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«Dios, qué buen vasallo, si oviesse buen señore!»

[(«¡Oh, Dios, qué buen vasallo, si tuviera un buen señor!»)]

Poema de Mío Cid


– ¡No quiero ver más a ese desarrapado! -gritó el abad Arnaldo a su secretario.

– Ya se lo dije, pero Renard insiste en que trae noticias que os interesan, y mucho -repuso el cisterciense.

– Hemos discutido mil veces sobre el botín -se lamentó el abad irritado-. Los ribaldos tienen lo que se merecen. Demasiado les dimos y ese Rey Ribaldo es afortunado de no haber sido ahorcado después del incendio de Béziers.

Aun muriendo miles de ribaldos en la vanguardia de los asaltos a los burgos de Carcasona, la ciudad se había rendido a los nobles. Fueron éstos quienes tomaron posesión de ella y de todas sus riquezas, dejando a la chusma lo justo para sobrevivir. Sólo permitían la entrada a aquellos que, habiendo jurado lealtad como siervos a sus nuevos amos, se habían empleado con algún noble en servicio civil o de armas.

Renard y los suyos se encontraron tan miserables como salieron de sus países, viendo desvanecerse todos sus sueños de fortuna y riquezas. Era como siempre había sido. Los ricos eran más ricos y los poderosos, más poderosos. Los ribaldos habían muerto y sufrido por la causa de Cristo a cambio del perdón de sus pecados. Los nobles sumaban al perdón todas las riquezas.

Renard quiso, una y otra vez, negociar con el abad y el nuevo vizconde una parte justa del botín para los suyos, pero en su último encuentro con Simón de Montfort éste ordenó que lo azotaran por insolente. El Rey Ribaldo supo entonces que su monarquía había terminado y que los nobles sólo darían una oportunidad a los que, abandonando a sus compañeros, se unieran a sus filas como siervos, casi como esclavos.

Ya no tenía nada que ofrecer en nombre de los suyos. Nunca habían estado muy cohesionados entre ellos; eran compañeros de viaje por necesidad, y aquella tropa se disgregaría.

Pero Renard no renunciaba a sus sueños: una casa, unas viñas, algún campo y poder formar una familia con aquella muchacha que esperaba un hijo suyo, aunque tuviera que aceptar vasallaje de un noble y pagarle parte de sus cosechas. La cruzada le había permitido huir del señor que le esclavizaba en el norte. Había luchado demasiado por su libertad, había visto a muchos morir por ella, para resignarse a perderla ahora que la sentía tan cerca.

Continuaba teniendo algún poder. Sabía moverse bien y conocía lo que otros ignoraban…

– Dice que no viene a hablar del botín -repuso el secretario-, sino de algo secreto que a vos preocupa mucho.

– ¿Qué? -se extrañó el abad.

– Eso dijo.

El legado papal estuvo meditando un tiempo y al final se dijo que le convenía saber lo que precisara saber, y saber lo que no necesitaba no iba a hacerle daño.

– Decidle que pase, pero que, si me hace perder el tiempo, los azotes que recibió de los Montfort le parecerán caricias en comparación a los míos.

Renard apareció por la puerta sonriente y después de hacer todas las reverencias que consideró requeridas, quiso besar el anillo del legado. Éste se lo negó y le hizo permanecer de pie frente a su silla colocada en una tarima desde donde se encontraba más alto que el ribaldo.

– ¿Qué deseáis? -inquirió el abad sin más preámbulos.

– Una bonita casa en Carcasona, unos campos cercanos y unas viñas -repuso éste igual de directo.

– Ya hemos discutido sobre el botín. Si insistís, haré que os ablanden la espalda.

– Será a cambio de algo.

– ¿Algo? ¿Qué algo tenéis que me interese?

– A mí la gente me cuenta muchas cosas; lo que oyen en el mercado, en la calle o incluso tras las puertas y las lonas de las tiendas.

– ¿Y bien?

– Sé algo que os interesa y preocupa.

– ¿Qué es?

– Sólo si me concedéis lo que pido.

– Os lo puedo arrancar a latigazos.

– No, porque no sabéis lo que buscáis.

Arnaldo pensó unos instantes antes de replicar:

– ¿Y cómo sé que lo que ofrecéis vale lo que pedís?

– Os lo diré si juráis por Dios cumplir conmigo.

– Eso es pecado.

– Pues hacedlo por la salvación de vuestra alma.

– Mucho tiene que valer lo que sabéis.

– Lo vale y, si juráis no traicionarme y cumplir con nuestro acuerdo, os lo diré en un instante.

– Bien, acabemos con esto -el abad se impacientaba-. Tenéis mi palabra, pero sólo si lo que me ofrecéis interesa.

– Prometedlo.

El abad del Císter dudó. No le gustaba aquello, pero el asunto parecía importante y no era él alguien que se rebajara a regatear con un truhán.

– Será mejor que el asunto valga la pena. Si no, lo lamentaréis.

– Os interesa y mucho.

– Lo prometo -dijo al fin.

– La Dama Ruiseñor sigue viva.

– ¡No puede ser! ¡Todos murieron en Béziers!

– Está viva. Sé dónde se esconde y quién la protege.

El legado pensó. Era inútil preguntarle a aquel tipo cómo supo de su interés por Bruna de Béziers. Después, se dijo que Renard, siendo capaz de moverse con facilidad y sin escrúpulos, era válido para cualquier encargo.

– ¿Cómo sé que no me engañáis?

– Pagadme por trabajo hecho. Cuando os traiga su cabeza.

Arnaldo observó de nuevo a aquel hombre en silencio. No perdía nada y, de estar el ribaldo en lo cierto, a él no le importaba darle a aquel hombre una casa y terrenos. Los vencedores tenían fincas desocupadas en abundancia y sin costo. Y quizá aquel franco mañoso pudiera ser de utilidad en el futuro.

– De acuerdo, traedme su cabeza y os daré lo que pedís.

– Y algo más.

– ¿Más? -se impacientó el abad Arnaldo.

– Tengo un socium occitano. Es un caballero faidit con pequeñas propiedades a la orilla del Aude, camino de Narbona. Él ha sido desposeído y yo necesito un caballero occitano para lograr lo que busco. Se le ha de restituir.

El legado estaba muy contrariado, pero aquel hombre le traía problema y solución a la vez. No se rebajaría a negociar con aquel tipo y lo que le pedía le costaba poco.

– De acuerdo -dijo.

– Prometed que cumpliréis.

– Prometido -y le despidió con gesto desdeñoso.

Arnaldo quedó preocupado. Confiaba en Renard, ya que no le pedía adelanto alguno, sólo recompensa por resultados. La supervivencia de la dama era una adversidad y no le gustaba depender del ribaldo. Se dijo que quizá hubiera sido mejor sacarle la información a la fuerza, pero aquel malandrín le había hecho jurar y él era hombre temeroso de Dios. Habría que rezar para que tuviera éxito.

Y Renard fue a buscar al caballero Isarn con la buena noticia. Sabía bien hacia dónde iba su presa. Partirían lo antes posible para Cabaret.

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