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«Todo lo acontecido fue desvelado a los sabios, mas el final está oculto, cerrado y sellado.»

Yehuda Ha-Levi, 104


Angustiado, Hugo continuó su búsqueda interrogando a unos y a otros. Prometió propinas a varios golfillos que conocían a Sara si le conducían a ella. Pero no por ello detuvo sus pesquisas. ¿Dónde podría esconder el arzobispo a alguien si no era en su palacio fortaleza? Había rumores de construcciones subterráneas que minaban la ciudad y que estaban allí desde hacía mil años, desde el tiempo de los paganos. También sobre unos seres ni vivos ni muertos que habitaban aquellas cavernas. Pero nadie sabía o quería hablar de los posibles accesos.

Cuando pasado el mediodía un muchachito descalzo y con la carita sucia llegó anunciando que había visto a la hebrea, Hugo se puso a correr tras él por las calles rezando para que fuera verdad. Otro chiquillo informó al primero que la mujer había entrado en una casa del barrio judío. Le dijo que aquélla era su vivienda y que habitaba con su hija de quince años. Hugo se alegró; si la chica se encontraba en casa, tendría con qué amenazarla. La puerta, como muchas en el barrio, permanecía abierta durante el día y Hugo se deslizó dentro desenfundando su daga.

Estaba en una estancia dominada por un gran cono lleno de hollín pegado a la pared y que hacía de chimenea, de la que colgaban matojos de hierbas secándose; era a la vez cocina, comedor y sala. Hugo avanzó hacia la habitación anexa, se asomó y vio a la mujer, que preparaba un hatillo. Al oír un ruido, ella se giró y sus ojos fueron desde los de Hugo a la daga que éste enarbolaba. El de Mataplana la sujetó, agarrándola de camisa, al tiempo que le ponía el cuchillo al cuello.

– Os voy a matar, bruja judía -le dijo sin más preámbulos.

Ella le miró a los ojos y repuso serena:

– Si quisierais morderme, señor de Mataplana, no me ladraríais. ¿Qué deseáis?

– Habéis vendido a la Dama Ruiseñor al arzobispo. Vos sabéis dónde está. Ella, a cambio de vuestra vida y la de vuestra hija.

– Nada le podéis hacer a mi hija, está en otra ciudad, con parientes.

Hugo colocó la daga bajo el pecho de la mujer para presionar con ella, pinchándole. Sara le cogió de la muñeca.

– Soy vuestra única esperanza de recuperar a la dama, ¿verdad?

Hugo continuó hiriéndola a pesar de que ella se resistía sujetándole la muñeca. Sin embargo, ninguno se esforzaba en ir más allá. Era una negociación física.

– Queréis salvar a Bruna de Béziers -continuó Sara al rato- y no tenéis la más mínima idea de cómo hacerlo. ¿Por qué no dejáis de portaros como un chiquillo jugando con cuchillos y tratamos el asunto con seriedad? Al fin y al cabo, yo soy vuestra única esperanza.

El de Mataplana aflojó la presión y la miró sorprendido. No estaba acostumbrado a que le hablaran así y le sorprendía esa reacción de la mujer.

– ¿Es que tenéis algo que tratar?

– Sí, y soltadme -dijo ella librándose de Hugo de un manotazo.

– ¿Queréis dinero?

– Dinero no me iría mal, pero hay algo más importante. Sentaos en ese taburete.

Hugo obedeció mientras ella se acomodaba en un banco.

– ¿Qué es? -preguntó él.

– Esta noche Berenguer crucificará a Bruna a semejanza del suplicio de Jesús.

– ¿Qué? -Hugo se levantó de un salto.

– Un rito de sangre, un sacrificio humano.

– ¿Por qué?

Sara le sujetó por el brazo indicándole que se sentara de nuevo, y Hugo obedeció.

– Porque él cree que ella es descendiente directa de Cristo y que en sus venas corre casi la misma sangre. Así como el sacrificio de Cristo trajo, según la creencia católica, la salvación de la humanidad, él quiere hacer lo mismo con Bruna.

– ¿Qué busca?

– La creación de algo parecido a seres humanos.

– ¡Está loco! -exclamó Hugo estupefacto-. ¿Se cree Dios?

– Exacto, eso parece -repuso Sara-. Para los judíos el mal procede de la cólera del Creador, de Adonai. Temo que las acciones de Berenguer, pretendiendo actuar como Dios, desaten las iras de Éste y que mayores males caigan sobre nuestro pueblo de Israel.

– ¿Y qué tienen que ver sus actos con vuestra gente?

– Mucho. Él mismo se cree descendiente de Cristo a través de una compleja genealogía que empieza con Jesús de Nazaret, María Magdalena y de la hija de ambos, y que continúa hasta los reyes judíos de Septimania, cuya capital, hace cuatrocientos años, era precisamente Narbona. Algunos cruzados recuperaron en Jerusalén y Alejandría documentos que fueron escritos, al parecer, poco después de la muerte de Cristo y…

– Sí, eso ya lo sé -cortó Hugo impaciente-; ésa era la carga de la séptima mula. ¿Sabéis dónde guarda el arzobispo esos documentos?

– Sí.

Hugo calló pensativo. Le extrañaba que Sara le hablara tan abiertamente, sin necesidad de amenazas, e intuía que la mujer, sin saber aún por qué, estaba dispuesta a ayudarle y que ésa era la única posibilidad para él de salvar a Bruna.

– El arzobispo cree que la Dama Ruiseñor posee una pureza de sangre mucho mayor que la suya con respecto a Cristo -continuó Sara, que, ante el silencio del caballero, parecía no querer perder tiempo- y que él, entre todos los grandes nobles, es genealógicamente el más cercano al Salvador cristiano. Y que eso le confiere derechos reales. Considera una usurpación que el título de conde de Barcelona pasara a su hermano menor junto al título de rey de Aragón, máxime cuando dicho reino le fue entregado a su padre como príncipe en el momento que se pactó el matrimonio con Petronila. Berenguer debiera haber sido conde, aunque vasallo de su hermano. Además, al mezclarse la sangre judía y merovingia de Barcelona con la de Aragón, alega que su hermanastro se alejó de la genealogía de Cristo. Y peor aún es el caso de su sobrino, el rey Pedro II, ya que su madre, princesa castellana, aportó más sangre visigoda.

– ¿Y qué es lo que pretende?

– Quiere el papado -repuso Sara-, pero no uno cualquiera; desea dominar Europa como un papa-emperador cuyos súbditos serían los reyes cristianos. Su genealogía, los documentos de la séptima mula, le darían la legitimidad.

Hugo quedó de nuevo en silencio. Locura o no, ahora entendía al arzobispo y al legado papal, sólo que el abad del Císter veía el peligro en Bruna y en los nobles occitanos que apoyaban a Sión, sin darse cuenta de que la carga de la séptima mula también podía favorecer a otros como Berenguer y darles legalidad.

– Por eso quiere sacrificar a Bruna, ¿verdad? -dijo Hugo al rato-, para eliminar competencia.

– No es ése su motivo. Quiere su sangre para ejecutar un rito de poder máximo.

– ¿Y qué papel tenéis vos y los vuestros en ello?

– Uno importante. Berenguer, consciente de su ascendencia semita, siempre nos ha protegido. Cuando propuso a los líderes de mi comunidad la resurrección del reino judío de Septimania, causó entusiasmo en unos y recelo en otros. Yo estaba entre los que le apoyaron sin reservas. Es más, vigilé a Bruna en Béziers e informé a Elie, el mayordomo de Berenguer, que organizó la intentona de secuestro que vos desbaratasteis. Conozco de hierbas y el Señor me ha dado poderes de videncia y eso le interesa mucho a Berenguer, cuya busca de poder le ha llevado a practicar alquimia y a proteger a los cabalistas que se dicen capaces de ciertas prácticas ocultas. Al iniciarse la cruzada, nuestra comunidad se vio más amenazada y, cuando el proyecto del arzobispo se concretó, se radicalizaron las posturas a favor y en contra. Cuando vi a Bruna disfrazada de paje, nada le dije a Berenguer, puesto que sus prácticas me producían ya rechazo, pero sí a Salomón, mi rabino. Y éste, que espera ser el nuevo rey judío de Septimania, se lo contó a Berenguer. Yo desconocía por completo los planes del arzobispo para oficiar un rito de sangre y sacrificio humano con Bruna. Será igual que Isaac con su hijo, sólo que en esta ocasión no habrá ángel que detenga la mano asesina.

– No entiendo. ¿Por qué renunciáis a la protección de Berenguer?

– Lo entenderíais si hubierais visto lo que yo esta mañana.

– ¿Qué visteis?

– La peor de las magias negras. Jamás pensé que el arzobispo pudiera llegar a eso y yo no quiero formar parte de ello. Adonai estallará en cólera y todos los males caerán sobre la Tierra, en especial sobre los que ayudemos en ese rito sacrílego y sobre nuestras familias, las del pueblo judío. Porque nosotros fuimos los escogidos para traer la gracia de Adonai al mundo, somos más conscientes que el resto de las naciones y, por lo tanto, somos más responsables.

– ¿De qué se trata esa nigromancia?

– ¿Habéis oído hablar alguna vez de los golems?

– No.

– Hace un tiempo, un estudioso profundo del Sefer Yetzirah, nuestro libro de la creación, habiendo llegado a un nivel muy alto de misticismo y pureza, quiso imitar la creación del hombre por Dios. Construyó una figura de barro, tal como era Adán en sus orígenes, escribió en su frente Emeth, que quiere decir «verdad», y usando el verbo consiguió darle vida.

– ¿Vida a una figura de barro?

– Sí.

– No lo puedo creer.

– Pues mejor será que lo creáis, porque pronto tendréis que enfrentaros a ellos.

Hugo se rascó la cabeza escéptico, pero no quiso cuestionar a Sara, ya que ella era su único vínculo con Bruna.

– ¿Qué es eso del verbo?

– El verbo es la acción, es el deseo, el poder, y los maestros de Cábala lo representan por combinaciones de letras y sus sonidos. Unas son fuego; otras, agua; otras, tierra y otras, aire. Cuando se conoce el nombre secreto de una cosa, la combinación de los cuatro elementos, sus letras, pronunciación y volumen, se controla y posee aquella cosa.

– ¿Y con ello se da vida a una estatua de barro?

– Con eso y más. Los golems antiguos han sido torpes y los pocos grandes maestros que los tuvieron los usaban como criados.

Eso era todo. Pero Berenguer, con la ayuda de Salomón ben Abraham, ha transgredido todo al hacerlos soldados. Sin embargo, por el momento sólo había conseguido lo mismo que maestros anteriores: seres torpes y mudos que, a pesar de manejar las armas, eran pobres guerreros. Eso hasta hoy.

– ¿Hasta hoy qué?

– Hoy ha usado el verbo dentro de una gran sala de proporciones áureas; las del número de oro, el número de la creación…

– Sí, lo conozco; es el número de la cadencia que convierte el canto en encantamiento. Sé que algún trovador también lo busca.

– Ciertamente. En el subsuelo de la ciudad se esconden unas extensas catacumbas que datan de tiempos paganos. En el centro del laberinto que forman, existen tres salas conectadas entre sí. Mantienen proporciones áureas, el número 1,6238, entre la mayor y las dos menores, y en sus dimensiones de largo, ancho y altura. Pero, además, también usa el número de oro en la métrica, en cómo se declaman las palabras secretas, y de esa forma logra la resonancia que maximiza el poder del verbo, conecta con la fuerza de la creación, y pretende dirigirla…

– Eso es acercarse demasiado a Dios…

– Así es; demasiado -le cortó Sara-. Lo que hoy he visto sobrepasa todos los límites. Hasta el momento nadie podía crear un golem que se asemejara al hombre simplemente porque ningún hombre puede imitar a Adonai, el Creador. Pero hoy, Berenguer lo consiguió.

– ¿Qué? -Hugo se sorprendió aún más-. ¿Gracias al verbo en proporciones áureas?

– Una combinación de cábala, sonido y alquimia, pero sobre todo de sangre. La sangre de Cristo; la más poderosa de las reliquias.

– ¡La sangre de Bruna!

– Sí, la sangre de Bruna.

– ¡Entonces, es verdad! ¡Ella es la verdadera Dama Grial, la descendiente directa de Cristo!

Sara quedó pensativa y movió la cabeza negativamente.

– No necesariamente -dijo al fin-. Eso equivaldría a afirmar la naturaleza divina de Cristo y que esa naturaleza divina pudiera pasar de un cuerpo físico a otro, procreando Dios con los humanos. Eso reduciría a Adonai a condición humana.

Hugo calló y trató de asimilar todo aquello. Estaba confundido.

– Entonces, ¿qué otra explicación hay?

– La fe -repuso ella-. La convicción del nigromante. Si Berenguer cree estar usando algo verdaderamente divino, su hechizo adquiere una fuerza sin parangón.

– ¿Y ha conseguido seres casi humanos?

– Ha logrado un ser terrible al que ha llamado Adán, por ser el primero creado de la nueva especie. Es más alto, más fuerte que un hombre normal y casi invulnerable. Nace sabiendo luchar como un guerrero consumado; es invencible. Y esta noche el arzobispo dará vida a todo un ejército de sus iguales que tiene en espera. Muchos humanos, por convicción, temor o codicia de botines y tierras, están deseando unirse a ese ejército inexpugnable y resucitar el reino judío de Septimania. Berenguer espera que los nobles occitanos se unan a él y también que lo haga su sobrino, el rey de Aragón; juntos arrasarán a los cruzados.

– No entiendo -repuso Hugo anonadado-. ¿Cómo puede hacer eso? Dios puso un alma en el hombre y ésa es su realidad última. ¿Cómo pueden esos monstruos ser sólo de materia, no tener espíritu?

– Sí tienen alma.

– ¿Qué?

– Es la parte más terrible del ritual -Sara miró intensamente a Hugo-. Su cuerpo es barro que se transforma en una especie de materia semejante a la carne y al hueso, pero en el proceso se encarcela un alma dentro de ese organismo.

– ¿Y de dónde sale el alma?

– Son almas de difuntos que aún están en la Tierra, que no se han elevado. Para un católico serían algo así como entidades del purgatorio. Berenguer atrae a las de soldados que han muerto recientemente y llevan consigo el saber de armas. Ese saber se multiplica por su sortilegio.

– Pero ¿y si ellos no quieren regresar?

– No importa lo que ellos quieran, el poder del verbo, de la alquimia y de la sangre les supera. Pierden toda conciencia anterior y obedecen ciegamente a su creador. Y éste es Berenguer.

Hugo cerró los ojos; le costaba un gran esfuerzo asimilar el relato de la bruja, aquella historia de magia negra, y oscilaba entre la incredulidad y el temor. Poco miedo acostumbraba a tenerles a los vivos, pero los difuntos le causaban un pavor supersticioso. Al poco, venciéndole su aprensión hacia aquella nigromancia que resucitaba muertos, un visible temblor sacudió su cuerpo.

– Tomad -le dijo Sara pasándole un vaso de vino-. Dejad de temblar, recuperad el ánimo. Bruna os necesita con todo vuestro coraje y yo también. Vos queréis salvarla. Yo y la mayoría de los míos queremos impedir ese insulto a Adonai y que su ira caiga de nuevo sobre el pueblo de Israel.

El de Mataplana bebió el vino de un trago y lamentó no tener con él a Guillermo.

– Así; tomad valor -le dijo la mujer-, que esta noche deberéis enfrentaros a vuestros mayores miedos.

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