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«Espada tiene en mano e veot agujar asi commo semeja en mi la quiere ensayar.»

[(«Está espada en mano y la veo aguijar, tal parece que en mí la quiere probar.»)]

Poema de Mío Cid


Yo estaba convencida de que Hugo iba a matar a Guillermo de inmediato. Estaba ciego de ira; ni siquiera le escuchaba cuando él le decía que yo seguía viva. El franco representaba para él todas las crueldades y arrogancias de los cruzados. Y tenía una venganza que cumplir. Intenté gritar. Rezaba, llorando de impotencia, y me debatía por librarme de mis ataduras y mordaza mientras me clavaba las uñas en las palmas de las manos. Bajo ningún concepto quería ver muerto a Guillermo y menos por las manos de Hugo. Fue entonces cuando Guillermo se deshizo por un instante de sus verdugos y fue a caer a mi lado. Hugo le siguió con la mirada y sólo cuando repitió: «¡La dama está viva! ¡Y está aquí!», fue cuando nuestros ojos se encontraron. Su expresión furiosa se mantuvo estática por unos instantes, para mutar después en incredulidad y asombro. Le costó reaccionar y, cuando lo hizo, se apresuró a desatarme murmurando:

– ¡Loado sea el Señor! ¿Sois vos, Bruna? ¿Es verdad lo que veo? Me sorprendió que aquel joven violento, preso de un furor terrible hacía breves instantes, trocara de inmediato en tierno y acariciante. Se le llenaron los ojos de lágrimas y, cuando me quitó las mordazas, sus manos rozaron mis mejillas con un mimo.

No pude hablar. El relajo después de la tensión y aquella caricia me hicieron estallar en sollozos, mientras él tomaba mi maltrecho cuerpo entre sus brazos y me acunaba.

– ¿Qué milagro es éste? -exclamaba él entre hipos-. Dios me ha dado lo que jamás me atreví a pedir. Cual Lázaro, volvéis del mundo de los muertos. Mi corazón no puede soportar tanta felicidad. ¡Seré yo quien ahora muera de dicha!

Cerré los ojos dejándome llevar, abrazada a él, sin decir nada. Sentí que el mundo desaparecía por unos instantes. Fui feliz, intensamente feliz.

Al rato me di cuenta de que todos nos contemplaban en un silencio atónito, asombrado: la media docena de hombres que nos asaltaron, alguno rascándose la cabeza perplejo, y el pobre Guillermo, aún maniatado y tumbado sobre un costado.

Le pedí a Hugo que le liberara, pero se resistía. No podía entender que aquel tipo me había salvado la vida convirtiéndose en mi protector. No le gustaba él y tampoco esa idea. Al fin, ante mi insistencia, le dijo:

– Jurad ante la cruz de vuestra espada que no la usaréis contra mí ni contra mis hombres y no nos causaréis daño ni ayudaréis a ello.

– Lo juro -repuso Guillermo-. Pero cuando la dama se encuentre a salvo, cuando ningún peligro la amenace, me liberaré de mi promesa.

– Acepto -convino el catalán mostrando los dientes-. Y cuando eso ocurra os buscaré para mataros.

– Os estaré esperando -repuso el franco arrogante pese a continuar hecho un fardo en el suelo.

– ¡Basta de amenazas! -intervine haciendo un esfuerzo por superar mi desfallecimiento-. Si de verdad queréis protegerme, dejad de lado esas tonterías. Hugo, os suplico que le digáis a los vuestros que se alejen. Lo que hemos de hablar nos compete sólo a los tres.

Me miraron curiosos. Lucía como un muchachito, pero me estaba imponiendo como una dama. Me hubiera gustado poder vestir gonela y camisa de seda, calzar escarpines de piel de cabrito y conservar mi negra melena hasta casi la cintura. Nada de eso tenía; lo había perdido todo, pero aún me quedaba mi paratje, mi dignidad de señora. Me erigí orgullosa al recordar que ambos eran mis caballeros y que como tales me debían, según las leyes de la Fin'Amor, una pleitesía semejante a la del vasallo al señor.

Hugo se había quedado contemplándome. Parecía no dar aún crédito a sus ojos y, al mantenerle yo la mirada con insistencia, reaccionó como si despertara de una ensoñación, e hizo lo que le pedía.

Una vez Guillermo libre y lejos de los demás, buscamos un lugar tranquilo para relatar a Hugo mis desventuras y la forma milagrosa en la que sobreviví aun sin ocultar el encargo asesino que el de Montmorency tenía sobre mi persona. Cuando empecé a hablar de la séptima mula y de su carga, Guillermo me interrumpió.

– Ése es un secreto que no deseo compartir con este juglar.

– No es juglar, sino que es trovador y mi caballero, como vos sois también ahora. Y ya que los legajos parecen afectar mi vida, está en su derecho de saberlo. Vos no traicionáis promesa alguna. Soy yo quien decido compartir lo que yo sé.

Guillermo calló enfurruñado y fue Hugo quien habló entonces:

– Despedid a ese bufón -dijo-. A partir de ahora soy yo quien os protejo. Relevadle de su juramento y que se vaya. Es un enemigo.

– Valiente protector estáis hecho -repuso el franco airado-. Ya vi vuestra protección en Béziers. ¿En qué lugar os escondíais?

Hugo se mordió los labios: era evidente que la pulla le había herido, y echó mano al puño de su espada. Guillermo, que estaba desarmado, buscó con la mirada algo con que defenderse. Me tuve que interponer entre ambos.

Pensé con rapidez. Había fantaseado frecuentemente con la idea de encontrarme con Hugo, en cómo yo reaccionaría, cómo lo haría él y cómo Guillermo. Pero era algo que, por lo temido, había querido evitar y no estaba preparada para la realidad. Y ésta era que ambos eran enemigos, más aún, se odiaban y yo resultaba ser el mayor de sus motivos. Temía que sólo la muerte de uno de ellos trajera la paz. Pero yo no estaba dispuesta a renunciar a ninguno. Tenía razones para amarles a los dos y, aun habiendo estado locamente enamorada de Hugo, valoraba en mucho el tiempo vivido con Guillermo. No quería perderlos, pero no sabía si podrían convivir sin matarse.

– ¡Escuchadme ambos! -les dije enérgica-. Y escuchadme bien.

Por un momento se olvidaron el uno del otro para poner su atención en mí.

– Y en particular escuchadme vos, Hugo. Vos me pedisteis ser mi caballero y yo os acepté, pero la providencia quiso que Guillermo me salvase la vida y, cuando también me pidió lo mismo, se lo concedí porque no sabía si os volvería a ver y le necesitaba como protector. Demostró su gran devoción aceptando incluso luchar contra los cruzados mientras no pertenecieran a su clan.

– ¿Que prometió luchar contra los cruzados? -se asombró Hugo.

– Sí, para probarme su amor.

Hugo frunció el ceño.

– Una dama no debiera tener dos caballeros.

– Pero éstos son tiempos excepcionales y ahora os necesito a los dos. Venid con nosotros, ayudadnos a encontrar la carga de la séptima mula que los asesinos del legado Peyre Castelnou robaron.

– ¿Eso buscáis? -se sorprendió Hugo.

– Sí -le respondí-, ésa es nuestra búsqueda.

– ¿Para entregarlos al abad Arnaldo?

– No. Para él no, sino para que yo sepa qué relación tienen conmigo y con esta monstruosa cruzada de la cual parecen ser el origen.

Me costó convencerles. Cuando uno parecía aceptar la presencia del otro, el segundo se resistía a compartir camino y dama con el primero. Al final, Hugo dijo:

– Jamás lo conseguiríais sin mí. En la posada resultasteis sospechosos de inmediato; queríais fingiros juglares y preguntabais demasiado por Cabaret. Reconocí a Guillermo, primero, por su aspecto extranjero y, después, por haberlo visto en Saint Gilles. Fue facilísimo prepararos una emboscada con mi grupo de refugiados. Y otros faidits lo volverán a hacer si continuáis con ese aspecto y pretensiones.

– ¿Y vos dejaréis que eso me ponga en peligro? -le pregunté con malicia.

– No, claro que no -repuso rápido-. Venid conmigo, dejadlo a él.

Y volvimos a argumentar. Al final, Hugo se dio por vencido y aceptó conducirnos a Cabaret, donde él era bien recibido, a cambio de estar a mi lado y de compartir el hallazgo de los legajos.

– Espero veros combatir a los cruzados -le espetó al franco-. Os aseguro que tendréis ocasiones. En Cabaret se organizará la resistencia de la Montaña Negra.

– No os defraudaré -masculló Guillermo-. Ni en eso ni cuando al final venga a por vos.

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