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«Per Deu vos pri, bien seiez purpensez de colps ferir, de receivre a de duner!»

[(«En nombre de Dios os exhorto a bien herir. ¡Golpe dado por golpe recibido!»)]

La Chanson de Roland, XCII


Avanzaron cautelosos siguiendo el plano del pañuelo de Guillermo, que había tomado la delantera e iluminaba el camino con el candil a la vez que decidía la ruta trazada en aquel extraño mapa. La referencia a «los hombres oscuros» les inquietaba, pero el de Montmorency no tenía dudas: encontraría a Bruna aunque fuera lo último que hiciera. Pronto se dieron cuenta de que aquello era una maraña de pasadizos, algunos anchos, otros estrechos con plazoletas subterráneas, cruces y bifurcaciones, construidos a veces en adobes viejos o en piedra. También había estatuas y Guillermo no tuvo que recurrir a sus estudios de teología para saber que eran paganas. La luz titubeante de su lámpara les mostró al final de un pasadizo recto dos de aquellas estatuas. Eran guerreros y tenían un aspecto gris ceniciento, oscuro.

– ¡Fijaos! -gritó Renard-. ¡Se han movido!

– ¡Son los hombres oscuros! -dijo Guillermo.

Se quedaron inmóviles, pero de nada les valió, ya que aquellos seres empezaron a acercarse amenazantes mientras desenfundaban espadas.

– ¡Salgamos de aquí! -chilló Pelet.

– Idos sólo si queréis y veremos cómo os apañáis cuando los volváis a encontrar en vuestro camino -repuso Guillermo-. Nos enfrentaremos a ellos juntos y venceremos.

El franco ya tenía encima a uno de aquellos seres, que le embistió espada en ristre. No le fue difícil protegerse del golpe, que devolvió para tantear al rival. Mientras, Renard se defendía de la acometida del segundo con la lanza corta del carcelero y Pelet los observaba a la retaguardia sosteniendo el candil que el franco le había pasado. Le era difícil al ribaldo mantener a raya a su enemigo, mejor armado que él, por lo que perdía un terreno que aquel ser le robaba sin que le quedara más opción que recular. Decidió que debía arriesgarse y, haciendo una finta con su lanza, consiguió que el guerrero descubriera su guardia y le hundió la azcona en el pecho. Pero aquel cuerpo, en lugar de derrumbarse malherido, sorprendió a Renard con un mandoble que apenas pudo esquivar, mientras trataba de recuperar su lanza desclavándola de lo que, por su consistencia, casi parecía un pedazo de madera.

– ¡No sienten las heridas! -vociferó el ribaldo.

– Hay que golpearles en los huesos del cuello o borrarles la primera letra de la izquierda en la palabra escrita en sus frentes -le contestó Guillermo.

– ¿Quién se atreve a tocarle la frente a uno de esos monstruos? -se lamentó el ribaldo.

Pelet se dijo que poco podía hacer con sólo una daga frente a aquellas cosas torpes, pero de tal constitución que las heridas parecían no afectarles. Pero también que, si él no entraba en acción, tenían las de perder. Entonces, jugándoselo todo a un envite, dejó la lámpara en el suelo y tomó carrerilla para lanzarse, por el espacio que dejaban sus compañeros, a los pies del rival de Guillermo, de forma que al perder éste el equilibrio cayera hacia delante, encima del propio Pelet. Tuvo éxito en su propósito y la nuca del ser quedó a la vista del de Montmorency, que le descargó un tajo con todas sus fuerzas. Para su sorpresa, el enemigo se desmoronó como un saco de tierra.

No se entretuvieron en averiguaciones, puesto que el ribaldo estaba en una situación crítica, tratando de contener con su azcona a un enemigo inmune a ella. Aquel ente extraño no reaccionó para defender su espalda al oír el grito de triunfo de Guillermo, persistiendo en su intento de acabar con su rival. Al no llevar casco, con un solo golpe en el cogote, el franco se libró de él.

Se miraron entre ellos dudando de que aquello fuera real, pero Guillermo, inquieto por Bruna, les dijo perentorio:

– Tomad sus armas y prosigamos. No hay tiempo para charlas.

El francés apresuró el paso del grupo. Deseaba llegar donde su dama estuviera y, cuando aparecieron dos más de aquellos seres al fondo de un corredor, cedió el candil a Pelet, que le seguía, y se enfrentó a los seres, hombro con hombro con Renard. Esta vez iban bien armados.

– Vamos a por ellos. Pelet debe ganarles la espalda mientras nosotros les resistimos de frente.

Pero al entrar en contacto con sus mudos enemigos, Pelet, que se encontraba atrás, gritó:

– ¡Hay otros aquí!

En efecto, atrás habían dejado una bifurcación de tenebrosas galerías y por allí aparecieron un par de aquellos engendros que con su pertinaz determinación atacaron a Pelet. Éste, con el candil en la mano, retrocedió apresurado, intentando cubrirse. Apenas había logrado desenfundar su espada cuando el candil de barro cocido y su vacilante llama se fueron al suelo rompiéndose en pedazos. Y se hizo la oscuridad más profunda.

Guillermo no había previsto aquella eventualidad y pensó que estaban perdidos. Ni las tinieblas detenían a aquellos seres que continuaron golpeando, aunque pronto percibió que lo hacían a ciegas. Sus espadas chocaban tanto contra los escudos como contra las paredes, haciendo saltar chorros de chispas cuando el hierro acertaba en una piedra pedernal. Intentó sólo cubrirse. De nada le servía luchar, si sólo un golpe preciso podía acabar con aquellos engendros incansables. Sin luz era imposible acertar. ¿Cuánto tiempo resistirían antes de sucumbir? Se dijo que jamás saldrían de aquel laberinto tenebroso.

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