una sorpresa. Habíamos descabalgado y estaban los palafreneros del arzobispo atendiendo a nuestros caballos cuando vi a Sara, la judía. Ella se dirigía a la salida cuando se fijó en nosotros. Me clavó su mirada por unos instantes que me parecieron eternos y sentí un profundo temor. ¿Me habría reconocido?

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