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«Lo Reis ditz entre dens "Aiso s'acabara aisi tot co us azes sus el cel volara".»

[(«El Rey repuso entre dientes: "Antes veréis a los asnos por el cielo volando".»)]

Cantar de la cruzada, III-29


Hugo de Mataplana cabalgaba al lado de su señor hacia la llamada puerta de Narbona, de la ciudad de Carcasona. Ese lugar de honor mostraba la confianza que Pedro II tenía en él, sobre todo en asuntos occitanos, y era envidia de muchos nobles catalanes y aragoneses. No en balde, el joven heredero de la casa de los Mataplana se vestía de juglar y andaba los caminos cantando en tabernas, palacios, ciudades y casas de labranza. Era querido en todos los estamentos sociales, conversaba, transmitía noticias y encargos. Con él llegaba la diversión. Pero también hacía circular rumores e ignoraba otros según le interesaba y recogía información, que reportaba tanto al Rey como a los grandes señores occitanos vasallos de éste. Hugo iba pensando en las difíciles circunstancias de su amigo el vizconde Trencavel y en cómo ayudarlo, sin reparar en aquel paje que, portando la insignia de los Montfort, se quedó mudo de asombro al reconocerlo. En su corazón anidaba un fiero deseo de venganza contra aquellos cruzados que asesinaron a sus amigos de Béziers, entre los que se encontraba su señora en el amor, la Dama Ruiseñor, cuyo bello recuerdo le llenaba los ojos de lágrimas torturándolo día y noche.

– ¡El rey de Aragón! -gritaron los soldados desde las almenas, y el vizconde corrió hasta una aspillera, desde donde se divisaba el camino que terminaba en la puerta principal, para verle.

– ¡Abrid la puerta! -ordenó ocupándose de organizar un pequeño comité de bienvenida.

Cuando el Rey descabalgó, Raimon Roger Trencavel lo recibió hincando la rodilla, pero Pedro II le hizo incorporarse y le abrazó.

– Vayamos al castillo -le dijo.

Y montando al lado del Rey, el vizconde les condujo al poderoso castillo pegado al recinto amurallado y que se erguía en el extremo opuesto a la puerta de Narbona. Las gentes vitoreaban a Pedro; la esperanza llenaba los corazones. ¡El Rey nos salvará!

Tan pronto estuvieron en la sala de audiencias del castillo, el vizconde Trencavel relató al Rey la matanza de Béziers y las barbaridades cometidas por los cruzados. Aquello no era sorpresa para Pedro, pues bien conocía la tragedia que, junto a su sentimiento de responsabilidad por su vasallo y sus súbditos, motivaban su presencia en Carcasona. Pero tenía palabras duras para el vizconde y así le habló:

– En nombre de Jesús, no podéis culparme por esto, pues os lo advertí con tiempo. Os ordené que expulsarais a esos herejes de vuestras tierras o al menos que pareciera que los perseguíais. Que estuvierais a bien con los legados papales, vizconde, estoy muy triste por vos, ya que esos insensatos os han traído tanto peligro y aflicción. Todo lo que puedo hacer es buscar un acuerdo con los señores francos, pues estoy seguro, y Dios lo sabe, de que ninguna batalla con lanzas y escudos os da esperanza alguna, ya que son mucho mayores en número. No podréis resistir hasta el final. Confiáis en la fuerza de los muros de vuestra ciudad, pero está atestada de gente, llena de mujeres y niños; os faltará el agua. Realmente, lo siento mucho. Estoy terriblemente apenado y por el afecto que os tengo y por nuestra vieja amistad, si me dejáis intentar mediar, haré todo lo que pueda por vos, menos cometer deshonor.

Todos quedaron en un silencio que contrastaba con la algarabía de las gentes que fuera del castillo continuaban vitoreando al Rey como salvador. Hugo observó la expresión de los asistentes; allí estaban los nobles montañeses, todos los de la Montaña Negra, encabezados por Peyre Roger de Cabaret, también muchos de los de Corbieres y el Minervoise. Ésos habían acudido en ayuda de su señor mientras que los de las tierras llanas, los que estaban en el camino de la cruzada desde Beziers a Carcasona, no teniendo la menor posibilidad de resistencia, se apresuraron a mostrar su sumisión al abad Arnaldo tan pronto conocieron que Béziers había sido arrasado. Sabían que el rey Pedro nada podía hacer militarmente en ayuda del vizconde; los cien caballeros que trajo consigo, unidos a los quince mil combatientes efectivos de Carcasona, no eran cifras contra un ejército de doscientos mil.

La respuesta del vizconde no podía ser otra:

– Señor, podéis hacer de la ciudad y de lo que en ella hay lo que mejor consideréis, pues somos vuestros como lo fuimos de vuestro padre, que tanto nos quiso.

El Rey regresó, junto a sus caballeros, al campamento y, dirigiéndose al duque de Borgoña, requirió que se congregara el consejo de los altos nobles. Al poco se reunían el conde de Nevers, el de Saint Pol, el senescal de Anjou y el propio duque.

Pedro les pidió condiciones favorables para que su vasallo pudiera someterse a la autoridad de la cruzada. Ellos respondieron que, como señores feudales ligados a un juramento y a unas reglas de fidelidad, admiraban sus esfuerzos por el vizconde y que contaba con todas sus simpatías, pero que estaban sometidos a la autoridad del Papa, a través de su legado el abad del Císter, y que nada podían decidir.

Hicieron llamar al legado Arnaldo, viejo conocido del Rey, por haber sido antiguo abad de Poblet. Pedro hubiera querido evitarle como interlocutor en la negociación; no le apreciaba personalmente, conocía su talante rígido y ya habían chocado con anterioridad por asuntos relativos a Poblet, pero no tenía otra alternativa.

Al cabo de horas de discusión en las que el abad exigía una rendición sin condiciones, éste, ante la presión de Pedro, que era un soberano bien visto por el papa Inocencio III, cedió, aunque sólo en lo mínimo.

– El vizconde de Carcasona y doce de sus caballeros podrán salir de la ciudad con todo lo que quieran llevar con ellos -sentenció el abad-. Todo lo demás quedará a merced de la cruzada.

Pedro, resentido, clavó sus ojos en el legado. Ésa era una concesión que, por lo humillante, insultaba al vizconde y al propio Rey que negociaba por él. ¿Quién podría creer que un caballero como Raimon Roger Trencavel se salvaría a costa de abandonar a los suyos?

– Antes veréis los asnos por el cielo volando -repuso Pedro airado-, a que el vizconde acepte tal felonía.

Y continuó porfiando por unas condiciones mejores, más allá de lo que su dignidad le aconsejaba, hasta que entrada la noche tuvo que retirarse al campamento del conde de Tolosa. No logró nada más para su vasallo.

El Rey se sentía vencido. Estaba triste y profundamente enojado. Hugo lo estaba mucho más.

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