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«Scometre.us vuoill, Recualaire:

pois vestirs no.us dura gaire

que vos etz fols e jogaire

e de putans governaire…»

[(«Increparos quiero, Reculaire:

pues nada os duran los vestidos,

ya que sois necio y jugador,

y de putas asiduo señor.»)]

Hugo de Mataplana a Reculaire


Les dijeron a los demás que yo era aún aprendiz de escudero, un paje, demasiado joven para participar en hechos de armas y me quedé languideciendo en el castillo, ora tañendo la vihuela, después rezando y al fin muerta de ansiedad al caer la tarde y ver que no llegaban. ¿Qué habría pasado? ¿Les habrían herido? ¿Habría caído alguno de ellos? Un sentimiento de agobio, de desamparo como el de una niña pequeña perdida en el bosque me invadió. Me di cuenta de que, aunque los de Cabaret debieran ser mi gente, me sentía mucho más cercana al catalán y al franco. Mis sentimientos hacia ellos eran intensos pero confusos. Siempre había creído que mi corazón pertenecía a Hugo desde que nuestras miradas coincidieron en nuestro primer encuentro. Pero mi convivencia hizo que de odiar a Guillermo pasara a apreciarlo, que me sintiera conmovida cuando sin desearlo mató a Aymeric y se creyera iluminado por una revelación que me hacía su ángel. Pero fueron los últimos días, desde que nos encontramos los tres, cuando al sentir la agresiva rivalidad surgida entre ellos, empecé a considerar bastante más al francés. Los comparaba constantemente y, aunque mi corazón estaba aún con Hugo, notaba que Guillermo se entregaba a mi servicio con absoluta devoción, tanta que ponía su vida en ello, mientras que sentía una difusa reserva en el primero. Eso me preocupaba y, esperándolos angustiada, daba vueltas a los más absurdos pensamientos. ¡Cuánto había cambiado mi mundo en unos días! Les quería a ambos a mi lado, pero ¿podría evitar que en cualquier descuido mío se mataran entre ellos?

Pasó el mediodía y las sombras cubrían ya el cauce del río y yo, desde la terraza del castillo, miraba ansiosa el recodo del camino que llevaba a Carcasona. Al fin vi la comitiva llegar; primero, el escudo del ruiseñor grana y, enseguida, distinguí también a Hugo. Aliviada, di gracias al Señor por haber escuchado mis rezos y me precipité hacia el camino de bajada al valle para recibirles.

Algo había cambiado entre ellos. Hugo ya no trataba con un mal disimulado desdén a Guillermo y, cuando me contaron sus aventuras, entendí que éste había obtenido el reconocimiento de todos. Fue entonces cuando Hugo propuso al francés que cantara una tensó con él aquella noche frente a los demás, después de la cena. Él encarnaría a su padre Hugo, que la compuso, y Guillermo daría respuesta tomando la voz del juglar Reculaire. Le advirtió que el personaje de Reculaire era divertido, pero que se trataba de un juglar algo canalla y conocido en Cabaret, ya que había visitado el castillo junto al viejo Mataplana. El franco dijo que no le importaba, que se atrevía con ello.

La cena fue muy alegre y el Joy señoreó de nuevo Cabaret. Yo esperaba impaciente a mis caballeros y al fin se presentaron uno frente a otro, guitarra contra vihuela.

– Quiero reprenderos, Reculaire -empezó Hugo después de introducir con su guitarra las notas de la melodía-, pues nada os duran los vestidos, ya que sois necio y jugador, y de putas asiduo señor.

Hugo continuó tañendo su guitarra sonriente, mirando a Guillermo, que le acompañaba con su vihuela, a la espera de su respuesta. Éste esperó a que terminaran las risas y, una vez se hizo un silencio expectante donde sólo las notas de ambos instrumentos se oían, cantó con la misma rima y un tono bajo, pretendidamente rudo:

– Señor Huget, he oído contar que vendrá un tiempo, eso creo, en que los bordados en oro y abalorios se irán con el humo, por lo que no me preocupa el dinero, del que me burlo. Todos debierais pensar así.

Hugo esperó que las exclamaciones de la audiencia y algunos aplausos terminaran para reemprender el canto. Miró fijamente a Guillermo y le retó.

El enfrentamiento trajo risas, vítores y hasta pataleos que celebraban las respuestas chuscas del juglar Reculaire, más apreciadas aún por ser soeces. Y me di cuenta de que la tensó del padre de Hugo con Reculaire, sin duda compuesta junto al juglar, no era una crítica moral hacia aquel hombre de pueblo convertido en filósofo epicúreo, como aparentaba, sino una difusión admirada de su forma de pensar. Y también que el Joy, el Grial de Cabaret, no era sólo lo culto, lo cortés de estrictas leyes de forma, sino que admitía lo bizarro y lo popular mientras contribuyera a esa adoración de la fuerza vital que a todos mueve, de la alegría, de su disfrute sensual y gozoso.

Al terminar, Hugo se unió a las últimas estrofas del verso cantando a dúo con Guillermo. Ambos alzaron la voz para resaltar el silencio al final.

Grandes aplausos, vítores y entusiasmo premiaron a aquellos jóvenes caballeros que se mostraban tan gallardos espada en mano como trovando. Eran los héroes del día y de la noche, todas las damas, incluida la sonriente Loba, les ponían ojos dulces. Yo, aún disfrazada de muchacho, les miraba orgullosa de que fueran míos, pero un sentimiento melancólico me decía que aquello era demasiado hermoso, un mundo brillante al borde de la extinción, como Béziers lo fue, y que más allá, pasados los desfiladeros, unas fuerzas oscuras preparaban su destrucción.

Pero en aquel momento, las risas rebosaban la terraza del castillo para invadir el valle oscuro, mientras los trovadores se inclinaban a saludar. La luna en menguante contemplaba, a la luz de las antorchas, los gallardetes al aire, los restos del festín en la mesa, altar de aquel templo del Joy y a sus gentes con sus corazones abiertos a la música, al gozo, al amor. Allí, en el reino de la Dama Grial, ella brillaba en la noche, con su risa, sus bellos ojos azules y su incitante picardía. Aquello era hermoso, armónico, ensanchaba el corazón y me dije que había que disfrutarlo mientras durara, que sólo Dios conocía nuestro destino y a él nos debíamos encomendar.

Tal como hacía Reculaire.

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