Capítulo 40

Sábado, 10 de enero de 2010

Se le había olvidado cuánto disfrutaba con aquello. Lo adictivo que se había vuelto. Pensó que sería solo una vez, por los viejos tiempos. Pero aquella vez le había hecho desear otra. Y ahora se disponía a arrancar de nuevo. ¡Sí!

¡Sacaría el máximo partido de aquellos meses de invierno, en los que podía ponerse abrigo y bufanda, ocultar la nuez, pasearse sin problemas, como cualquier otra señora elegante de Brighton! Le gustaba el vestido que había elegido, un Karen Millen, y el abrigo de pelo de camello de Prada, el chal Cornelia James alrededor del cuello, el gran bolso colgado al hombro y los suaves guantes de piel en las manos. Pero lo que más le gustaba era la sensación de sus botas de aspecto mojado. Oh, sí. ¡Se sentía taaaaaan a gusto! Casi se atrevería a decir que… ¡sexy!

Se abrió paso por las Lanes, bajo la llovizna. Estaba perfectamente vestido y protegido contra la lluvia y el frío viento, y sí… ¡taaaaan sexy! Lanzó repetidas miradas para verse reflejado en los escaparates. Dos hombres de mediana edad se cruzaron con él y uno le echó una mirada de admiración al pasar. Él le devolvió una mirada picara, mientras se abría paso por entre la multitud en las estrechas callejuelas. Pasó junto a una moderna joyería, luego frente a un anticuario que tenía fama de pagar bien por objetos robados.

Dejó atrás el pub Druid's Head, el Pump House, luego el restaurante English's, cruzó East Street y giró a la derecha hacia el mar, en dirección a Pool Valley. Luego dobló a la izquierda frente al restaurante que en otro tiempo había sido el cine ABC y se encontró frente a su destino.

La zapatería Last.

Era una tienda especializada en calzado de diseño, que contaba con una gran oferta de marcas por las que tenía una predilección especial, como Esska, Thomas Murphy o Hetty Rose. Se quedó mirando el escaparate. Un par de preciosos y delicados Amia Kimono con motivos japoneses. Un par de Thomas Murphy Genesis de color petróleo con tacones plateados. Unos Esska Loops de ante marrón.

La tienda tenía el suelo de madera, un sofá estampado, un taburete calzador y unos colgadores con bolsos. Y, en aquel momento, una dienta. Una mujer elegante y guapa, de cuarenta y tantos, con una larga melena rubia y unas botas Fendi de piel de serpiente. Talla cinco. Y un bolso Fendi a juego colgado del hombro. ¡Vestida para matar, o para comprar!

Llevaba puesto un largo abrigo negro, un suéter de cuello alto y un sedoso pañuelo blanco en el cuello. Tenía la nariz respingona y los labios carnosos. No llevaba guantes. Se fijó en su alianza y en el gran pedrusco del anillo de compromiso. Quizás aún estuviera casada, pero podría estar divorciada. Podría ser cualquier cosa. Desde allí era difícil decirlo. Pero de una cosa estaba seguro.

Era su tipo. ¡Vaya!

Tenía en la mano un Homage con botón de la colección TN-29 de Tracey Neuls. De piel blanca perforada, con ribete de color marrón topo. Algo que podría haber llevado Janet Leigh en la oficina, antes de robar el dinero en la versión original de Psicosis. ¡Pero no eran sensuales! Parecían sacados de un concurso de Miss América de los años sesenta. «No los compres -la apremió, mentalmente-. ¡No, no!»

Había expuestos muchos otros zapatos y botas muchísimo más sensuales. Él los repasó con la mirada, analizando la forma, las curvas, los cierres, las costuras, los tacones de cada uno de ellos. Se imaginó a aquella mujer desnuda, solo vestida con los zapatos. Haciendo lo que él le dijera que hiciera con ellos.

«¡ No te compres esos!»

Ella, obediente, volvió a dejarlos donde estaban. Entonces se giró y salió de la tienda.

Al pasar a su lado, él percibió la densa nube de perfume Armani Code, que era como su propia capa de ozono. Entonces ella se paró, sacó un pequeño paraguas negro del bolso, lo levantó y lo abrió. Era una dama con estilo. Segura de sí misma. Desde luego, estaba claro que era el tipo de mujer que le gustaba. Y ahora llevaba un paraguas abierto, como una guía turística, solo para él, para que pudiera seguirla con facilidad entre la multitud.

«¡Oh, sí, el tipo de mujer que me gusta!»

«¡De las detallistas!»

Ella se puso en marcha, decidida, y él la siguió. El modo de caminar de aquella mujer tenía un aire propio de un animal de presa. Iba a la caza de zapatos, sin duda. Y eso estaba muy bien.

¡Él también iba de caza!

Se paró un momento en East Street para echar un vistazo al escaparate de Russell y Bromley. Entonces cruzó hacia L. K. Bennett.

Un instante más tarde él sintió un golpe violento, oyó un improperio y dio de pronto contra el suelo mojado, al tiempo que sentía un dolor agudo en el rostro, como si un centenar de abejas le hubieran picado a la vez. Una taza de poliestireno de Starbucks liberó su contenido de café hirviendo y acabó cayendo a su lado. De pronto sintió una ráfaga de aire frío en la cabeza y, en un arranque de pánico, notó que la peluca se le había caído.

La agarró y se la puso como puedo, sin preocuparse ni por un momento de su aspecto, y se encontró de pronto cara a cara ante un tipo como un armario, tatuado y con la cabeza rapada.

– ¡Maricón! ¿Por qué no miras por dónde vas, joder?

– ¡Que te jodan! -le contestó, a voz en grito, olvidándose por un instante de afinar la voz, se puso en pie como pudo, agarrándose con una mano la peluca rubia, y se puso en marcha trastabillando, consciente del olor a café caliente y de la desagradable sensación del líquido caliente que le corría por el cuello.

– ¡Nenaza de mierda! -rugió la voz a sus espaldas, mientras él arrancaba a correr, abriéndose paso por entre un grupo de turistas japoneses, con la mirada fija en el paraguas de la mujer que se movía en la distancia. Para su sorpresa, no se paró a mirar en L. K. Bennett, sino que siguió recto y se metió en las Lanes.

Giró a la izquierda. La siguió. Dejó atrás un pub y luego otra joyería. El metió la mano en el bolso, sacó un pañuelo de papel y se secó el café de la cara, rezando para que no le hubiera estropeado el maquillaje.

La rubia cruzó la concurrida Ship Street y giró a la derecha; luego a la izquierda por la calle de las boutiques caras: Duke's Lane.

«¡Buena chica!»

Entró en Profile, la primera tienda a la derecha.

Él miró por el escaparate. Pero no prestó atención a la exposición de zapatos y botas de los estantes, sino a su propio reflejo. Disimulando todo lo que pudo, se ajustó la peluca. Entonces se miró más de cerca el rostro: parecía que estaba todo bien, no vio manchas extrañas.

Entonces volvió a observar a la rubia. Estaba sentada en una silla, mirando su BlackBerry, apretando teclas. Apareció una vendedora con una caja, se la abrió con la misma ceremonia con que levanta un camarero la tapa de una sopera y le presentó su contenido a examen.

La rubia asintió, complacida.

La vendedora sacó un zapato Manolo Blahnik de satén azul y tacón alto con una hebilla cuadrada con brillantes.

Observó a la rubia mientras se probaba el zapato. Ella se puso en pie y caminó por la moqueta, observando el reflejo de su pie en los espejos. Parecía que le gustaba.

Entonces él entró en la tienda y empezó a mirar zapatos, aspirando el embriagador cóctel de aroma a piel curtida y a Armani Code. Vio a la rubia con el rabillo del ojo, la observó y «escuchó».

La vendedora le preguntó si querría probarse también el zapato izquierdo. La rubia dijo que sí.

Mientras se paseaba por la gruesa moqueta, la vendedora se acercó a él. Era una joven delgada, con el cabello oscuro y un acento irlandés. Le preguntó si podía ayudarle. Él, con su voz más fina, respondió que «solo estaba mirando, gracias».

– Tengo que dar un discurso importante la semana que viene -explicó la rubia. Tenía acento norteamericano, observó él-. Es un evento de media tarde. Me he comprado un vestido azul divino. Creo que el azul es un buen color para el día. ¿Qué le parece?

– El azul tiene que sentarle muy bien, señora. Lo veo en los zapatos. Y es un color muy propio para el día.

– Sí, ah, sí. Yo también lo creo. Ah, sí. Debería haber traído el vestido, pero ya veo que van a hacer juego.

– Combinan con muchos tonos de azul.

– Ah, sí…

La rubia se quedó mirando el reflejo de sus zapatos en el espejo unos momentos, y se dio unos golpecitos en los dientes con la uña. Entonces dijo las palabras mágicas:

– ¡Me los quedo!

«¡Buena chica!» Los Manolos eran estupendos. Preciosos. De categoría. Y lo más importante: tenían unos tacones de trece centímetros.

¡Perfecto!

Y le gustaba su acento. ¿Sería de California?

Se acercó con disimulo al mostrador donde tenía lugar la compra, escuchando atentamente, mientras fingía examinar un par de chinelas marrones.

– ¿La tenemos en el listado de dientas, señora?

– No creo.

– ¿Le importaría que la apuntáramos? Podríamos informarla de nuestras rebajas. Puede encontrar unas gangas excepcionales.

Ella se encogió de hombros.

– Bueno. ¿Por qué no?

– ¿Me da su nombre?

– Dee Burchmore. Señora.

– ¿Y su dirección?

– Sussex Square, 53.

«Sussex Square. En Kemp Town», pensó. Una de las plazas más bonitas de la ciudad. La mayoría de sus casas señoriales estaban divididas en pisos. Había que ser neo para tener una casa entera allí. Y también para comprarse aquellos Manolos. Y el bolso a juego, que ahora tenía entre las manos. Del mismo modo que la tendría él entre las manos muy pronto.

«Kemp Town», pensó. ¡Menuda coincidencia!

Aquello le traía buenos recuerdos.

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