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«Mais li barón de l'ost se son tant esforsetz

que lo borc lor an ars trastot tro la ciptetz

que Taiga lora n touta, qu'es Audes apeletz.»

[(«Mas los barones de la hueste tanto se esforzaron

que incendiaron el burgo, reduciéndolo a cenizas

y del río llamado Aude las aguas les quitaron.»)]

Cantar de la cruzada, III-28


Mi encuentro con los ribaldos me agotó tanto que dormí con una profundidad absoluta, sin recordar penas, miedos ni esperanzas, pero de madrugada me despertaron los gritos, el ruido de herrajes, el relincho de los caballos. Amanecía y el campamento se preparaba para el ataque. Vi que mi señor se lavaba la cara con el agua de un barreño que había dentro de la tienda y, levantándome de un salto, fui a ayudarle con su equipo; la cota de malla, las espuelas y la sobrevesta con el rojo león rampante de los Montfort, ya que, pese a ser él un Montmorency, obedecía a su tío Simón y luchaba con sus insignias. No se le veía alegre y, aunque ciñó espada y daga, me dijo:

– Hoy, tú y yo veremos la batalla desde una colina.

Se fue a desayunar con los líderes del clan y dio las instrucciones a sus hombres para que lucharan bajo las órdenes de Amaury.

A su regreso, montamos nuestros caballos, pero en lugar de dirigirnos al llano, donde desde varios estrados los curas cantaban misa para los distintos grupos del ejército, fuimos hacia una colina que ofrecía una excelente vista sobre el burgo de San Vicente.

Ése era el arrabal que se había extendido hacia el nordeste, fuera de las grandes murallas. Estaba protegido sólo con un foso y un terraplén coronado con muretes de piedra y empalizadas de madera que se elevaban pocos metros. Se notaba que habían sido reforzadas a toda prisa.

El ataque ya había empezado; las petrarias lanzaban decenas de cascotes y cantos rodados sobre las defensas del burgo, obligando a los de Carcasona a esconderse, y hacían saltar en pedazos sus defensas de madera. También las catapultas, que alcanzaban mayor distancia, vomitaban fuego griego sobre las techumbres de las casas, más allá de las empalizadas, provocando los primeros fuegos. Me di cuenta de que todos esos artilugios estaban colocados en la parte este y así se lo hice notar a Guillermo.

– El ataque será por ese lado -me dijo-. Aprovecharemos que el sol, al elevarse, les dará en los ojos. Además, es el lugar más alejado de los altos muros de la ciudad; los ballesteros de ésta no nos podrán herir y el terreno es llano. Sólo hay que vencer sus defensas.

Vi que las misas habían terminado y que desde sus altas tarimas los sacerdotes ya hisopaban con agua bendita a los combatientes. Grupos de frailes en formación, que portaban cruces sobre altas picas, se dirigían hacia el burgo cantando a coro Veni creator spiritus, los soldados se unieron a la salmodia, siguiéndoles. Los frailes se detuvieron poco antes de la zona de alcance de los dardos de las empalizadas, pero desde allí continuaron con sus cantos cada vez más potentes. Lo hacían con furia, con rabia y conferían un coraje fanático a los asaltantes. Acto seguido, cientos de arqueros con los colores de los nobles se les adelantaron y unieron sus dardos a la lluvia de piedras de la artillería. ¿Cómo alguien podría atreverse a asomar la cabeza entre las empalizadas del burgo?

Fue entonces cuando sonaron las chirimías, los tambores, las gaitas y las trompetas en una estruendosa algarabía que se mezcló con las salmodias. Era la orden de ataque.

Decenas de grupos de ribaldos portando largas escaleras se lanzaron hacia el foso con gran griterío y, apoyándolas sobre las paredes, empezaron a escalar mientras rocas y dardos continuaban cayendo sobre los defensores. Éstos empujaban las escaleras con largas pértigas para hacerles caer, repeliéndoles con piedras, lanzas y flechas, pero, al exponerse a los arqueros cruzados, se desplomaban heridos. Muchos ribaldos también se precipitaban a los fosos, aunque muchos más conseguían alcanzar las almenas y luchar cuerpo a cuerpo con los de adentro.

Pero al tiempo, los zapadores extendían caminos de tierra y piedras sobre el pequeño foso en múltiples lugares, entre ellos la puerta sur. Los defensores ocupados con los asaltantes no podían atender a ese nuevo peligro. En pocos minutos grupos de soldados, cubriéndose con sus escudos, corrían empujando gruesos troncos a modo de ariete que iban reventando paredes y puertas.

– Fíjate en esos grupos de caballeros escondidos en el bosquecillo -Guillermo señalaba hacia un enclave en el camino de la llamada puerta de Narbona-. Están esperando a que el vizconde Trencavel salga en ayuda de los sitiados y ataque a los cruzados por la retaguardia. Dicen que es modelo de caballeros. Seguro que liderará la carga. Su objetivo es matarlo.

– ¿A él sólo?

– Si cae Trencavel, la ciudad se rendirá.

– No parece un plan muy caballeroso -repuse-, ¿verdad?

Guillermo sonrió triste, se encogió de hombros y dirigió su atención de nuevo al burgo. Aproveché su concentración para mirarle; ése era el hombre que quería matarme, que lo haría de saber quién fui, y, sin embargo, su compañía me tranquilizaba, en especial después de mi nuevo encuentro con los ribaldos. Era un muchacho atractivo, de pelo rubio ensortijado y ojos azules, curiosos a veces, apasionados otras. ¡Era tan extraño que me sintiera segura a su lado…! Pero yo no tenía a nadie en quien apoyarme, con quien compartir mi angustia y pensé que en otras circunstancias Guillermo hubiera sido un buen confidente, pero ni siquiera a él me atreví a contarle el incidente del día anterior. ¡Tenía tanto que ocultar!

– ¡Mira! -su grito me sobresaltó-. ¡Los Montfort serán los primeros en entrar en el burgo! -señalaba con el dedo y brincaba de alegría como un chiquillo.

En efecto, un grupo de caballeros que lucían en sus pendones el león rojo rampante de Montfort se lanzaba al galope, saltando entre cascotes por una de las brechas en las defensas. Les seguía un nutrido grupo de lanceros a pie. Cuando los muros ocultaron la lucha en su interior, Guillermo se impacientó.

– ¡Dios mío, cuánto daría por estar allí! -murmuraba.

Mientras, el resto de cruzados penetraban en el burgo por otras brechas. Era obvio que los de dentro no podrían aguantar.

– ¿Vais a matar a todos, como se hizo en Béziers? -pregunté horrorizada.

– No, hoy no.

– ¿Por qué? -quise saber inquisitiva-. ¿Es que algo cambió en vuestro corazón?

El caballero me miró sonriéndose por la audacia de mi reproche.

– No, no creas -repuso-. Los defensores del burgo de San Vicente nos sirven más vivos, encerrados en las murallas de Carcasona, que muertos afuera.

No entendí y le interrogué con la mirada.

– Yo aprenderé occitano contigo, pero tú tienes que aprender mucho de guerra conmigo. Lo que queremos es que la ciudad de altas murallas se abarrote de gente, y si están heridos, mejor. Tomando ese burgo, les cortaremos el acceso al río Aude y a los pozos de San Vicente. En el interior sólo hay agua de cisterna y pronto tendrán cuarenta mil almas encerradas ahí. En unos días no podrán ni lavar las heridas; las moscas se les comerán, el tufo será insoportable, enfermarán de alguna peste y poco después morirán de sed. Sólo una gran lluvia podría salvarles.

Entonces lo comprendí. Imaginé con horror a los niños pequeños sedientos. Quise olvidarlo y concentrarme en la batalla. Las puertas del burgo estaban abiertas y por ellas salían y entraban tranquilamente ribaldos y soldados cargando bultos. Habría poco que saquear, me dijo Guillermo, ya que lo de valor estaría en la ciudad. Los caballeros salieron también y galoparon hacia el río para terminar de doblegar cualquier resistencia. Sin duda, muchos habían muerto de ambos lados, pero la batalla estaba ganada y el burgo, casi todo de madera, empezaba a ser pasto de las llamas.

Entonces, me inquieté por Guillermo. ¿Por qué no quiso combatir con los suyos? Me daba la impresión de que lo hizo por algún arrebato de orgullo. En realidad, él estaba deseando entrar en batalla. ¿Cómo reaccionaría el fiero Simón de Montfort a eso? ¿Lo consideraría traición?

Recé para que saliera bien de ese aprieto; mi vida dependía de él. Y extrañamente, me di cuenta, en aquel momento, de que deseaba vivir.

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