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«Anc mais tan gran ajust no vis, pos que fus nat con fan sobre.ls eretjes e sobre'ls sabatatz.»

[(«Nunca en mi vida viera tanto gentío como él contra herejes y valdenses reunido.»)]

Cantar de la cruzada, I-8


No preguntes lo que no quieres saber, dice el refrán. Jamás debiera haber preguntado yo aquella mañana de primavera, y a veces me siento culpable cuando pienso que fue mi pregunta y la terrible respuesta que recibí lo que desencadenó tanta pérdida, tanto dolor. Dios es clemente haciéndonos ignorantes de nuestro destino.

Recuerdo que era una mañana transparente, hermosa, fría aún, de inicios de primavera. Y era jueves, el día grande de mercado en Béziers, el mejor de la semana para nosotras. Me encantaba curiosear los tenderetes y a mi ama, doña Bernarda, más aún. A los puestecillos habituales de cacharros, verduras, aves, conejos y corderos, se sumaban aquel día los de mercaderes ricos, con aromáticas especias, brocados, sedas, cajas de marfil o maderas nobles y perfumes…

A las once de la mañana, cuando salíamos a pasear, antes de la misa de doce, el mercado estaba abarrotado de gente, de gritos, colmado de colores vibrantes, rebosante de olores y mi ama no se cohibía en empujar o soltar un bramido con su fuerte acento de oíl a algún villano, para abrirme paso.

Yo estaba exultante. Hugo de Mataplana, ese juglar de modales de caballero, había reaparecido en la ciudad y en aquel momento seguía mis pasos mostrándose sonriente, pero se ocultaba, travieso, de la ceñuda mirada de mi ama entre la multitud. Yo no podía evitar corresponder con mi sonrisa a la suya. Sin duda, él era audaz y exageraba, cómico, el temor a mi voluminosa ama. Cuando, al cruzarnos apretujados entre la gente, vi que se agachaba como para recoger algo y noté un tirón en mi falda, me quedé estupefacta. Doña Bernarda iba adelante atareada, apartando a la chusma, y yo, impedida de seguirla, sin arriesgarme a perder la parte baja de mi vestido, me detuve sin saber qué hacer. Descarté de inmediato delatar a Hugo. ¡Menudo escándalo hubiera organizado mi ama! Pero él me devolvió la libertad enseguida, tras un instante para mí eterno entonces, pero que después, al recordarlo, se me antojaba demasiado corto. Besó el borde de mi falda, sonrió otra vez y, acercándose a mi oído, me recitó algo sobre las penas de amor que le causaba la Dama Ruiseñor.

No era la primera vez que furtivamente habíamos intercambiado palabras, pero en ésta quedé como flotando en una nube. Estaba acostumbrada a que me dedicaran trovas galantes. En casa de mi padre lo hacían todos los juglares que allí paraban, pero Hugo era especial. Era la comidilla de las damas y los rumores le hacían noble, hijo de un barón catalán, aunque él se hacía pasar por simple juglar trotamundos. Tenía deje sureño al hablar la lengua de oc y usaba alguna palabra foránea rimando sus poemas. Eso nos hacía concluir que además de juglar era trovador, siendo la mayor parte de lo cantado composición propia. Además, sus misteriosas idas y venidas, y los rumores de sus aventuras galantes, no hacían más que aumentar el interés y las especulaciones.

Sumando los dimes y diretes femeninos sobre su persona a su apostura y sonrisa, se entenderá que el corazón me batiera alocado y los colores me vinieran a las mejillas al oír el verso, furtivo, que me dedicaba.

¡Quizá quisiera pedirme que fuera su dama! Cuando Hugo desapareció, arrastrado por el gentío, me quedé emocionada e impaciente. ¿Cuándo me solicitaría? Fue entonces cuando doña Bernarda paró en un tenderete fascinante; el del genovés que trataba en sedas. Allí estaban colgados, como pendones de combate, tejidos maravillosos en púrpura, azul, blanco, con caprichosos dibujos… y tremolaban con la brisa. Era irresistible y nos detuvimos a acariciar aquellas bellezas. Pero mi atención no iba con la mercancía ni atendía a los comentarios de mi ama y cuando ésta se puso a regatear a partir de un precio que demostraba que no pretendía comprar, sino sólo exhibirse con aquel mercader que le gustaba, decidí apartarme y observar con disimulo si Hugo me acechaba. Pero no le vi y buscándole, disimulada, fui andando hacia los soportales. Allí la encontré.

Acostumbraba a vender su mercancía de hierbas medicinales, extendida en el suelo sobre hatillos de tela, que servían de envoltorio. La llamaban Sara la judía y decían que era bruja. Aquella mañana Sara se había situado en uno de los extremos del mercado, a la entrada de una bocacalle, medio oculta tras una columna. Cuando le pedí que me leyera el futuro para averiguar si el muchacho que me gustaba me pediría prenda de dama y le tendí la mano, ella se negó, dijo que no hacía eso. Pero soy insistente cuando quiero algo, así que a la tercera negativa, saqué un sueldo que había ocultado de mi ama en un bolsillo de la falda y se lo ofrecí. Negó con la cabeza, pero sus ojos no podían apartarse de la moneda, que quizá representara sus ganancias de una semana. Yo le dediqué mi sonrisa más dulce y junto a ella coloqué el dinero, y añadí un por favor. Ella sabía que se arriesgaba mucho, me hizo una seña y en la sombra que proyectaba la columna extendió un pañuelo negro bordado con una estrella de seis puntas en blanco. De un saquito también negro hizo caer unos objetos dentro de un cuenco de madera y, tapándolo con una mano, los agitó con cuidado para luego desparramar su contenido sobre el pañuelo.

Eran huesecillos, mondos, lirondos y blanquísimos, que se extendieron sobre el paño. La mujer fue señalándolos mientras murmuraba. Parecía leer, dependiendo de en qué lugar, dentro o fuera de la estrella, hubieran caído cada uno.

– Él será vuestro trovador, quizá vuestro caballero. Pero difícilmente más -dijo al fin. Estaba muy seria y se quedó mirándome en espera de mi siguiente pregunta.

– ¿Por qué? ¿No es noble?

– Sí lo es.

– ¿Le gusto?

– Os ama.

No pude disimular mi alegría palmoteando como una niña.

– ¿Entonces, nos podríamos casar?

– Un gran poder se opone…

– ¿Cuál?

Ella recogió los huesos dentro del cuenco y, agitándolos de nuevo, los esparció sobre el pañuelo. Estuvo largo rato señalando uno y otro, murmurando para sí, arrugando su frente y luego me miró con ojos que denotaban temor y dijo precisamente eso:

– La rata devorará al ruiseñor occitano.

Aún hoy oigo el silbido del aire en su boca de pocos dientes.

– ¿Qué? -me alarmé.

– Sí -dijo ella señalando los huesos, y me fijé en que uno de ellos parecía el cráneo de un pequeño roedor y otro, el de un pájaro-. Mirad. Uno está en la punta de la estrella que dice «comer» y el otro «ser comido».

– ¿Pero quién es la rata?

– Los esbirros del Papa.

– ¿El Papa? -repetí como tonta-. He oído decir a mi padre que el Pontífice de Roma está muy molesto por culpa de los cátaros -dije después-, pero sólo es contra los herejes.

– No es sólo contra ellos. Lo está contra los nobles, contra los burgueses que no se someten a sus obispos. -Entonces, el ruiseñor occitano…

– El ruiseñor occitano es vuestro mundo. Todo él. Sois vos -confirmó tendiéndome la mano; quería su pago.

– Esperad, no me has dicho casi nada…

– Os he dicho que él os ama, quedaos con el amor.

– Pero dijisteis que es noble. Quiero saber si puede llegar a ser…

– La respuesta está rodeada de horrores, no queráis saber más, dama Bruna -su voz era triste, suplicaba-; no me hagáis mirar de nuevo. El futuro sólo está en manos de Adonai, el Señor, y mis huesos no responden sólo a vuestras preguntas, hablan de otras cosas, cosas que no queréis saber. A veces, Adonai castiga a quien pretende descubrir lo que Él quiere ocultar. Dadme mi moneda y rezad.

Sentí miedo y un escalofrío en forma de temblor sacudió mi cuerpo, le di la moneda y ella empezó a recoger su tenderete de forma precipitada, como huyendo del desastre, mientras yo trataba de asimilar lo oído. Cuando regresé con mi ama, ésta me regañó por haberme escapado y, tomándome por el codo, me condujo presurosa a la iglesia. La misa estaba a punto de empezar.

Me dije que me estaba bien empleado por preguntarle a esa bruja embaucadora. Sin embargo, olvidándome de Hugo, en la iglesia me concentré como nunca en los rezos; no pensaba más que en mi súplica:

– Señor, que no sean ciertos los horrores. Que se equivoque esa mujer…

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