Capítulo 108

Domingo, 18 de enero de 2010

Hacía poco que en el depósito de cadáveres de Brighton y Hove habían hecho considerables obras de renovación. El motivo era que cada vez había más gente que se mataba comiendo, y que los más gordos no cabían en las neveras. Así que se habían instalado neveras de gran tamaño para darles cabida.

Aunque desde luego no hizo falta una nevera de gran tamaño para alojar los restos desecados de la mujer que yacía en la mesa de acero inoxidable, en el centro de la reformada sala de autopsias, aquella tarde de domingo a las cinco y media.

Pese a llevar media hora allí dentro, Grace no se había acostumbrado aún al terrible olor, y respiraba a través de la boca entreabierta. Entendía por qué antes la mayoría de los forenses fumaban y. por qué realizaban su trabajo con un cigarrillo entre los labios. Los que no fumaban se ponían un poco de ungüento, como el Vicks, sobre el labio superior. No obstante, parecía ser que aquella tradición había desaparecido con la introducción de la ley antitabaco, unos años atrás. A él, desde luego, no le habría ido mal disponer de uno de aquellos dos remedios.

¿Acaso era el único de los presentes en la sala a quien le afectaba?

Allí dentro, con sus trajes protectores, máscaras y botas de goma, estaban el funcionario del juzgado, la arqueóloga forense Joan Major, el fotógrafo de la Científica, James Gartrell, que iba grabando en vídeo y en fotografía todas las fases del examen, Cleo y su ayudante, Darren Wallace y, en el centro, Nadiuska de Sancha. La patóloga del Ministerio del Interior, nacida en España y de origen ruso, era una belleza escultural a la que casi todos los agentes varones de la Policía de Sussex deseaban en silencio, y con la que les gustaba trabajar, ya que era rápida y siempre estaba de buen humor.

También estaba presente Glenn Branson. No es que su presencia fuera necesaria, pero Grace había decidido que era mejor tenerle ocupado, en lugar de dejarle que siguiera dándole vueltas a su calamitosa separación.

Siempre se le hacía raro asistir a una autopsia en la que participara Cleo. Le resultaba casi una extraña, activa, eficiente e impersonal, salvo por alguna sonrisa ocasional que le pudiera lanzar.

Desde el inicio del examen, Nadiuska había tomado muestras de cada centímetro de la piel de la mujer con cintas adhesivas que había embolsado por separado con la esperanza de que contuvieran alguna célula cutánea o de semen invisible a simple vista, o algún pelo o una fibra de tejido.

Grace se quedó contemplando el cuerpo, hipnotizado. La piel estaba casi negra por la deshidratación, prácticamente momificada. La larga melena castaña estaba bien conservada. Los pechos, aunque encogidos, eran visibles, al igual que el vello púbico y la pelvis.

El cadáver presentaba una muesca en la parte posterior del cráneo, atribuible a algún duro golpe o a una caída. Antes de pasar al examen en detalle, por lo que veía a primera vista, Nadiuska determinó que con un golpe así en aquella parte del cráneo bastaría para matar a una persona.

Joan dijo que los dientes indicaban que la mujer estaría entre el final de la adolescencia y los veinticinco años.

«La edad de Rachael Ryan. ¿Es este el aspecto que tendría ahora, si es que está tan muerta como tú? Eso, si tú no eres ella…», pensó Grace.

Para intentar determinar su edad con mayor precisión, Nadiuska había procedido a retirar parte de la piel del cuello del cadáver, para dejar la clavícula a la vista. Major observaba atentamente.

La arqueóloga forense de pronto se mostró más animada.

– ¡Sí, mira! Mira la clavícula. ¿La ves? No hay señales de fusión en la clavícula medial, ni siquiera al inicio del hueso. Eso suele ocurrir hacia los treinta años. Así que podemos determinar con bastante certeza que tenía menos de treinta años; veintipocos, diría yo. Podré dar una edad más aproximada cuando tengamos el esqueleto a la vista.

Grace se quedó mirando el rostro de la muerta, sintiendo una profunda tristeza por ella.

«¿Eres tú, Rachael Ryan?»

Estaba cada vez más seguro de que lo era.

Recordó claramente cuando tuvo que hablar con sus padres, que estaban destrozados en aquellos días terribles tras su desaparición, la Navidad de 1997. Se acordaba de su rostro, de cada detalle, pese a que hacía tantos años. Aquel rostro sonriente, feliz, aquella cara bonita; una cara tan joven y tan llena de vida…

«¿Te he encontrado por fin, Rachael? Demasiado tarde, lo sé. Siento mucho que sea tan tarde. Perdóname. He hecho todo lo que he podido.»

Un análisis de ADN le diría si tenía razón, y no iba a haber problemas para obtener una buena muestra. Tanto la patóloga como la arqueóloga forense estaban profundamente impresionadas ante el estado del cadáver. Nadiuska declaró que estaba mejor conservado que algunos cuerpos que solo llevaban muertos unas semanas, y lo atribuyó al hecho de que la hubieran envuelto en dos capas de plástico y a que hubiera sido enterrada en un terreno seco.

En aquel momento, Nadiuska estaba realizando un raspado vaginal, y embolsaba y etiquetaba cada muestra a medida que iba profundizando.

Grace siguió mirando el cuerpo, los doce años que se le habían escapado. Y de pronto se preguntó si, un día, se encontraría en un depósito, en algún lugar, contemplando un cadáver y declarando que se trataba de Sandy.

– ¡Es muy curioso! -anunció Nadiuska-. ¡La vagina está absolutamente intacta!

Grace no podía apartar los ojos del cadáver. La larga melena castaña tenía una frescura casi obscena, comparada con la piel marchita de la que salía. Había oído hablar del mito de que el cabello y las uñas siguen creciendo tras la muerte. La realidad, más prosaica, era que la piel se contrae: eso es todo. Todo se detiene con la muerte, salvo las células parasitarias del interior del cuerpo, que se ponen las botas cuando ven que el cerebro ya no envía anticuerpos para combatirlas. Así que, cuanto más se encoge la piel, marchitándose, devorada desde el interior, más quedan expuestos el cabello y las uñas.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó de pronto Nadiuska-. ¡Mirad lo que tenemos aquí!

Grace se giró hacia ella, sobresaltado. Su mano, enfundada en un guante, sostenía un pequeño objeto de metal con un fino mango. Algo colgaba de su extremo. Al principio pensó que se trataba de un trozo de carne.

Luego, mirando con más atención, vio lo que era realmente.

Un preservativo.

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