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«La ost fo meravilhosa e grans, si m'ajut fes:

vint melia cavaliers armatz de totas res,

e plus de docent melia, que vilas que pages.»

[(«Grande era el ejército, a fe mía, e inusitado;

veinte mil caballeros completamente equipados

y más de doscientos mil campesinos y villanos…»)]

Cantar de la cruzada, II-13


Carcasona, 2 de agosto


No pude entender entonces por qué Guillermo, contra su costumbre, estuvo callado y pensativo durante el camino de Fontfreda a Carcasona. Antes de partir, interrogamos a otros dos monjes, que también presenciaron el ataque, sin obtener información adicional a la ofrecida por Benet. Pero ¿qué habría dicho éste, que tanto hacía rumiar a Guillermo? Yo traduje las conversaciones y nada me pareció particularmente misterioso y, fuera de la mordacidad del antiguo mercenario, todo me sonó a la historia ya sabida del asesinato del abad Peyre de Castelnou.

Al llegar a nuestro destino, el camino se empinó hasta la cima de una loma y me quedé boquiabierta contemplando el espectáculo que se extendía a nuestros pies. Miles de tiendas, vivaques y pequeños fuegos que alzaban sus columnas de humo se extendían por millas y millas de terreno ondulado, rodeando una impresionante ciudad amurallada; era muy grande y estaba encaramada en una colina que la situaba bastante por encima de sus sitiadores. Nosotros llegábamos por el camino de Narbona y más allá de la villa brillaban las aguas del río Aude. La ciudad era sin duda muy próspera, ya que, fuera de sus poderosos muros y fosos, se desparramaba en dos grandes burgos, uno al sur amurallado y otro al nordeste, hacia el río, más reciente y protegido sólo por terraplenes y empalizadas de piedra y madera con torres en sus puertas.

Llegamos a Carcasona el 2 de agosto, un día después que el ejército, ya que a pesar de nuestra salida tardía de Béziers y de la visita a Fontfreda, al cabalgar con escaso equipaje, habíamos recuperado casi todo el tiempo en relación a la lenta infantería y a los carros.

Era domingo y, respetando el día del Señor, ni sitiados ni sitiadores luchaban y allí, en los labrantíos, viñedos y bosquecillos, acampaban en mejores o peores condiciones más de doscientas mil almas. El espectáculo era asombroso, pero el despliegue no pareció impresionar a Guillermo, que azuzó a su caballo como si tuviera prisa y yo tuve que seguirle de inmediato. Preguntando, llegamos con relativa facilidad a la zona de los francos y a las tiendas de los Montfort, que alzaban sus estandartes con un altivo león rampante. El eficiente Jean se nos había adelantado con las tropas de Guillermo y las tiendas estaban montadas junto a las de la familia. Mi amo continuaba extraño y al atar nuestros caballos estuvo palpando y acariciando las monturas, pensativo. Me dijo que él tenía que hacer y que yo me fuera a dar una vuelta por el campamento. Sobre mi cota vestía una túnica con el león y la correspondiente cruz roja bordada.

– Con esos blasones y vuestro buen dominio de la lengua de oíl, nada tenéis que temer -me dijo.

Era extraño pasear sola entre hombres sintiendo la seguridad de ser uno más de ellos. Era un campamento variopinto y los nobles colgaban sus divisas en las tiendas, delimitando el terreno ocupado por sus tropas con sus colores. Los más ricos, como el conde de Nevers, de Saint Paul o el duque de Borgoña, tenían hermosos pabellones con mullidas alfombras, tapices y sedas. A mí me encantan las buenas monturas y disfrutaba deteniéndome en las caballerizas de los grandes nobles para contemplar el buen porte de los animales. Los había de distintos tipos, desde los destrers pesados y poderosos, entrenados para el choque en combate, a bellos y ligeros alazanes de paseo.

Sin embargo, pronto me di cuenta de que incluso en mi nueva condición debía cuidarme. Como joven efebo, también despertaba el interés de ciertos hombres y así lo demostraban con silbidos o comentarios. Un escudero llegó incluso a palparme la nalga y cuando eché mano a mi daga, se fue riéndose a carcajadas.

El campamento era como una ciudad gigantesca, plantada a distancia prudencial de las puertas de la ciudad para prevenir tanto las saetas como un ataque por sorpresa de la caballería occitana. Se habían empezado a construir algunas empalizadas y pequeños fosos en ciertos lugares en los que se montaba guardia y, aunque no se trabajara aquel día, los carpinteros lo tenían todo dispuesto para la fabricación de piezas y el ensamblaje de máquinas de guerra.

Pero la gente estaba alegre; era domingo, todos habían obtenido algún botín en Béziers y, convencidos de que habría combate el lunes, se apresuraban a gozar del momento. Sabían que de morir el día siguiente, como cruzados, irían al cielo por mucho que pecaran. Por lo tanto, intentaban disfrutar al máximo de los que quizá fueran sus últimos momentos en este valle de lágrimas, buscando risas y placer.

Los carromatos de taberneros y barraganas, establecidos en zonas estratégicas, no daban abasto con tanto negocio; el cobre, la plata e incluso el oro, aunque también distintas mercancías procedentes del expolio de Béziers, cambiaban de manos con rapidez. Había cánticos, danza y también algún tumulto. Vi a dos mujeres que por sus pinturas debían de ser prostitutas peleándose en el polvo, en medio de un corro de hombres riéndose, vociferando y apostando como si se tratara de gallos. De cuando en cuando, se arrancaban una pieza de ropa hasta terminar prácticamente desnudas y, a pesar de mi poca experiencia en esos asuntos, pronto colegí que ni se pegaban ni arañaban con la ferocidad que sus gritos y gestos proclamaban. Era una pelea amañada que, además, incitaba al negocio de la lujuria; alguien obtendría mucho dinero tanto de las apuestas como de los cuerpos.

Entonces me pregunté qué hacía yo allí. Cuando pensaba que era Pierre, sentía deseos de vivir, de aprender, de contemplar todo lo nuevo, bueno y malo. Pero cuando recordaba que antes fui Bruna, la Dama Ruiseñor, se me partía el corazón de pena y deseaba el fin de mis días.

Entonces, un ansia incontenible de llorar y rezar por los míos me invadió y quise refugiarme en la tienda de Guillermo. Pero me di cuenta de que no sabía regresar a ella y, después de orientarme con referencia a los muros de la ciudad, me puse a andar entre los vivaques hacia donde yo creía que estaban las tiendas de los nobles francos. Al poco, percibí que estaba cruzando por una zona de ribaldos. Se agrupaban alrededor de pequeñas lumbres y todas sus pertenencias consistían en hatillos de leña, cuencos con los que cocían sus legumbres y tocino, cazos para agua, pan y un macuto donde poca cosa cabía. Alrededor de los fuegos había mujeres e incluso niños; todos iban descalzos y vestían poco más que pieles. Era chusma que nada tenía en su lugar de origen, por lo que nada podía perder. La cruzada era su gran oportunidad de alimentarse sin mayores trabajos y, si eran afortunados, conseguir un botín que mejorara su suerte en la tierra. O la muerte, que sin duda los situaría en un cielo bastante más apetecible para ellos que para los ricos.

A pesar de que sólo llevaban dos días en el lugar, aquello era nauseabundo. La aglomeración de gentes, el calor y las heces humanas que se iban acumulando sólo dejaban respirar con la brisa. Los nobles y sus tropas hacían sus necesidades en las caballerizas, que se limpiaban cada día, transportándose el estiércol lejos. Nada de eso ocurría con los ribaldos, a quienes, acostumbrados a la promiscuidad en sus lugares de origen, no les importaba defecar e incluso hacer el amor delante de los demás y a pleno día. También allí corría el vino y me di cuenta de que yo, vistiendo ropas lujosas y calzando borceguíes, peligraba en aquel lugar. Incluso la daga que lucía al cinto era algo codiciado por aquellas gentes. De repente, se me ocurrió que podía encontrarme con los que me atacaron en Béziers; Guillermo no acudiría esta vez en mi ayuda y ellos tomarían venganza en mí por sus compañeros. Mucho había deseado la muerte, pero, cuando me vino el pensamiento de ésta en manos de aquellos individuos, sentí terror, incluso náuseas. Creía que todos me miraban y, sin querer correr, empecé a acelerar mi paso para salir de allí, pero en lugar de eso me adentraba cada vez más en aquella madriguera gigante. No entendía bien su jerga. Era lengua de oíl, aunque plagada de argot, pero supe que hablaban del paje. Se daban voces y silbaban para alertarse, para que sus vecinos se fijaran en mí. Estaba muy intranquila. Apresuré más mi marcha, deseaba ser invisible, pero ahora tenía la plena convicción de que todos me miraban, y se mofaban algunos entre risotadas. ¿Verían el miedo en mis ojos?

Entonces fue cuando me encontré de frente con un barbudo enorme, vestido sólo con un taparrabo de piel y una garrota al cinto, que me cortaba el camino. Empezó a increparme sobre mi aspecto pulido y afeminado. Se formó un corro de curiosos y la amenaza de mi puño sobre la daga no parecía intimidarle lo más mínimo. Al poco, me insultaba abiertamente entre las risas de los mirones y después pasó a empujarme. Miré a mi alrededor calculando dónde podría haber un hueco y de un empellón me escurrí entre aquellas gentes. Nadie me sujetó y empecé a correr tanto como pude.

Se formó una gran algarabía, los gritos crecieron, también las risas, y muchos se lanzaron a perseguirme. Poco duró mi carrera; enseguida me encontré a unos cuantos esperándome con los brazos abiertos. Era el fin. Entre risas y burlas fueron estrechando el cerco. Noté que una gran mano me asía por la nuca y vi cómo el hombretón que antes me detuvo se abría paso hasta mí.

– Primero nos vas a dar todo lo que llevas -dijo. Cuando fue a quitarme la sobrevesta con las armas de los Montfort, empecé a patear tratando de liberarme a toda costa de las muchas manos que me sujetaban. Sabía lo que me esperaba cuando vieran que era mujer. Había deseado la muerte, pero no la quería en aquel momento y menos de una forma tan humillante y horrible.

Perdí la daga, el cinto, los borceguíes. Desesperada, me debatía con todas mis fuerzas gritando socorro aun a sabiendas de que nadie acudiría en mi ayuda y que eso sólo les hacía reír más. Mil pezuñas me tocaban, olía su aliento, el tufo a vino, su sudor, el odio que sentían por los señores que les explotaban y a quienes yo recordaba con mi aspecto. Sólo la cota de malla protegía el secreto de mi feminidad y vi la desdentada sonrisa de triunfo del tipo que primero me agredió cuando iba a sacármela. Pero de pronto alguien sujetó su mano mientras una voz profunda decía en un argot que apenas comprendí:

– ¡Deteneos, estúpidos!

Era un hombre grande, de mediana edad y que parecía muy fuerte. Vestía telas caras, aunque desaliñadas y pensé que procedían de Béziers. Ceñía su pelo largo con una especie de aro de cobre que se asemejaba a una corona, llevaba espada y detrás de él aparecieron otros que parecían secundarle. Me soltaron y caí pesadamente al suelo. Sudaba y mi corazón latía desaforado.

– ¡Estáis locos! -volvió a increpar el hombre con su vozarrón-. ¿Queréis que los nobles nos ataquen esta noche y maten a mil de los nuestros por culpa de ese miserable pajecillo?

– Nadie tiene por qué saberlo -dijo el que lideraba a los agresores.

– ¡Desgraciado! -repuso el jefe-. Antes de que se ponga el sol, diez de los que están aquí ya habrán corrido a contárselo a los curas, y éstos a Simón de Montfort.

Medio incorporada en el suelo, pude ver la impresión que tal nombre causaba en aquellas gentes.

– Es el más duro y valiente de los cruzados -continuó el hombre- ¿No veis su león rampante en la túnica de este muchachito? Vendrá más por su honor que por vengar a este infeliz y hará una matanza. ¡Devolvedle todo al chico!

Se hizo un gran silencio mientras unos miraban a los otros y, poco a poco, obedientes, fueron depositando a mis pies todo lo robado. El hombre actuaba como rey y sin duda tenía poder de vida o muerte entre aquellas gentes.

– Vestios, señor -me dijo con ojos entornados de mirada astuta y un deje irónico.

Yo lo hice mientras unos y otros le cuchicheaban al oído. Cuando terminé, me cogió del brazo, me condujo entre aquellas gentes y empezó a hablarme.

– Yo os devolveré sano y salvo al lugar de los nobles.

Emprendimos la marcha escoltados por los que parecían su guardia y al rato me dijo:

– Dad gracias a Renard, el Rey Ribaldo, de vuestra fortuna. Y hacédselo saber a vuestro señor, Simón de Montfort.

– Gracias -musité.

– Pero sabed que me debéis la vida -dijo en voz más baja- y todo el mundo tiene que pagar sus deudas con el Rey Ribaldo.

Yo no discutí, sólo deseaba encontrarme dentro de la tienda de Guillermo.

– Me han dicho dos cosas muy interesantes -bajó más la voz y se detuvo susurrándome al oído-, la primera es que vos sois de Béziers, quizá el único de sus habitantes que salvó la vida.

Le miré sorprendida. Me habían reconocido y sin duda sabría ya la historia de Guillermo rescatándome a costa de la vida de dos de los suyos.

– Así que fue uno de los Montfort el que desobedeció al abad del Císter… Vaya, vaya. Y además, hay otra cosa…

Callé de nuevo y miré los ojos azul desvaído, fríos, del hombre.

– Uno quiso retorceros las partes hace un momento, durante el tumulto. Y no las encontró.

Soltó una carcajada y sus labios susurraron entre los cabellos que cubrían mi oreja:

– Renard sabe ya tres secretos: sois mujer, escapasteis con vida de Béziers y fue gracias a un Montfort.

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