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«Le vescoms de Bezers

intrec a Bezers un maiti al l'albor

e enquer jorns no fu.»

[(«El vizconde de Béziers (Trencavel)

entró en Béziers una mañana al alba

antes de que el día despuntara.»)]

Cantar de la cruzada, II-15


Béziers


Había deseado tanto ver a Hugo de nuevo… Soñaba con él dormida, soñaba con él despierta. Imaginaba que, a su regreso, mis días se llenarían de trovas, canciones y miradas enamoradas.

Pero la noticia de su aparición vino junto a la presurosa llegada de nuestro señor el vizconde Trencavel. Cuando les vi, en la casa de mi padre, sentí que mi corazón estallaba de gozo. Hugo hablaba al vizconde con la naturalidad de un amigo y me llené de esperanza. Quizá el vizconde quisiera hablar a mi padre en nuestro favor y él, que me adoraba, escucharía al fin las súplicas de su hija. Quería que Hugo tuviera mi alma y mi cuerpo. No quería ser infeliz como mi madre lo fue, desgajada en dos; el cuerpo para mi padre, el corazón entregado a Sans.

Pero algo iba mal, las formas del vizconde no eran tranquilas y sonrientes como nos tenía acostumbrados, aquellas que le convertían en modelo de caballeros, en especial frente a las damas. De hecho, al entrar, pareció no percatarse de la presencia de las señoras que le observábamos desde un extremo del patio.

Convocaron con urgencia a Simón, el baile judío de Béziers. Así como mi padre era el representante militar del vizconde, él había sido, hasta hacía poco, su regidor en cuanto a impuestos y administración. La reunión se celebró en el gran salón de nuestra casa y yo logré escabullarme de mi ama para escuchar tras la puerta que daba a nuestras dependencias familiares y que, a diferencia de la que comunicaba con el patio, no tenía guardia armada. Quería oír la voz de mi querido Hugo.

Pero por desgracia oí mucho más.

– Saint Gilles se salvó al ser dominio del conde de Tolosa y Montpellier es posesión, por matrimonio con María, del rey Pedro II. El Papa dio órdenes específicas para que fuera respetada -comentaba Hugo-. Béziers será la primera ciudad sobre la que caiga la cruzada.

– Tenemos buenos muros y he ordenado a los campesinos de la comarca que se refugien en la ciudad con todas sus provisiones -dijo mi padre-. Nuestros ciudadanos se jactan de sus libertades y del coste que pagaron por ellas; pienso que querrán resistir.

El joven vizconde asintió. Bien conocía el carácter orgulloso e independiente de los habitantes de Béziers, los llamados biterrois. Cuarenta años antes su abuelo Trencavel había sido asesinado por algunos burgueses de la ciudad a las puertas de la iglesia de la Magdalena durante una disputa sobre derechos ciudadanos. El obispo, que apoyaba al vizconde, escapó de milagro sólo con varios dientes rotos. Dos años después, el padre de Raimon Roger Trencavel vengó al suyo, llegando a un acuerdo con los biterrois, que fue roto de inmediato para masacrar a los responsables del asesinato, entregando a las esposas de éstos a sus mercenarios aragoneses y catalanes precisamente el día de la Magdalena. Los ejecutados fueron considerados héroes por la mayoría de la población. No, los biterrois no se sometían con facilidad.

– Yo también creo que resistirán -intervino Simón-, pero si el sitio termina en negociación, tanto cátaros como valdenses y judíos seremos entregados a los cruzados -y dijo dirigiéndose al vizconde-: Señor, os pido que dejéis que los judíos nos refugiemos en lugares más seguros.

– Bernard, ¿creéis que la marcha de los judíos desanimaría la resistencia de la ciudad? -inquirió el vizconde.

– No lo creo -repuso mi padre-. Simón está en lo cierto: si hay negociación, los cruzados no se irán de aquí sin derramar sangre. Sólo perdonarán a los católicos.

– Por otra parte, si la ciudad resiste, tendrán que abandonar el sitio antes del mes -dijo el vizconde-. Precisamente su debilidad reside en su cantidad. ¿Cómo alimentarán a doscientos mil combatientes si las provisiones de la comarca están encerradas en Béziers?

– Agua del río Orb no les faltará, pero tampoco a nosotros, que tenemos pozos excavados por debajo del nivel freático. No pasaremos sed y ellos no tendrán tiempo de desviar la corriente -comentó mi padre-. Agosto puede ser muy caluroso y a mediados la mayoría habrá cumplido los cuarenta días de servicio a la cruzada que obliga el Papa. Aburridos y hambrientos, regresarán a sus tierras.

– Así pues, Bernard, ¿aconsejáis resistir? -inquirió el vizconde.

– Si los burgueses acuerdan hacerlo, como pienso que lo harán, debemos resistir. Esta tarde convocaré a los cónsules de la ciudad en la catedral de San Nazario.

– Yo partiré de inmediato a Carcasona para reunir tropas. Junto con mis nobles de la Montaña Negra, el Minervoise y Corbiéres, boicotearemos la retaguardia y a los suministros de los sitiadores -dijo el vizconde-. Hugo se encargará de reclutar mercenarios catalanes y aragoneses. Estoy seguro de que el rey Pedro, aunque no pueda intervenir, nos ayudará.

– Señor -preguntó Simón-, ¿qué actitud visteis en los cruzados? ¿Se podrá llegar a un acuerdo? ¿Alguna garantía para los judíos?

El vizconde intercambió una mirada con Hugo antes de responder. Cuando lo hizo, dijo:

– Fuimos con Hugo a Montpellier, donde ya ha llegado la cruzada. Buscaba negociar con Arnaldo, el legado papal y abad del Cister No quiso vernos. Si resistimos, hay que ganar. Ésa es la única garantía de supervivencia, tanto para judíos como para cristianos.

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