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«Qe.l cor n'ai trist e.n vauc dolens car no fui al vostre socors…»

(«Tengo el corazón triste y doliente puesto que no acudí a ayudaros…»)

Guillem de Bergadá a la muerte de Ports de Mataplana


Cuidé de mi caballero con devoción. Me gustaba tocarle, darle mis caricias cuando nadie nos veía, y él respondía tierno. Notaba el amor creciendo en mi pecho, ahora sin trabas, sin obstáculos. Cuando Hugo se sintió recuperado, me propuso que dejáramos Cabaret y que fuera con él a su tierra, repitiéndome que sería recibida en Mataplana como una reina. Comprendí que abandonar la seguridad de aquel lugar, los baluartes encaramados en el monte, su mundo de música, amor y Joy me entristecía. Pero todos, y los señores del castillo los primeros, sabían que aquel universo bello no duraría mucho, que era efímero, y la anticipación de la añoranza acrecentaba el gozo del momento.

– Crucemos los Pirineos por Foix antes de que llegue el invierno -me decía mi amado-. Del otro lado reina la paz. Hace cientos de años que no hay incursiones sarracenas en las tierras de mis padres. Allí estaréis a salvo.

Me inquietaba pensar en cómo me recibiría su familia y muchas veces me sorprendía contemplando el camino que serpenteaba por el valle y que conducía, lejos de la seguridad de Cabaret, al mundo y a Mataplana.

Naturalmente, acepté. Mis ojos se llenaban de lágrimas al pensar en Guillermo, pero el destino había decidido por mí. Entonces comprendía lo mucho que quise al franco, pero también que amaba a Hugo más aún, y que ahora todo mi cariño era suyo. También deseaba volver a vestir como una dama, comportarme como una dama, coquetear como lo hacía Orbia, aunque con mucho más recato. Deseaba y temía salir de aquel lugar irreal, irrepetible por lo hermoso, por el hechizo de amor que parecía protegerle.

No obstante, había que enfrentarse al exterior. Deseaba encontrarme a solas con mi amado, fuera del ámbito indiscreto de Cabaret, donde se vivía a la vista de los demás, para caer en sus brazos y ofrecerle todo lo que yo era y tenía a cambio de recibir lo mismo suyo.

Pero teníamos una misión que cumplir antes de abandonar Cabaret y Hugo le pidió a su amigo, el señor del lugar, los documentos que faltaban.

– Si la Dama Loba los tomó, ella os los debe devolver -repuso Peyre Roger-. Es con la Dama con quien tenéis que hablar.

Hugo solicitó una entrevista y fue recibido con toda la galantería que sabía desplegar Orbia de Pennautier. La encontró como ella esperaba a sus visitas, tocando la vihuela con arco en aquel su salón dormitorio donde reinaba el unicornio. Después de hacerle una reverencia, el caballero aguardó paciente a que la dama terminara. Era una excelente intérprete.

El de Mataplana quiso, aun manteniendo los modales que su nobleza y la Fin'Amor exigían, ir directo al asunto que le ocupaba.

– Señora -le dijo después de todos los saludos y cortesías protocolarias-, en nombre de Sión he de pediros que me entreguéis los documentos que guardáis y que formaban parte de los legajos que Aymeric de Canet, el maestre del Temple, confió a vuestro cuñado Peyre Roger.

– ¿Los escritos de la séptima mula? -repuso ella sonriente después de una pausa.

– A ésos me refiero, señora.

La Dama Loba rió.

– Mi buen Huget, bien sabéis cuánto os aprecio. Y también a vuestro padre. Y en nombre de este amor, os emplazo a que me digáis cuál es vuestro derecho para pedírmelos.

– Luego no negáis su posesión.

Orbia volvió a reír mostrando sus blancos dientes, entrecerrando sus ojos azules y echando su cabellera rubia atrás. Su tenue camisón sugería unos hermosos pechos que se movían libres debajo.

– ¿Para qué negar lo que sabéis? -dijo al terminar-. Vos y yo nos apreciamos demasiado. Sólo os pido que me digáis cuál es vuestro derecho a esos documentos.

– No es mi derecho, sino el del señor que me envía y que represento. El Gran Maestre de Sión.

– ¡Ah! -exclamó la dama-. Así que es él…

Hugo afirmó con la cabeza. Y dejando que su mirada huyera por uno de los grandes ventanales de su torre, Orbia suspiró.

– No tengo más opción que daros lo que me pedís -la picardía había regresado a su sonrisa-. ¿Verdad?

Hugo respondió inclinando la cabeza, cortés.

– Pues no os los daré -una risita contenida acompañaba la negación.

Él la miró sorprendido.

– Me los tendrá que pedir vuestro escudero -añadió la dama.

Fui a visitar a la Dama Loba con mi malla de hierro puesta para disimular mis formas y vistiendo mi disfraz de pajecillo encima. La encontré como siempre, tocando un instrumento, esta vez un salterio. Por el contrario, ella sí se encargaba de resaltar, aunque discreta, sus curvas femeninas. Todo en aquel lugar estaba pensado para la seducción, para el juego amoroso, para el goce infinito del Joy.

– Bienvenido seáis, Peyre -dijo al verme.

Aún pulsó unas cuantas notas más y al fin se levantó a recibirme. Yo hice una cortés reverencia como correspondía a un paje frente a la dama del castillo. Ella imitó riendo mi saludo y, cogiéndome la mano, me invitó a sentarme en unos almohadones que estaban colocados encima de su cama. Por un momento pensé que pretendía seducirme y aquello me puso muy nerviosa. Mi alarma creció al empezar ella a hablarme en tono amoroso mientras sus cálidas manos tomaban las mías.

– ¿Sabéis que sois un hermoso pajecillo?

Pensé que enrojecería.

– Gracias, señora -repuse-. ¿Qué queréis de mí?

– Vuestro caballero me ha pedido ciertos documentos…

Calló aguardando que yo hablase, pero me mantuve en silencio a la espera de que continuara.

– Y le dije que sólo os los daría a vos…

– Pues dádmelos -repuse con sequedad.

Ella volvió a reír.

– ¿Sabéis? Siempre percibí cierto antagonismo en vos.

– ¿Por qué no me rendía a vuestros encantos como los demás hombres?

Otra vez su risa cantarina. De no saber que eso era lo esperado en una dama practicante de la Fin'Amor, hubiera pensado que se burlaba de mí.

– Sí, por eso y porque con ese sexto sentido que tenemos algunas mujeres percibía vuestra rivalidad.

– ¿Rivalidad?

– Exacto, rivalidad -sonreía con la boca, con sus ojos azules, con sus bucles dorados. No me sorprendía que fuera la reina de la seducción-. La misma rivalidad que sentiría una doncella si una dama coqueteara con su caballero.

– ¿Dudáis de mi rectitud moral? -repuse escandalizada-. ¿Creéis que soy uno de esos pajes que complacen a sus señores?

– No. Creo que sois una dama.

Me quedé callada. Cierto era que había barajado la posibilidad de que la perspicaz señora me descubriera, pero aun así me sorprendió.

– Y no sois una dama cualquiera -insistió-. Sois Bruna de Béziers, la llamada Dama Ruiseñor, aunque, según los documentos en mi poder, se os debiera llamar Dama Grial.

– ¿Qué os hace suponer eso? -inquirí tratando aún de disimular.

– Yo sé muchas cosas, querida señora. A los hombres les gusta hablar cuando están enamorados, quieren impresionar a su dama o necesitan desahogarse. Y sus escuderos lo hacen con mis criadas. Por aquí vino un caballero faidit, su escudero y un franco e hicieron muchas preguntas. Creían ser discretos, que nadie sospecharía. Preguntaban por Guillermo de Montmorency y por vos.

De nuevo me miró por un rato mientras yo callaba, considerando que era estúpido fingir frente a ella.

– Y se enteraron de que íbamos a Narbona -dije.

– Siento si eso os puso en peligro, pero yo no lo supe hasta que me lo contaron mis damas. Aquí todo el mundo os conocía y no era un secreto dónde ibais.

Orbia se levantó, anduvo unos metros hasta un arcón y extrajo un par de hatillos de documentos. Al volver a sentarse junto a mí, me miró intensamente a los ojos y me dijo:

– Como sabréis, Aymeric de Canet, el templario, quiso poner en lugar seguro la carga de esa séptima mula que arrebató a los asesinos del legado Peyre de Castelnou y se la confió a mi cuñado al ser éste caballero de Sión y considerar Cabaret un lugar seguro frente a los invasores. Pronto lo supe todo y confieso que, al enterarme de la naturaleza del secreto, sentí envidia. Mucha gente me llama a mí la Dama Grial, identificando al Joy como tal. Y ciertamente he estado orgullosa de ese título. Sin que mi cuñado se enterara, accedí a los legajos y supe que una tal Bruna de Béziers era descendiente directa de Cristo, que por sus venas corría su sangre. Y supe que la Dama Grial era ella, por razones muy distintas y más poderosas que las mías. Por eso guardé conmigo parte de los documentos, precisamente los que certifican las últimas generaciones de vuestros ancestros hasta llegar a vuestros padres.

Y me entregó los pliegos.

– Aquí los tenéis; son vuestros. Confieso mi arranque de celos y os pido perdón. Ahora que os conozco y que sé más, no envidio vuestro destino. Vos sois la Dama Grial.

Me quedé mirando su rostro. Pocas veces había visto a Orbia con ademán serio. Y estando tan cerca aprecié que, en la blanca piel de la reina del Joy, se dibujaban unas arruguitas en la frente y a los lados de los ojos. Fue entonces cuando me di cuenta de que también yo, después de detestarla, había sucumbido al encanto de la Dama Loba. Ahora que renunciaba ella a su aire de reina, que se me ofrecía humana, era cuando tocaba mi corazón.

Tomé su mano y la besé. Y ella me abrazó y, a pesar de lo molesto de las mallas de hierro, notaba su contacto cálido, perfumado, tranquilizador. Estallé en llanto. Ya no era mi rival, la sentía como madre y supe que no era famosa sólo por su belleza, ingenio y gracia, sino también por la ternura que sabía dar.

– Vos sois la verdadera Dama Grial -le dije una vez hube desahogado mi tensión en sus brazos-. Yo no quiero ese título.

– No, vos lo sois. Por vuestras venas corre la verdadera sangre real, la más «Sangreal» que puede existir. La sangre de Cristo.

– Pero es a vos a quien la gente llama así.

– Son cosas muy distintas. Por eso al principio sentí envidia y ahora ya no. Son griales de naturalezas diferentes. Muchos poetas hablan del «Grial» y pocos se ponen de acuerdo en qué es realmente, porque cada uno anda caminos distintos en la vida y su búsqueda es distinta. El Grial varía con cada persona, porque es un espejo que refleja nuestras ansias.

Nos quedamos en silencio, pensativas, con nuestras manos aún unidas.

– Vuestra vida, vuestra sangre es preciosa, Bruna -dijo al rato-. Cuidaos.

– Gracias, señora.

– Pero recordad que más vale el amor, porque vuestra sangre, aunque algunos la crean divina, no deja de ser sólo cuerpo, y éste es mortal, y según dicen los cátaros, pertenece al diablo. El amor es el valor último. Ése es mi Grial.

Cuando nos despedimos, la hermosa Loba de Cabaret hincó la rodilla ante aquel jovenzuelo, abrumado por el secreto de su propio origen, y le besó la mano, reverente.

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