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«Tinc el galán a la guerra, no sé si me'l matarán.»

[(«En la guerra tengo a mi galán, no sé si lo matarán.»)]

Canción popular


Me faltó el valor para llegar a ese recodo arbolado y después, más allá, hasta el campo de batalla para verles, para abrazarme a sus cuerpos tal como ansiaba. Pero temía ser apresada y que el abad del Císter, conocedor de mi disfraz, me condenara a muerte.

Eso no me preocupaba tanto como lo que ello conllevaba. Arnaldo se saldría con la suya al recuperar la carga de la séptima mula y librarse de la Dama Ruiseñor. Era eso precisamente lo que mis caballeros querían impedir y lo que yo debía evitar en su honor y memoria.

Supe entonces que mi obligación era proteger esos documentos, ir a Cabaret y contárselo todo a Peyre Roger, que aún ignoraba quién era yo. Él era caballero de Sión, él sabría qué hacer.

Pero me aferré a la esperanza y, clavando otra vez mi vista en la arboleda donde se perdía el camino, recé recordando los tiempos felices que vivimos los tres juntos.

Pero al fin comprendí que todo había terminado y que sólo me quedaba cumplir con la voluntad de mis caballeros. Me disponía ya a seguir la ruta a Cabaret cuando alguien salió del recodo. Era un jinete de aspecto maltrecho al que reconocí de inmediato. ¡Hugo! El corazón saltó en mi pecho. Espoloneé mi caballo y fui a su encuentro.

Tuve que ayudarle a mantenerse sobre su montura y nos encaminamos a una frondosidad de árboles y matas apartada del camino para ocultarnos.

Después de quitarle la celada, abollada por los golpes, vi un tajo en su espalda que había roto la malla y que sangraba mucho. Sus ojos estaban enrojecidos, sus mejillas, húmedas, necesitó de mi ayuda para descabalgar y entonces nos abrazamos compartiendo el llanto.

– Guillermo ha muerto -me dijo.

Yo le apreté contra mi cuerpo y noté la calidez de su sangre. Su afirmación no era ya la mala noticia de la muerte, sino la buena de la vida. ¡Hugo vivía! Su presencia era un regalo del cielo, como un amanecer brillante después de una noche tétrica, y en plena desgracia me sentía feliz, muy feliz.

No quise tentar la suerte y contra mis deseos interrumpí el abrazo para cuidar de sus heridas. Una vez le quité las mallas, vi que las lesiones eran más aparatosas por lo sangrientas que graves y que ninguno de los golpes le había roto nada. Vendé sus heridas y conseguí detener las hemorragias. Después de un reposo, logré que bebiera vino con agua y que comiera algo. Parecía que los cruzados estaban demasiado ocupados en su propio duelo para perseguirnos y, poco antes de caer la tarde, pausados, emprendimos el camino a Cabaret.

Había sido un día terrible e intenso. Nos detuvimos a ver cómo el sol se ponía entre unas nubéculas en un espectáculo de reflejos rojizos y dorados y me dije que los cátaros tenían razón a medias. El mundo podía ser el infierno a veces. Pero otras, tenía la belleza del cielo. Tomé de la mano a Hugo y le dije:

– Os amo.

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