Capítulo 32

Viernes, 9 de enero de 2010

El padre de Roy había sido un poli de los de toda la vida. Jack Grace le dijo a su hijo que ser policía quería decir observar el mundo con una mirada diferente a la de los demás. Formabas parte de una «saludable cultura de la sospecha», tal como lo llamaba él.

Nunca había olvidado aquello. Así era como él miraba el mundo, siempre. Y así era como él miraba, en aquel momento, las casas elegantes de Shirley Drive, en aquella mañana clara, fresca y soleada de enero. La calle era una de las vías principales de Brighton y Hove. Llegaba casi a campo abierto, a las afueras de la ciudad, y estaba flanqueada con elegantes casas independientes muy lejos del alcance de la mayoría de los agentes de Policía. Allí vivía gente rica: dentistas, banqueros, propietarios de concesionarios, abogados, ejecutivos de la zona y de Londres y, por supuesto, como en todos los barrios finos, una serie de delincuentes con suerte. Era uno de los barrios en los que muchos esperaban llegar a vivir algún día. Si vivías en Shirley Drive -o en alguna de sus bocacalles- eras «alguien».

Por lo menos, a la vista de cualquiera que pasara por allí y que no tuviera la mirada cínica de un poli.

Roy no tenía una mirada cínica. En cambio tenía una buena memoria, casi fotográfica. Mientras Alcorn, vestido con un elegante traje gris, conducía su pequeño Ford, dejando atrás el parque infantil, Grace iba pasando revista a las casas, una por una. Para él era rutina. Allí tenía una casa uno de los jefes de la mafia de Londres. También el rey de los burdeles de Brighton. Y la del rey del crac estaba a solo una travesía.

Alcorn no llegaba a los cincuenta: bajo, con el pelo castaño muy corto y un olor permanente a humo de cigarrillo, tenía un aspecto exterior duro y serio, pero en realidad era un hombre encantador.

– Esta es la calle a la que querría mudarse mi señora -comentó al girar a la derecha para tomar The Droveway.

– Pues venga -dijo Grace-, múdate.

– Solo me faltan un par de cientos de miles para estar a un par de cientos de miles de poder pagar la entrada -respondió-. O quizá ni eso. -Vaciló un momento-. ¿Sabes lo que pienso?

– Dime.

Grace observaba cada una de las casas por las que iban pasando. A su derecha dejaron un colmado Tesco. A su izquierda, una lechería con un antiguo muro empedrado.

– Que a tu Cleo le gustaría esto. Este barrio le va, a una señora con clase como ella.

Iban reduciendo la velocidad. De pronto frenó de golpe.

– Es ahí, esa de la derecha.

Mientras entraban en el carril de acceso, corto y flanqueado por setos de laurel, Grace buscó con la mirada, pero no encontró cámaras de circuito cerrado. Sí vio las luces de seguridad.

– Está bien, ¿no? -dijo Alcorn.

Estaba más que bien, aquello era la hostia. Grace decidió que, si tuviera dinero para diseñar y construirse la casa de sus sueños, aquella sería la que copiaría.

Era como una reluciente escultura blanca. Una mezcla de rectas marcadas y curvas suaves, algunas de ellas combinadas para crear unos atrevidos ángulos geométricos. La casa parecía estar construida a diferentes niveles, con enormes ventanales y paneles solares en el tejado. Hasta las plantas, situadas estratégicamente por las paredes, parecían haber sufrido una modificación genética para aquel uso particular. No era una casa enorme; tenía unas dimensiones habitables. Pensó que debía de ser un lugar estupendo al que volver cada noche.

Entonces se concentró en lo que quería sacar del escenario del delito, pasando lista mentalmente mientras aparcaban tras un pequeño coche patrulla. A su lado había un agente uniformado, un tipo fornido de unos cuarenta años. Tras él, una cinta a cuadros azules y blancos delimitaba el escenario y cerraba el paso al resto de la vía de acceso, que llevaba a un gran garaje interior.

Salieron, y el policía, un respetuoso agente de la vieja escuela, les puso al día con tono pedante de lo que había encontrado por la mañana, al acudir a la llamada, y los informó de que la unidad forense venía de camino. No pudo darles mucha más información de la que Alcorn ya le había dado a Grace, aparte de que la mujer había llegado a casa y aparentemente había desactivado la alarma al entrar.

Mientras hablaban, llegó una pequeña furgoneta blanca y bajó un veterano agente de la policía forense, Joe Tindall, con quien Grace había trabajado muchas veces y que siempre le había parecido algo cascarrabias.

– Viernes -murmuró el forense, a modo de saludo-. ¿Qué es lo que tienen los putos viernes, Roy? -añadió, esbozando una sonrisa socarrona.

– Mira que les digo a los delincuentes que actúen solo en lunes, pero no parece que me hagan mucho caso.

– Tengo entradas para ver a Stevie Wonder en el 02 Arena esta noche. Si no llego a tiempo, mi relación se va al carajo.

– Cada vez que te veo tienes entradas para algo, Joe.

– Sí, me gusta pensar que tengo una vida fuera de este trabajo, a diferencia de la mitad de mis colegas.

Le lanzó al superintendente una mirada intencionada y empezó a sacar de la parte trasera de la furgoneta unos trajes de papel blanco y protecciones azules para los zapatos, y se los entregó.

Roy se sentó en el estribo trasero de la furgoneta y poco a poco se fue enfundando el mono. Cada vez que lo hacía, maldecía al que había diseñado aquello, pues tenía que contorsionarse para conseguir pasar los pies por las perneras sin romperlas y luego hacer lo mismo con las mangas. Agradeció no encontrarse en un lugar público, porque era casi imposible ponerse aquel traje sin dar la nota. Por fin, refunfuñando, se agachó y se calzó las protecciones para los zapatos. Luego se puso los guantes de látex.

El agente les indicó el camino al interior. Grace se quedó impresionado de que hubiera tenido el sentido común de marcar el terreno con cinta, para indicar una única vía de entrada y de salida.

El salón, de planta abierta, con su reluciente suelo de parqué, elegantes esculturas de metal, pinturas abstractas y unas plantas altas y frondosas, le habría encantado a Cleo, pensó. Había un intenso y agradable aroma a pino en el ambiente, y un olor algo más dulce y almizclado, probablemente de un popurrí. Entrar en una casa que no oliera a curri era un cambio que se agradecía.

El agente les dijo que subiría al piso de arriba para poder responder a sus preguntas, pero que no entraría en el dormitorio, para alterar lo mínimo posible las pruebas.

Grace confiaba en que el agente, siendo tan meticuloso, no lo hubiera toqueteado todo la primera vez, al acudir a la llamada de emergencia. Siguió a Alcorn y a Tindall por una escalera de caracol de cristal y por un corto rellano con baranda hasta llegar a un enorme dormitorio que desprendía un intenso olor a perfume.

En las ventanas había unos finos visillos blancos y las paredes estaban cubiertas de armarios a medida con paneles de cristal y cortinillas. La puerta doble de uno de ellos estaba abierta y sobre la moqueta yacían varios vestidos con sus respectivas perchas.

El elemento central del dormitorio era una cama enorme con cuatro postes de madera en punta en las esquinas. En uno de ellos había atado un cinturón de bata, y en otro una corbata a rayas. Otras cuatro corbatas, atadas de dos en dos, estaban esparcidas por el suelo. El edredón, de raso de color crema, estaba hecho un lío.

– La señora Pearce quedó amordazada y atada por las muñecas y los tobillos a los postes -explicó el agente desde el umbral-. Consiguió liberarse hacia las seis y media de esta mañana, y entonces llamó a su amiga. -Consultó su cuaderno-. La señora Amanda Baldwin. Tengo su número.

Grace asintió. Estaba mirando una fotografía colocada sobre un tocador con la superficie de cristal. Era la imagen de una mujer atractiva, con una melena lacia y negra sujeta con horquillas y un vestido de noche largo, junto a un tipo de mirada penetrante vestido con un esmoquin.

– Supongo que es ella, ¿no? -dijo, señalándola.

– Sí, jefe.

David Alcorn también estudió la foto.

– ¿Cómo estaba? -preguntó Grace al agente.

– Bastante afectada. Pero lúcida hasta cierto punto, teniendo en cuenta lo que ha pasado, ya me entiende.

– ¿Qué sabemos de su marido?

– Se fue ayer de viaje de negocios a Helsinki.

Grace pensó por un momento; luego miró a David Alcorn.

– Curiosa coincidencia -dijo-. Quizá sea significativa. Me gustaría saber con qué frecuencia se va. Podría ser alguien que la conociera o que hubiera estado espiándola.

Se giró hacia el agente y añadió:

– Llevaría una máscara, ¿no?

– Sí, señor: un pasamontañas con orificios.

Grace asintió.

– ¿Han contactado con el marido?

– Va a intentar tomar un vuelo de regreso hoy mismo.

Alcorn pasó a inspeccionar las otras habitaciones.

Joe Tindall tenía una videocámara compacta pegada al ojo. Tomó una panorámica de trescientos sesenta grados de la escena y luego un plano corto de la cama.

– ¿Ha acudido usted solo? -preguntó Grace al agente.

Iba escrutando la habitación mientras hablaba. En el suelo había unas braguitas color crema, una blusa blanca, una falda y un top azul marino, unas medias y un sujetador. No estaban desperdigados por la habitación como si se los hubieran quitado a la fuerza a la mujer; parecía más bien como si se los hubiera quitado sin pensar y se hubieran quedado en el lugar donde habían caído.

– No, señor, con el sargento Porritt. Él ha acompañado a la víctima y a la agente especial de Agresiones Sexuales al Saturn Centre.

Grace dibujó un pequeño croquis de la habitación, en el que indicó las puertas -una al rellano, la otra al baño- y las ventanas como posibles vías de entrada y salida. Pediría que peinaran a fondo la habitación en busca de huellas dactilares, cabellos, fibras, células cutáneas, saliva, semen, posibles restos de lubricante de preservativo -si es que se había usado- y pisadas. También habría que buscar a fondo en el exterior de la casa, especialmente huellas de pisadas y fibras textiles que hubieran podido desprenderse al contacto con la pared o con un marco, si es que el agresor había escapado por una ventana, así como colillas.

Tendría que rellenar un formulario de recuperación de rastros y pasárselo a Tindall, para que supiera qué elementos del interior de la habitación, de la casa y de los alrededores iba a querer etiquetados para mandar al laboratorio. El juego de cama, por supuesto. Las toallas del baño, por si el agresor se había secado las manos u alguna otra parte del cuerpo. El jabón.

Tomó notas, paseándose por la habitación, buscando cualquier cosa que se saliera de lo habitual. Había un enorme espejo colgado frente a la cama, situado allí con una clara intención morbosa, pensó, aunque no le pareció mal. En una mesilla de noche había un diario y una novela romántica, y en la otra un montón de revistas de tecnología de la información. Abrió todas las puertas de los armarios, una por una. Allí había más vestidos colgados de los que había visto en toda su vida.

Entonces abrió otra y, envueltos en una atmósfera que olía a cuero y a lujo, encontró un filón de zapatos de marca. Estaban dispuestos en una serie de cajones móviles que ocupaban del suelo al techo. Grace no era ningún experto en calzado femenino, pero a primera vista podía asegurar que se trataba de zapatos elegantes y caros. Allí debía de haber más de cincuenta pares. La puerta que abrió a continuación reveló otros tantos. Y otros cincuenta tras la tercera puerta.

– ¡Parece que la señora le sale bastante cara al marido! -comentó.

– Creo que tiene su propio negocio, Roy -le corrigió Alcorn.

Grace se reprendió. Había sido un comentario estúpido, la típica presuposición machista que cabría esperar de alguien como Norman Potting.

– Sí, claro.

Se acercó a la ventana y echó un vistazo hacia el jardín de atrás, un espacio elegantemente distribuido, con una piscina ovalada tapada con una lona en el centro.

Más allá del jardín, a través de los densos arbustos y los arbolillos, se entreveían los campos de juego del colegio vecino. Había postes de rubgy en dos campos y porterías de fútbol en un tercero. Aquella era una posible ruta de acceso para el agresor, pensó.

¿Quién era?

¿El Hombre del Zapato?

¿Algún otro monstruo?

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