54

«Ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patris et Filli et Spiritus Sancti.»

[(«Yo te absuelvo tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.»)]

Oración de perdón


Guillermo y Domingo anduvieron unos metros para refugiarse bajo la sombra de un frondoso roble, en un altozano donde se divisaba una sucesión de pequeños valles con viñedos en las laderas y campos de trigo en las zonas llanas. La siega había terminado tiempo atrás y la cosecha estaba a buen recaudo.

– ¿Es verdad que rechazasteis un obispado? -inquirió Guillermo tan pronto se sentaron.

– ¿Habéis visto algún obispo con unos pies así? -dijo el fraile levantándolos y moviendo los dedos mientras reía divertido-. ¿Así de descalzos, sucios y mugrientos? Yo soy un predicador, me gustan los caminos.

– Pero la cruzada se acerca y algún resentido os puede matar.

– Y entonces sería un mártir por Jesús, como los primeros cristianos.

– No sois como ninguno de los eclesiásticos que he conocido.

– Yo obedezco a la Santa Madre Iglesia, heredera de san Pedro, y a mi corazón. Éste me habla de hermandad, de predicación pacífica, de humildad y amor, tal como hizo el Salvador.

– Vos no podéis pertenecer a la misma Iglesia que el legado Arnaldo; no sois como ellos.

El fraile le miró con sonrisa de niño pillado en falta.

– La Iglesia es muy grande, hay espacio para casi todos y desde dentro yo intento empujar hacia el ejemplo de Jesús.

Guillermo contempló a aquel desarrapado que podría vivir en un palacio y lo hacía a la intemperie, y su aspecto descuidado de cuerpo y vestimenta, pero feliz. No pudo más que rendirse de una vez al encanto de aquel hombre sonriente que le miraba con caridad. Le pidió que le protegiera con el secreto de la confesión y una vez concedido éste, se relajó y le abrió su alma. Le contó su peripecia desde la propuesta del legado papal a la muerte del templario y el descubrimiento de Bruna.

– Es hermoso que el lobo que ha de devorar a la oveja se convierta en cordero para amarla -dijo Domingo mirándole radiante.

– La vi como un ángel, padre. Me he enamorado de ella y no puedo dañarla por mucho que me lo pida el legado del Papa. ¿Qué debo hacer? Además, maté al templario Aymeric, un verdadero hombre de Dios. ¿Cómo puedo borrar ese pecado?

– Hijo, cerrad vuestros ojos físicos y leed dentro de vuestra alma -repuso Domingo-. Hacedlo, hacedlo -insistió al ver que el caballero le miraba sorprendido-. Quedaos así un rato. ¿Qué os dice?

Guillermo se mantuvo un tiempo con los ojos cerrados, sentado en silencio con su espalda apoyada en el tronco del roble. Sólo oía el piar de los pájaros y el murmullo del aire agitando las hojas. Al principio, nada le venía a la mente, sólo notaba su corazón, al que la angustia apretaba como un puño.

Pero al cabo de un tiempo, serenándose, empezó a hablar:

– Me dice que debo cumplir el encargo del abad del Císter en cuanto a recuperar la carga de la séptima mula.

– Seguid, seguid -le animó Domingo.

– Que es un crimen, un pecado matar inocentes tal como hace la cruzada y que de esas culpas no puede absolver ni siquiera el Papa, porque son contra Dios.

El silencio de Domingo le animó a continuar:

– Y también que Bruna tiene alma de ángel. El Señor quiso salvarla en Béziers y fui yo su mano, e hizo que, a su vez, ella intercediera en Douzens por mí, que me rescatara de las llamas eternas cuando se juzgaba mi alma. Pero por encima de todo me dice que la amo con locura. Mi espada la protegerá, mi corazón la amará y yo le obedeceré.

Cuando se hizo el silencio, Domingo no habló. Tenía los ojos cerrados. Callado, Guillermo sintió la paz dormida del mediodía de agosto y descansando bajo la sombra del roble contempló sereno las colinas pardas, las laderas verdes de vides madurando su uva y los campos de mies con rastrojos dorados. Al fin, el fraile, que parecía dormido, suspiró y dijo:

– Que así sea. Arrodillaos, hijo.

Guillermo obedeció mientras Domingo se levantaba.

– No os preocupéis del comendador Aymeric. Vos no quisisteis matarle. Yo lo conocí; era un guerrero, fiero, pero recto. Ha sido el instrumento de Dios para haceros ver el camino. Bendecid al Señor y rezad por él. Vuestra penitencia será siete padrenuestros y cumplir con lo que vuestro corazón os pide. Dios os habla en él.

El franco recordó que, al usar el templario Aymeric aquel mismo argumento, él le había acusado de hereje agnóstico. Esta vez humilló su cabeza, callando.

Ego te absolvo a peccatis tuis -dijo el castellano, y le bendijo con el signo de la cruz- in nomine Patris et Filli et Spiritus Sancti.

Amén -repuso Guillermo sintiendo una paz profunda.

Загрузка...