Capítulo 8

Jueves, 1 de enero de 2010

Hacía mucho, pensó Roy, que no se sentía tan bien un día de Año Nuevo. Hasta donde le alcanzaba la memoria, salvo por las veces en que había estado de guardia, ese día siempre había empezado con un intenso dolor de cabeza y la misma sensación insuperable de desespero que acompañaba a la resaca.

Los primeros días de Año Nuevo tras la desaparición de Sandy había bebido aún más: sus amigos íntimos Dick y Leslie Pope no querían ni oír hablar de que se quedara solo e insistían en que lo celebrara con ellos. Y, casi como si fuera un legado de Sandy, había empezado a aborrecer las fiestas.

Pero en esta ocasión había sido completamente diferente. No recordaba una Nochevieja más sobria ni más agradable que aquella.

Para empezar, a Cleo le encantaba la idea de celebrar el Año Nuevo. Lo que hacía aún más irónico el hecho de que estuviera embarazada y que no pudiera beber demasiado. Pero a él no le importaba: estaba contento con el mero hecho de estar a su lado, celebrando no solo la llegada del nuevo año, sino también su futuro juntos.

Y también celebraba en silencio el hecho de que su irascible jefa, Alison Vosper, ya no estaría allí para enturbiarle el ánimo casi a diario. No veía la hora de la primera reunión con su nuevo jefe, el subdirector Peter Rigg, el lunes siguiente.

Lo único que había conseguido saber de aquel hombre hasta entonces había sido que era un maniático del detalle, que le gustaba implicarse personalmente y que aguantaba pocas tonterías.

Para su alivio, la mañana en la Sussex House, cuartel general del Departamento de Investigación Criminal, había sido tranquila, así que se había dedicado a las gestiones burocráticas y había hecho grandes progresos, sin dejar de echar un vistazo periódicamente a «la lista» (la lista de incidentes registrados en la ciudad de Brighton y Hove) en el ordenador.

Tal como era de esperar, se habían producido unos cuantos incidentes en los bares, pubs y clubes, en su mayoría riñas y algunos robos de bolsos. Observó un par de colisiones de tráfico leves, un «doméstico» -una pelea de pareja-, una queja por el ruido de una fiesta, un perro perdido, una moto robada y un hombre desnudo corriendo por Western Road. Pero ahora acababa de aparecer un caso grave. Era una denuncia de violación en el elegante hotel Metropole de Brighton. Había entrado en la lista hacía unos minutos, a las 12.55.

Había cuatro categorías principales de violaciones: extraño, conocido, cita y pareja. De momento en la lista no se hacía mención de qué tipo era en este caso. La Nochevieja era uno de aquellos momentos en los que los hombres perdían el control con la bebida y podían llegar a forzar a sus parejas, tanto ocasionales como estables, y este incidente muy probablemente se encuadraría en una de esas dos categorías. Desde luego era algo serio, pero no era probable que lo adjudicaran a la Brigada de Delitos Graves.

Veinte minutos más tarde, estaba a punto de cruzar la calle en dirección al supermercado ASDA, que hacía las funciones de cantina de la comisaría, para comprarse un bocadillo para el almuerzo, cuando sonó el teléfono interno.

Era David Alcorn, un inspector que conocía y que le caía bien. Alcorn trabajaba en la comisaría con más movimiento de toda la ciudad, en John Street, donde el propio Grace había pasado muchos de sus primeros años como agente, antes de pasar a la central del Departamento de Investigación Criminal, en la Sussex House.

– Feliz Año Nuevo, Roy -dijo Alcorn con su habitual tono seco y sarcástico. Con aquella entonación, el «feliz» sonaba como si lo hubieran tirado de un precipicio.

– Para ti también, David. ¿Qué tal la Nochevieja?

– Bueno, no ha ido mal. Aunque tuve que controlarme bastante con el alcohol para estar aquí a las siete esta mañana. ¿Y tú?

– Tranquila, pero bien. Gracias.

– Pensé que debía informarte, Roy. Parece que tenemos una violación obra de un extraño en el Metropole.

Le explicó los detalles someramente. Una patrulla había acudido al hotel y había llamado al Departamento de Investigación Criminal. Ahora mismo una agente del Departamento de Atención a Víctimas de Agresión Sexual iba de camino para acompañar a la víctima a la recién inaugurada Unidad Especializada en Violaciones, el SARC de Crawley, población situada en el centro geográfico del condado de Sussex.

Grace tomó nota en un cuaderno de todos los detalles que le pudo dar Alcorn.

– Gracias, David. Mantenme informado sobre el asunto. Y dime si necesitas ayuda de mi equipo.

Se produjo una breve pausa. Grace detectó la duda en la voz del inspector.

– Roy, hay algo que podría hacer que este asunto tuviera alguna repercusión «política».

– ¿Y eso?

– La víctima había asistido a la fiesta de anoche en el Metropole. Me informan de que en una mesa de la fiesta había unos cuantos agentes de la Policía.

– ¿Algún nombre?

– El comisario jefe y su esposa, para empezar.

«Mierda», pensó Grace, pero no lo dijo.

– ¿Quién más?

– El subcomisario jefe. Y un ayudante del comisario. ¿Ves por dónde voy?

Grace lo veía perfectamente.

– A lo mejor tendría que mandar a alguien de Delitos Graves a que acompañara a la agente de Atención a Víctimas de Agresión Sexual. ¿Qué te parece? Como formalidad.

– Creo que sería buena idea.

Grace enseguida analizó sus opciones. En particular le preocupaba su nuevo jefe. Si el subdirector Rigg realmente era tan maniático con los detalles, más le valía empezar con el pie derecho y cubrirse las espaldas lo mejor que pudiera.

– Vale. Gracias, David. Enviaré a alguien enseguida. Mientras tanto, ¿me puedes conseguir una lista de todos los asistentes al evento?

– Ya la he pedido.

– Y de todos los clientes alojados en el hotel y de todo el personal. Imagino que habrían contratado personal extra para la noche.

– Estoy en ello -respondió Alcorn, quizás algo molesto de que Grace dudara de su eficiencia.

– Sí, claro. Lo siento.

Tras colgar, Roy llamó a la agente Emma-Jane Boutwood, uno de los pocos miembros de su equipo que tenía turno de trabajo. También era una de las agentes a las que había encargado enfrentarse con la ingente cantidad de papeleo requerido para la Operación Neptuno, un largo e intenso caso de tráfico humano que le había ocupado las semanas anteriores a la Navidad.

Boutwood solo tardó un momento en llegar a su despacho desde su mesa, en la sala común, al otro lado de su puerta. Roy observó que cojeaba un poco al entrar en la oficina: aún no se había recuperado de las terribles lesiones que había sufrido en una persecución el verano anterior, cuando una furgoneta la había aplastado contra un muro. A pesar de las múltiples fracturas y de haber perdido el bazo, la chica había insistido en acortar al máximo el periodo de convalecencia para volver al trabajo lo antes posible.

– Hola, E. J. Siéntate.

En cuanto Grace empezó a repasar con ella las notas que le había dado Alcorn y a explicarle las delicadas connotaciones políticas del caso, su teléfono interno volvió a sonar.

– Roy Grace -respondió, levantándole un dedo a E. J. para indicarle que esperara.

– Superintendente Grace -dijo una voz alegre y amistosa con un elegante acento de colegio privado-. ¿Cómo está? Soy Peter Rigg.

«Mierda», pensó.

– Señor -respondió-. Es un placer… oírle. Pensé que no iba a empezar hasta el lunes, señor.

– ¿Le supone eso algún problema?

«Vaya por Dios», se dijo Grace, con el corazón encogido. Apenas llevaba doce horas del nuevo año y ya tenían un primer delito grave entre las manos. Y oficialmente el nuevo subdirector no había empezado siquiera y ya estaba buscándole las cosquillas.

– No, señor, en absoluto. En realidad, llama en un momento muy oportuno. Parece que tenemos nuestro primer incidente crítico del año. Aún es pronto para estar seguros, pero puede que los medios muestren más interés del que quisiéramos.

Grace le hizo una señal a E. J. para indicarle que le dejara solo. Ella salió y cerró la puerta.

En un par de minutos, dio un repaso a los datos de los que disponían. Afortunadamente, el nuevo subdirector seguía con el mismo tono amistoso.

Cuando Grace acabó, Rigg dijo:

– Supongo que va a ir usted personalmente, ¿no?

Roy vaciló. Contando con un equipo tan especializado y preparado como el de Crawley, realmente no hacía falta; de hecho resultaría más útil en la oficina, ocupándose del papeleo y poniéndose al día sobre el incidente por teléfono. Pero decidió que aquello no era lo que el nuevo subdirector quería oír.

– Sí, señor, enseguida iré para allá -respondió.

– Bien. Manténgame informado.

Grace le aseguró que lo haría.

En el momento en que colgaba, concentrado en sus pensamientos, la puerta se abrió y apareció el rostro taciturno y la calva afeitada del sargento Glenn Branson. Sus ojos, en claro contraste con su piel negra, tenían un aspecto cansado y apagado. A Grace le recordaron los ojos de los peces que llevan demasiado tiempo muertos, los que Cleo siempre le decía que debía evitar en la pescadería.

– ¡Eh, colega! -le saludó Branson-. ¿Tú crees que este año va a ser menos asqueroso que el anterior?

– ¡No! -respondió Grace-. Los años nunca son menos asquerosos que los anteriores. Lo único que podemos hacer es intentar aprender a superarlo.

– Bueno, parece que esta mañana has venido cargado de buena voluntad -observó Branson, que dejó caer su corpulento cuerpo en la silla que E. J. acababa de dejar vacía.

Incluso su traje marrón, su vistosa corbata y su camisa color crema parecían fatigados y arrugados, como si hubieran pasado demasiado tiempo en el armario. Aquello le preocupó. Su amigo siempre iba impecable, pero en los últimos meses su ruptura matrimonial le había lanzado a una espiral descendente.

– Para mí este año no ha sido el mejor, desde luego. A mitad del año me disparan, y a los tres cuartos de año mi mujer me echa a la calle.

– Míralo por el lado bueno: sobreviviste y has podido echar a perder mi colección de vinilos.

– Pues sí. Muchas gracias.

– ¿Quieres venirte a dar un paseo conmigo? -propuso Grace.

Branson se encogió de hombros.

– ¿En coche? Sí, claro. ¿Adónde?

El teléfono volvió a interrumpirlo. Era Alcorn, que llamaba de nuevo para darle más información.

– Hay algo que podría tener importancia, Roy. Según parece, desaparecieron parte de las ropas de la víctima. El agresor pudo llevárselas. En particular sus zapatos. -Hizo una pausa, dubitativo-. Creo recordar que había alguien que hacía eso mismo años atrás, ¿no?

– Sí, pero solo se llevaba un zapato y la ropa interior -respondió Grace, bajando la voz de pronto-. ¿Qué más se llevó?

– No hemos podido sacarle mucho a la víctima. Creo que está en estado de shock.

No era ninguna sorpresa. Grace fijó la vista en una de las cajas azules que había por el suelo: la que contenía el archivo del «caso frío» del Hombre del Zapato.

Aquello había sido doce años atrás. Con un poco de suerte no sería más que una coincidencia.

Pero solo de pensarlo sintió que se le helaba la sangre.


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