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Kyrie eléison, Chríste eléison.

[(Señor, ten piedad, Cristo, ten piedad.)]

«Kyrie eléison, Chríste eléison.»

[(«Señor, ten piedad, Cristo, ten piedad.»)]

Oración


Camino de Saint Gilles a Arles. Enero de 1208


Al distinguir las aguas del Ródano entre la arboleda, Peyre de Castelnou, legado papal y abad de Fontfreda, suspiró aliviado y, girándose por enésima vez sobre su montura, comprobó que no les seguían. A poca distancia esperaba una barcaza que, cruzando el río, les llevaría a Arles y desde allí, ya en las tierras del rey de Aragón, el viaje sería más seguro.

Dio orden al grupo de apresurar el paso cansino de las mulas y los cinco frailes azuzaron las bestias. Peyre observó con aprensión la séptima acémila. El Papa esperaba su carga con ansia. Él había rogado al Pontífice que, si el conde de Tolosa accedía a entregársela, le permitiera quemar el contenido de aquellos fardos de inmediato, pero Inocencio III se negó; quería ver con sus propios ojos aquello que hacía tambalear su Iglesia. El legado se estremeció, preguntándose si sería por la inclemencia de aquella tarde fría de enero o por miedo.

Sólo tras agrias discusiones y gracias a las peores amenazas -excomunión y desposeimiento de sus tierras- había conseguido doblegar al arrogante conde de Tolosa. Un éxito del que era incapaz de disfrutar, la responsabilidad de transportar aquello a Roma abrumaba al legado.

– Demasiado riesgo -iba murmurando al contemplar el bulto-. Demasiado riesgo; el demonio es poderoso.

Tratando de cruzar aquella tierra de herejes sin llamar la atención, tal como le aconsejara fray Domingo de Guzmán, viajaba sin lujos, como un fraile más. Roma había multiplicado últimamente los esfuerzos de conversión, enviando decenas de clérigos predicadores, y pensó que sus hábitos grises le protegerían ocultando su condición de legado papal.

Pero cuando oyeron retumbar cascos de caballos a sus espaldas, vio a cuatro jinetes, ocultos sus rostros por las celadas de sus yelmos y los escudos sin divisas, supo que había errado al rechazar una tropa que le protegiera.

– ¡Detenedlos! -gritó-. ¡Por el amor de Dios!

Y tomando las riendas del séptimo animal, espoleó el suyo en un intento desesperado de galopar la corta distancia que le separaba de los guardas que les estarían esperando en la barcaza.

Peyre había escogido, para que le escoltaran en aquella misión, a antiguos soldados o mercenarios, ahora frailes en su abadía, y los cistercienses intentaron cubrirle la espalda sacando las espadas escondidas bajo sus hábitos.

– ¡Alto! -gritó fray Benet, que era quien mandaba-. ¡Legación papal! ¡Pena de excomunión si no obedecéis! ¡Quedaos donde estáis!

Pero los caballeros no se detuvieron; formaban cuña y, ayudados por la mayor fuerza y altura de sus monturas, abrieron un espacio por el que uno de ellos se lanzó sin oposición hacia Peyre, que huía. Éste, al oírle a sus espaldas, azuzó aún más su acémila, pero el jinete le alcanzó de inmediato clavándole con toda su fuerza la azcona que enarbolaba en la espalda, ensartándole como a una perdiz. El eclesiástico sintió un golpe brutal; enseguida vino el dolor y, al llevarse las manos a la tripa, notó una gran púa de hierro que le salía de las entrañas. Aquella lanza corta había atravesado la malla metálica que cargaba bajo el hábito, inútil protección a tan corta distancia, partiéndole la columna con un chasquido estremecedor. Perdió la conciencia aun antes de que su cuerpo chocara contra el suelo helado.

Al recuperar los sentidos, lo recordaba todo. Se vio en algo que parecía un jergón, rodeado de velas y de sus frailes. Buscó el hierro asesino, pero en su lugar halló unos trapos sanguinolentos y mucho dolor. No sentía nada por debajo de la herida, supo que estaba muriéndose y deseó que aquello terminara tan pronto se pudiera confesar.

– La carga de la séptima mula -murmuró-. ¿Dónde está?

– La robaron, padre -repuso fray Benet, cabizbajo.

El abad cerró los ojos mientras su tormento se multiplicaba; había sabido la respuesta aun antes de formular la pregunta.

– Dios mío, era la herencia del diablo -musitó-. ¡Debiera haberla quemado!

Al confesarse, encargó a Benet que fuera a ver al Papa, le contara lo ocurrido y suplicara perdón para él, su legado, el pobre abad de Fontfreda, cuya alma sufriría en el purgatorio el suplicio del mayor de los fracasos.

Por su negligencia, el mal continuaría reinando en Occitania, quizá incluso se extendiera por el mundo, y rezó al Señor pidiendo compasión.

Cuando el gallo rompió, con su canto estridente, la monotonía del lloroso canturreo quedo de kirieleisons fúnebres que los monjes entonaban, el abad quiso incorporarse. Se esforzaba abriendo la boca con desmesura.

Sus frailes se equivocaron al pensar que intentaba respirar una última bocanada. Aquello era miedo. Peyre creía estar oyendo en el gallo las risotadas del diablo escapado de los fardos.

Y murmurando «vade retro, Satanás», se derrumbó sobre el jergón mientras con un suspiro entregaba su alma.

Al poco, amaneció un día cargado de nubes pesadas, preñadas de tormenta.

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