Capítulo 87

Viernes, 16 de enero de 2010

A Darren Spicer, el trabajo en el Grand Hotel no estaba dándole los frutos esperados. Había sistemas de seguridad que impedían que se creara sus propias tarjetas-llave, y un supervisor los controlaba a él y a sus colegas desde el minuto en que empezaban por la mañana hasta el minuto en que fichaban para marcharse por la tarde.

Eso sí, cobraba por el trabajo, que consistía en renovar la anticuada red eléctrica del hotel, sustituyendo kilómetros de cables por un laberinto de pasillos subterráneos, donde se encontraban la lavandería, las cocinas, las calderas, los generadores de emergencia y los almacenes. Pero cuando había aceptado aquel trabajo, tenía esperanzas de que podría hacer algo más que pasarse el día tirando metros y metros de cableado y recoger los cables viejos mordisqueados por los ratones.

Se había imaginado que tendría acceso a las doscientas una habitaciones y a las cosas que sus ricos ocupantes habrían guardado en la caja fuerte; sin embargo, de momento, durante la primera semana, no había encontrado el modo. Tenía que tener paciencia; lo sabía. Eso podía hacerlo. Tenía mucha paciencia cuando salía a pescar, o cuando esperaba frente a una casa a que sus ocupantes salieran, para luego entrar a robar.

Aquí, sin embargo, la tentación era tan fuerte que no veía el momento de empezar.

¡Porque doscientas una habitaciones quería decir doscientas una cajas fuertes! Y el hotel estaba lleno: registraba un ochenta por ciento de ocupación todo el año.

En la cárcel, un compañero le había explicado el modo de robar las cajas de caudales de hotel. No cómo abrirlas: eso ya lo sabía; tenía todo el material necesario para las cajas del Grand. Lo que le había enseñado era a robar el contenido de las cajas sin que le descubrieran.

Era sencillo: había que robar solo un poco. No había que dejarse llevar por la codicia. Si alguien dejaba doscientas libras en efectivo, o moneda extranjera, había que coger solo una pequeña cantidad. Siempre efectivo; nunca joyas; la gente echaba de menos las joyas, pero no iban a echar de menos veinte libras de un montón de doscientas. Eso, diez veces al día, suponía unos buenos ingresos. Mil a la semana. Cincuenta de los grandes al año. Sí. Genial.

Había decidido que esta vez no iba a volver a caer, que no perdería la libertad. Sí, no podía negar que la cárcel de Lewes ofrecía más comodidades que el Centro de Noche Saint Patrick's, pero muy pronto conseguiría su MiPod y, con un poco de suerte, al cabo de un par de meses habría reunido suficiente efectivo como para pagar la fianza de un alquiler. Algo modesto para empezar. Luego se buscaría una mujer. Ahorraría, y quizá consiguiera suficiente dinero para alquilar un buen piso. Y quizás un día podría comprar uno. ¡Ja! Ese era su sueño.

Pero en aquel momento, mientras recorría el camino de vuelta al Saint Patrick's por Western Road, a las seis y media de aquella noche de viernes helada y seca, con la cabeza apretada contra el cuerpo y las manos en los bolsillos de la chaqueta, el sueño quedaba muy lejos.

Paró en un pub, el Norfolk Arms, en Norfolk Square, y se tomó una pinta con un chupito de whisky. Ambos le sentaron bien. Era algo que echaba de menos cuando estaba entre rejas. La libertad para tomarse algo en un pub. Cosas sencillas como aquello. Pidió otra pinta, se la llevó a la calle y se fumó un cigarrillo. Un viejo, que también tenía una pinta en la mano y daba caladas a una pipa, intentó iniciar una conversación, pero Spicer no le hizo caso. Estaba pensando. No podía fiarse únicamente del hotel, tendría que hacer otras cosas. Envalentonado por la bebida, pensó: «¿Por qué no empezar ahora?».

En invierno, entre las cuatro y las cinco de la tarde era una buena hora para entrar a robar en las casas. Estaba oscuro, pero la gente aún estaba en el trabajo. Ahora era un mal momento para las casas. Pero había un sitio que había visto durante su paseo por el barrio de Hove el domingo anterior, mientras buscaba oportunidades. Un lugar que, un viernes por la noche, hacia las seis y media, muy probablemente estuviera vacío. Un lugar que le había llamado la atención.

Un lugar que, estaba seguro, tenía posibilidades.

Se acabó sin prisas la cerveza y el cigarrillo. Tenía mucho tiempo para ir al Saint Patrick's y recoger la bolsa con el equipo de especialista que había ido adquiriendo y haciéndose él mismo a lo largo de los años. Podía hacer ese trabajito y llegar al centro antes del toque de queda. Sí, sin duda.

«Toque de queda…, de quedarte en la calle», pensó, ya algo afectado por la bebida.

El juego de palabras le hizo esbozar una sonrisa socarrona.

– ¿No quieres compartir el chiste? -dijo el viejo de la pipa.

Spicer sacudió la cabeza.

– No, me parece que no -respondió-. Nah.

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