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«L'aucis en traído dereire en trespassant, e.l ferit per la esquina am son espeut trencant.»

[(«Lo mató a traición traspasándolo por atrás, hiriéndole en el espinazo con su afilada azcona.»)]

Cantar de la cruzada, I-4


Saint Gilles


Guillermo de Montmorency y Jean empezaron a sudar en la cripta cuando trataban de bajar la losa que cubría la tumba de Peyre de Castelnou. Nada más entrar en el recinto, habían percibido el «olor de santidad», «una fragancia suave pero penetrante, tanto que al abrir la tumba las gentes creyeron que la habían llenado de perfumes» que, según relataban los monjes, el cuerpo del futuro santo exhalaba. Los hachones que Jean escamoteó en su celda, escondidos bajo el jergón, iluminaban ahora la siniestra escena y, cuando lograron mover la losa, dejando ranuras suficientes para poder sujetarla con las manos, el olor se hizo mucho más intenso.

– Pues si los santos se miden por sus aromas -bromeó Guillermo-, éste lo debe de ser mucho.

De hecho, la fragancia era tal que por un momento pensaron

que se mareaban, pero recuperándose, contaron hasta tres y al fin consiguieron elevar la piedra y depositarla en el suelo sin estropicios. Hubo un instante de vacilación, pero era tarde para sentir reparos y, a pesar de lo intimidante de la escena, Guillermo tomó la iniciativa y, elevando un hachón, iluminó el interior de la sepultura.

Vieron un cuerpo colocado boca arriba, vestido con hábito cuya capucha le cubría la mitad del rostro, y las manos cruzadas sobre el pecho.

– Saquémosle.

Guillermo lo tomó por la parte superior y Jean, por la inferior. Peyre pesaba poco y fue fácil sacarlo y ponerlo en el suelo, pero el contacto frío de la piedra y el tacto mórbido del cuerpo les hizo estremecerse. Le desnudaron y vieron a un hombre de unos sesenta años, pequeño de estatura y delgado, pero de gesto enérgico. Aun cadáver, el abad inspiraba respeto y el joven cruzado se preguntó si era su entrometida curiosidad, el diablo o ambas cosas a la vez lo que le llevaban a cometer tal profanación. Pero no era momento para lamentaciones ni titubeos, tenía un objetivo que cumplir.

Con la ayuda de Jean, que sostenía una antorcha, examinó el cuerpo con cuidado, con delicadeza, sintiendo que en cualquier momento Peyre se podía incorporar para recriminarle tan deplorable acción y condenarle al infierno.

Guillermo vio una única gran herida. La azcona había penetrado por la derecha de la espalda, de arriba abajo, saliendo por delante hacia la izquierda. El asesino estaba sobre un caballo, por encima del abad y había acertado en el centro del espinazo partiéndolo en dos. Lo que hacía de aquél un cadáver extraño, ya que parecía dos piezas unidas sólo por un poco de piel y escasa carne. Fuera de eso sólo apreciaron unos rasguños menores en la cabeza, seguramente causados por la caída de la mula.

– Pons nos quería ocultar que el cadáver fue embalsamado -comentó Guillermo.

Palpó de nuevo el espinazo roto y murmuró:

– Y se inventa la leyenda del santo. Lo que cuenta de Peyre absolviendo a su asesino mientras le miraba a los ojos es una patraña. No creo que al ser atacado por la espalda y con semejante herida pudiera ni siquiera verle, se debió de desplomar de inmediato. Al joven no se le escapaba la trascendencia de aquello. La jugada había sido predicada contra el conde de Tolosa como asesino de un mártir, de un santo. Y un buen motivo para iniciar un proceso de beatificación de alguien de vida ejemplar era encontrar su cuerpo incorrupto un año después de su inhumación y en aroma de santidad». Y era obvio que el cadáver había sido embalsamado. De los muchos argumentos usados por el obispo Fulko de Marsella y el abad del Císter, Arnaldo, al predicar la cruzada, casi todos se basaban en la monstruosidad del conde. Dijeron que se acostaba con sus sobrinas y que había hecho acuchillar a un sacerdote que le recriminaba su impiedad. Y añadían, con toda profusión de detalles, que no contento con semejante infamia, hizo descuartizar y machacar el cuerpo del clérigo con un crucifijo de hierro. Un verdadero sacrilegio, pero sin duda la muerte de un bienaventurado como Peyre de Castelnou era el mayor de sus pecados.

– Ahora sabemos cómo se hace un santo -murmuró Guillermo-y también cómo se fabrica una cruzada.

Después volvió a examinar el lívido cadáver. Había algo en aquella herida inusual. El caballero quedó unos instantes pensativo antes de requerir la ayuda de su criado. -Extraño, muy extraño -dijo.

Depositaron el cuerpo, con todo cuidado, en su tumba y, una vez colocada la losa, el cruzado se arrodilló junto a su escudero y, a pesar de la inquietud de éste, que temía fueran descubiertos, rezó largo tiempo para que el Señor le perdonara lo que acababa de hacer.

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