Capítulo 122

Viernes, 20 de enero de 2010

Darren Spicer estaba de buen humor. Hizo una parada en el pub, una escala habitual en el camino de vuelta a casa desde el trabajo, para tomarse sus dos pintas de costumbre con sendos chupitos de whisky. ¡Se estaba volviendo un animal de costumbres! No hacía falta estar en la cárcel para tener una rutina; también podía tenerse fuera.

Y disfrutaba con su nueva rutina. Con sus viajes al Grand Hotel desde el centro de noche -siempre a pie, para ahorrarse unos peniques y mantenerse en forma-. Había una jovencita llamada Tia, que trabajaba como camarera en el hotel, que le hacía gracia; y le daba la impresión de que él también le hacía gracia a ella. Era filipina, guapa, de poco más de treinta años, y había dejado a su novio porque le pegaba. Se estaban conociendo cada vez más, aunque no se la había hecho aún, por decirlo así. Pero ahora aquello era solo cuestión de tiempo.

Tenían una cita al día siguiente. Era difícil quedar por la noche, porque tenía que estar de vuelta en el centro antes del toque de queda, pero esta vez pasarían todo el día juntos. Ella compartía una habitación en un pisito junto a Lewes Road y, con una risita tímida, le había confesado que su compañera de habitación estaría fuera todo el fin de semana. Con un poco de suerte, pensó, se pasarían todo el día follando.

Se tomó otro whisky para celebrarlo, uno de calidad esta vez, un malta, Glenlivet. No debía beber demasiado, porque volver al Saint Patrick's borracho era motivo de expulsión directa. Y ahora ya estaba cerca de conseguir su codiciado MiPod. Así que solo un Glenlivet. No es que pudiera gastar a espuertas, pero su precaria situación mejoraba día a día.

Había conseguido un puesto en el Departamento de Mantenimiento de Habitaciones del hotel, porque iban cortos de personal. Disponía de una tarjeta-llave maestra que le daba acceso a todas las habitaciones del edificio. Y tenía en el bolsillo el botín del día, obtenido de las cajas fuertes de las habitaciones que había abierto. Había ido con cuidado. Iba a mantener la promesa que se había hecho de evitar la cárcel para siempre. Lo único que se llevaba era una minúscula parte del efectivo que encontraba en las cajas. Por supuesto, había encontrado algún reloj y joyas que resultaban tentadores, pero se había mantenido fiel a su objetivo, y estaba orgulloso de su autodisciplina.

En las cuatro semanas y media anteriores había conseguido acumular casi cuatro mil libras en su maleta, cerrada con candado y guardada en la taquilla que tenía en el Saint Patrick's. Los precios de las propiedades iban a la baja, gracias a la recesión. Con lo que ganaba Tia y con lo que pudiera acumular en el banco, quizá dentro de un año podría comprarse un pisito en la zona de Brighton. O incluso mudarse directamente a algún lugar más barato, donde quizás hiciera mejor tiempo.

A lo mejor España.

Quizás a Tia le apeteciera vivir en un país cálido.

Por supuesto, todo aquello era el cuento de la lechera. Aún no había hablado con ella de futuro. Lo más lejos que había llegado era a la perspectiva de follar con ella al día siguiente, y eso si todo iba bien. La chica desprendía una calidez que le ponía de buen humor cada vez que estaba cerca de ella o que hablaban. A veces valía la pena dejarse llevar por el instinto.

Y su instinto, diez minutos más tarde, cuando giró la esquina de Western Road y embocó Cambridge Road, le dijo que algo iba mal.

Era aquel impecable Ford Focus plateado, aparcado en doble fila casi frente a la puerta del Centro de Noche Saint Patrick's, con alguien sentado en el asiento del conductor.

Cuando te has pasado la vida intentando que no te metan en chirona, desarrollas una especie de sexto sentido y tienes siempre las antenas conectadas en busca de policías de paisano y sus vehículos. Los ojos se le fueron a las cuatro antenas cortas en el tejado del Ford.

«Mierda.»

El miedo se apoderó de él. Por un momento se planteó si debía dar media vuelta, salir corriendo y luego vaciar los bolsillos. Pero se lo había pensado demasiado. El agente que esperaba en la puerta, un tipo corpulento, negro y calvo, ya le había visto. Spicer decidió que tendría que intentar soltarles alguna trola.

«Mierda», pensó otra vez, olvidándose de pronto de sus sueños y del polvo del día siguiente con Tia. Las lúgubres paredes verdes de la cárcel de Lewes iban materializándose en su mente.

– Hola, Darren -le saludó el sargento Branson, con una gran sonrisa-. ¿Qué tal va?

Spicer le miró, desconfiado.

– Bien. Sí.

– Me preguntaba si podríamos charlar un momento -dijo, señalando a la puerta-. Nos dejan usar esa sala de entrevistas. ¿Te parece bien?

– Sí. -Se encogió de hombros-. ¿De qué se trata?

– Es solo una charla. Tengo que decirte algo que a lo mejor te interesa.

Spicer se sentó, agitado, muy incómodo. No se le ocurría nada que pudiera decirle el sargento Branson y que le pudiera interesar.

Branson cerró la puerta y luego se sentó al otro lado de la mesa, frente a él.

– ¿Recuerdas cuando hablamos y me diste aquella pista sobre el garaje de Mandalay Court? ¿De la furgoneta que había dentro?

Spicer le miró, escéptico.

– Te mencioné que había una recompensa, ¿verdad? Cincuenta mil libras. Por cualquier información que condujera a la detención y procesamiento del hombre que intentó atacar a la señora Dee Burchmore. ¿Te suena? La ofrecía su marido.

– Sí. ¿Y?

– Bueno, tengo buenas noticias para ti. Parece que tienes posibilidades.

Spicer sonrió de pronto, aliviado de golpe. Increíblemente aliviado.

– ¿Se está quedando conmigo?

Branson negó con la cabeza.

– No. En realidad, el mismo superintendente Grace, el oficial al cargo, ha dado tu nombre. Gracias a ti hemos pillado a nuestro sospechoso. Ha sido detenido y procesado.

– ¿Y cuándo me darán el dinero?

– Cuando le condenen. Creo que se ha fijado la fecha del juicio para el próximo otoño; puedo informarte cuando tenga la información exacta. Pero parece poco probable que el acusado no sea el culpable. -Branson sonrió-. Bueno, campeón, ¿qué vas a hacer con toda esa pasta? Metértela por la nariz, como siempre. ¿Verdad?

– Nah -dijo Spicer-. Voy a comprarme un pisito, ya sabe, como inversión para el futuro. Usaré el dinero para la entrada. ¡Genial!

Branson sacudió la cabeza.

– No te lo crees ni tú. Te lo gastarás en drogas.

– ¡No, señor! ¡Esta vez no! No voy a volver a ir a chirona. Voy a comprarme un pisito y a portarme bien. ¡Sí!

– ¿Sabes qué? Invítanos a la fiesta de inauguración. Para demostrarnos que has cambiado, ¿te parece?

Spicer sonrió..

– Sí, bueno, eso puede ser complicado. Si es una fiesta, ya sabe… Puede que haya material. Ya sabe, material de fiesta. Podría resultarle incómodo, siendo un poli, y eso…

– No es fácil ponerme incómodo.

Spicer se encogió de hombros.

– Cincuenta de los grandes. ¡Increíble! ¡Joder!

El sargento se lo quedó mirando.

– ¿Sabes qué? He oído que no se han molestado en cambiar las sábanas de tu celda. Saben que vas a volver.

– Esta vez no.

– Estaré esperando la invitación. El director de la cárcel de Lewes sabrá dónde enviármela.

– Muy gracioso -respondió Spicer, con una mueca. -Es la verdad, campeón.

Branson dejó la sala y salió a la calle, donde Grace le esperaba en el coche. No veía la hora de ir a tomarse una cerveza con su colega para ponerle el punto final a la semana.

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