Capítulo 106

Domingo, 18 de enero de 2010

El Lawn Memorial Cemetery de Woodingdean estaba situado en alto, al este de Brighton, y ofrecía buenas vistas del canal de la Mancha. «No es que los residentes del cementerio vayan a apreciar las vistas», pensó apesadumbrado Roy, vestido con su traje de papel azul con capucha y cremallera hasta el cuello, mientras salía de la larga tienda azul en forma de oruga sacudida por el viento y pasaba a la que habían designado como vestidor y zona de refresco.

La jueza no se había equivocado en cuanto a la burocracia que conllevaba consigo una exhumación. Conseguir la orden y firmarla era la parte fácil. Mucho más difícil era conseguir el equipo necesario en un domingo por la mañana.

Estaba la empresa comercial especializada en exhumaciones, cuyo negocio principal era el traslado de fosas comunes para liberar terrenos de construcción, o para vaciar los cementerios de iglesias desconsagradas. Pero no iban a empezar hasta el día siguiente sin cargar unos suplementos prohibitivos.

Grace no estaba dispuesto a esperar. Llamó a su subdirector Rigg, que accedió a asumir los costes.

El equipo reunido para la reunión que había celebrado en John Street una hora antes era considerable: un oficial del juzgado, dos agentes de la Científica (uno de ellos fotógrafo forense), una mujer del Departamento de Medio Ambiente (que dejó claro que le molestaba profundamente sacrificar su domingo), un funcionario del Ministerio de Sanidad (cuya presencia hacía necesaria la nueva legislación) y, dado que era un terreno consagrado, un clérigo. También estaban presentes la arqueóloga forense Joan Major y Glenn Branson, a quien había puesto a cargo del control de los transeúntes, así como Foreman, al que había nombrado observador oficial.

Cleo, Darren Wallace -su número dos en el depósito- y Walter Hordern -al cargo de los cementerios de la ciudad, y en esta ocasión al volante de la discreta furgoneta verde del juzgado usada para la recuperación de cadáveres- también estaban allí. Solo necesitaba a dos de ellos, pero como ninguno de los tres había asistido nunca a una exhumación, acudieron voluntariamente. A Grace le resultaba evidente que les gustaba aquello de ver cadáveres. A veces se preguntaba cómo se relacionaba aquello con el amor que Cleo sentía por él.

No solo el personal del depósito había manifestado su curiosidad. Cuando se extendió la noticia, se pasó toda la mañana recibiendo llamadas de otros miembros del D.I.C. que preguntaban si podían asistir. Para muchos de ellos sería una ocasión única en su carrera, pero tuvo que decirles que no a todos por falta de espacio, y entre el cansancio y los nervios acumulados, en más de un caso estuvo a punto de añadir que aquello no era un circo.

Eran las cuatro de la tarde y hacía un frío glacial. Volvió a salir de la tienda con una taza de té en la mano. La luz del día iba desapareciendo rápidamente. La luz de los focos móviles, situados por todo el cementerio y a los lados del camino que llevaba hasta la tienda que cubría la tumba de Molly Glossop y varias a su alrededor, se iba volviendo cada vez más intensa.

El lugar estaba cercado por un doble cordón policial. Todas las entradas al cementerio estaban vigiladas por la Policía y hasta el momento la reacción del público había sido más de curiosidad que de indignación. Un segundo cordón policial rodeaba directamente las dos tiendas. No se había permitido el acceso de la prensa más allá de la calle.

El equipo reunido en la tienda principal estaba a punto de llegar al fondo de la tumba. Grace no necesitaba que nadie se lo dijera; todo el mundo lo notaba por la peste, que iba en aumento. El olor a muerte siempre le había parecido la peor peste del mundo, y ahora flotaba en el aire, incluso fuera de la tienda. Era el hedor a un desagüe añejo de pronto desatascado, de la carne podrida en la nevera después de un apagón de dos semanas en pleno verano, un olor pesado y penetrante que parecía absorber el espíritu, al tiempo que se hundía en el terreno.

Ninguno de los expertos había podido predecir el estado en el que estaría el cuerpo de aquel ataúd, ya que había demasiadas variables en juego. No sabían qué cuerpo había allí, si es que había cuerpo, ni cuánto tiempo llevaría muerto antes de ser enterrado. La humedad del terreno siempre es un factor decisivo. Pero aquel suelo era calcáreo y estaba elevado, posiblemente sobre la capa freática, por lo que estaría seco hasta cierto punto. A juzgar por el olor cada vez más hediondo, saldrían de dudas al cabo de muy poco.

Grace se había acabado el té y estaba a punto de volver a entrar en la tienda cuando sonó su teléfono. Era Kevin Spinella.

– ¿Qué? ¿A la gran estrella del Argus se le han pegado las sábanas? -dijo, a modo de saludo.

Había mucho ruido por el viento y por el zumbido de un enorme generador portátil situado cerca.

– ¡Lo siento! -gritó el reportero-. ¡No le he oído!

Grace repitió lo que acababa de decir.

– De hecho estoy haciendo un recorrido por los cementerios de la ciudad buscándole, superintendente. ¿Hay alguna posibilidad de que pueda entrar?

– Claro, cómprate una tumba y luego ve a que te atropelle un autobús.

– ¡Ja, ja! Quiero decir ahora.

– No, lo siento.

– Bueno. ¿Y qué tiene para mí?

– No mucho más de lo que puedes ver desde el perímetro ahora mismo. Llámame dentro de una hora. Puede que entonces tenga algo más.

– Perdóneme, pero pensaba que estaba buscando a una joven que desapareció anoche, Jessie Sheldon. ¿Qué está haciendo aquí, desenterrando a una octogenaria?

– Tú desentierras cosas, y a veces yo también tengo que hacerlo -respondió Grace, que una vez más se preguntó cómo había conseguido aquella información el periodista.

De pronto, Joan Major salió de la tienda principal y le hizo un gesto.

– ¡Roy! -le llamó.

Grace colgó.

– ¡Han llegado al ataúd! Buenas noticias. ¡Está intacto! ¡Y la placa dice: «Molly Winifred Glossop»! Así que es el bueno.

Entró tras ella. El hedor era insoportable. Cuando la solapa de la tienda se cerró tras él, intentó respirar solo por la boca. El interior, atestado de gente, parecía el set de filmación de una película, con la batería de potentes focos repartidos alrededor de la tumba y el montón de tierra en el otro extremo, mientras varias cámaras de vídeo fijas grababan todo lo que ocurría.

La mayoría de los presentes tenía los mismos problemas con el olor, a excepción de los cuatro agentes de la Unidad Especial de Búsqueda. Llevaban trajes blancos de protección bioquímica con accesorios para respirar. Dos de ellos estaban de rodillas sobre la tapa del ataúd, atornillando unos sólidos ganchos a los lados para pasar unos cables y fijarlos a un sistema de poleas una vez limpios los laterales. Los otros dos estaban colocándose en posición, a un metro por encima de la superficie de la tumba.

Joan Major se puso a cavar. Durante la hora siguiente estuvo limpiando sin descanso los laterales y liberando la base del ataúd por ambos extremos, para pasar unas correas por debajo. Mientras trabajaba, fue recogiendo y embolsando muestras de tierra de encima, de los laterales y de debajo del ataúd, para su posterior examen en busca de posibles fugas de fluidos del interior del ataúd.

Cuando hubo acabado, dos de los especialistas en exhumación pasaron cuerdas por cada uno de los cuatro ganchos y por debajo del ataúd, por delante y por detrás, y salieron de la fosa.

– Ya está -anunció uno de ellos, apartándose-. Listos.

Todo el mundo se retiró.

El capellán de la Policía dio un paso adelante, sosteniendo un libro de oraciones. Pidió silencio, se puso sobre la tumba y leyó una oración impersonal que daba la bienvenida a la Tierra a quienquiera que estuviera en el ataúd.

A Grace aquella oración le resultó curiosamente conmovedora; parecía que estuvieran recibiendo a un viajero que volviera tras un largo viaje.

Los otros miembros del equipo de exhumaciones empezaron a tirar de una gruesa soga. Hubo un breve instante de nervios en el que no pasó nada. De pronto, hubo un extraño ruido de succión, que era más bien como un suspiro, como si la tierra cediera a regañadientes algo de lo que ya se había apropiado. Y de pronto el ataúd empezó a subir lentamente.

Emergió, oscilando, rozándose con los laterales, entre el crujido de las poleas, hasta quedar varios centímetros por encima de la fosa. Se balanceó. Todos los presentes en la tienda observaron durante unos momentos con un silencio reverencial. Unos cuantos terrones pegados se desprendieron y cayeron de nuevo a la fosa.

Grace se quedó mirando la madera, que tenía un color claro. Desde luego, parecía que se había conservado muy bien, como si solo llevara ahí abajo unos días, y no doce años. «Bueno, ¿qué secretos contienes? Por Dios, que sea algo que nos lleve al Hombre del Zapato.»

Ya habían llamado a la patóloga del Ministerio del Interior, Nadiuska de Sancha, que se dirigiría al depósito en cuanto cargaran el.cuerpo en la furgoneta del juzgado.

De pronto se oyó un crujido ensordecedor, como un trueno. Todos los presentes dieron un brinco.

Algo con la forma y el tamaño de un cuerpo humano, amortajado en plástico negro pegado con cinta americana, atravesó la base del ataúd y cayó al fondo de la tumba.


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