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«Huius longa si sit uita,

mea erit, credas, ita;

fínietur sed si cita

moriar bac pro árnica.»

[(«Si larga fuera su vida,

creo que la mía lo sería,

pero si muriera mi amiga,

yo con ella moriría.»)]

Carmina Rivipullensia


Había, apostado mi destino a una sola carta: el amor de Hugo. Había borrado mi pasado y el de mis antecesores. De reina pasé a ser plebeya, pero al fin tuve que rendirme a la evidencia; había perdido en mi envite. La desesperación del de Mataplana al destruir yo los legajos confirmaba lo que había querido ignorar. Me cortejaba por razones de Estado, para servir a su señor. El deber con el Rey era su Grial. El mío era su amor. Los dos fracasábamos en nuestras búsquedas.

Cuidé de él, de las heridas de su cabeza contra la pared de roca, descansando todo el día en el mismo lugar. Hugo estaba hundido, pensativo, silencioso y yo, abatida. Sus rasguños eran leves, pero mi corazón continuaba sangrando. Le miraba con disimulo cuando él no me veía, y me decía que le quería, que lo quise desde el primer momento y que sólo las dudas sobre su amor me hicieron considerar a Guillermo. Pero ahora las dudas se habían transformado en evidencia, en una realidad cruel. No me amaba.

Después de una noche en la que casi no dormí, Hugo dijo que estaba listo para continuar. Apenas habíamos hablado en más de un día y en silencio preparamos las monturas para partir.

Ya en ruta, me dije que seguía el camino por inercia ¿Adonde iba? El castillo de Mataplana ya no era una opción para mí. Tampoco tenía nada ni a nadie en Occitania. ¿Qué haría? ¿Qué sería de mí? ¿Para qué cruzar los Pirineos? Hugo al menos volvía a su casa; yo no tenía lugar adonde regresar. De haber tenido a dónde ir, me hubiera despedido de él en aquel instante, hubiera girado mi montura y me habría alejado. Pero allí estaba, acompañándole, sin encontrar el valor para decirle adiós.

Al día siguiente empezó a hablarme, sólo en ocasiones. Parecía que iba superando su abatimiento. Yo trataba de ampliar la conversación y charlaba sobre cosas del camino, del tiempo y del paisaje. Y justo pasado Foix, me dijo:

– Os doy las gracias, Bruna, por curar mis heridas, por cuidarme.

Eso me animó y al rato le hablé:

– Escuchadme, Hugo. Esos documentos decían que yo era quien no era. No tengo nada de divino; soy una dama joven locamente enamorada de su caballero. Él es lo único que a ella le importa. Tomadme en vuestros brazos o matadme, puesto que muerte para mí es estar lejos de ellos. Por favor, olvidad esa locura; es ya un imposible. Por mucho que hagáis, no podréis tener nunca esos manuscritos. Por mucho que busquéis, no vais a encontrar a la Dama Ruiseñor. Ya no existe. Pero me tenéis a mí. Vos sois mi Grial. Haced de mí el vuestro, pero que sea un Grial de amor, no de sangre.

No respondió y continuamos el camino. Aquella noche fue fría y yo me acurruqué contra él. Hugo se giró sobre las frazadas, me abrazó y al poco estaba palpando mi piel bajo las ropas. Me estremecía con su contacto, con sus mimos. Busqué su cuerpo. Nos encontramos y nuestras bocas también lo hicieron. Las caricias fueron dulces al principio, después ansiosas y al poco estábamos amándonos al límite del amor físico, de nuestros corazones. Al fin era suya. Me entregué con una pasión arrebatadora, desconocida, jamás imaginada. Y notaba cómo también él se daba sin reservas. Hugo fue dulce en la noche y también lo fue a la mañana siguiente.

– Estabais en lo cierto. He fracasado en mi misión -me dijo-. He perdido la carga de la séptima mula. He perdido a la Dama Grial.

Yo le acaricié el pelo.

– Pero ahora sois libre -repuse-. Sois libre de amarme, de hacerlo por entero, como yo siempre anhelé.

– Sí, lo soy -repuso pensativo-. Lamento muchísimo la pérdida, pero bien sabe Dios que cumplí en todo la palabra dada. Fracaso en mi misión, pero estoy limpio de culpa y es ese sentimiento el que me hace libre.

Calló unos instantes. Parecía ordenar sus pensamientos mientras yo le observaba ansiosa. Al fin de un tiempo que me pareció eterno, en el cual notaba la esperanza palpitando en mi pecho, me miró a los ojos y los míos verdes se encontraron con los suyos oscuros.

– ¿Sabéis, Guillemma, que siempre os quise? -dijo.

La sorpresa me hizo quedar muda y una tímida sonrisa iluminó la faz de Hugo de Mataplana.

– Os amo desde antes de conoceros, os amo desde antes de nacer. He fracasado en mi misión con el Rey y lo lamento infinitamente. Pero me habéis liberado de mi palabra, de mi esclavitud. Dama Ruiseñor, Bruna, Guillemma o como os guste llamaros -dijo con solemnidad-, ¿me aceptáis como vuestro trovador y caballero para siempre? ¿Queréis ir conmigo a Mataplana? ¿Queréis hacerlo para ser mi esposa?

No pude contestar. El llanto ahogó mis palabras. Me refugié en sus brazos y mojé su pecho con mis lágrimas. Daba gracias al cielo. Mis rezos habían sido escuchados; lo que poco antes parecía imposible estaba ocurriendo.

– Vos sois mi Grial -me iba diciendo-. Ya sea rey, papa o villano, nadie podrá apartaros de mí.

Atrás dejamos las ciudades arrasadas, las hogueras de tufo infame, a los refugiados desnudos muriéndose de hambre, a los practicantes del amor cátaro, a los adoradores del Fin'Amor, a los nigromantes, a los crueles y a los héroes, a las iglesias bañadas en sangre, a los atardeceres hermosos y llenos de trovas, a los que recorrían los caminos pobres y descalzos por Cristo, a las viñas arrancadas, al miedo agazapado en los rincones… Miles de imágenes, de recuerdos, se agolpaban en mi mente al cruzar los escarpados desfiladeros de los Pirineos. Dejaba mucho atrás. Dejaba, incluso, lo que fui; a mí misma. Pero todo aquello no tenía ya la menor importancia. Mi Grial me esperaba en la otra vertiente de los montes, se encontraba ya a mi lado. Le miré maravillándome de mi suerte y él me sonrió. Y le imaginé con el pelo ya cano, dentro de muchos años, él trovándome aún con su guitarra y yo respondiéndole feliz con mi vihuela.

Al salir de un desfiladero, Hugo me mostró el paisaje. Aquéllas ya eran tierras del rey Pedro. Por unos instantes, estuvimos contemplando los valles hacia los que descendía el camino. Los colores eran verdes, rojizos y amarillentos, mientras que en las cumbres se vislumbraba ya el blanco de la nieve. El aire era transparente, la brisa, suave y el sol de la tarde lo bañaba todo en oro. Di gracias a Dios, sentí la paz, y gocé de la belleza.

Vi como él olfateaba el aire de su tierra llenando sus pulmones como si se deleitara con el mejor de los perfumes. Contempló otra vez con detenimiento el paisaje. Sonrió y me hizo un gesto iniciando el descenso. Encomendándome al Señor, azucé mi montura para seguirle.


Qu'el'es mos jois et el'es tot cant ai, e res no.m am mas leys cui amar suel.

[(«Ella es mi joy y todo cuanto poseo, nada quiero sino a ella, y para siempre la amaré.)]


Pone, de la Guardia

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