Capítulo 61

Jueves, 13 de enero de 1998

La anciana estaba sentada en el asiento del conductor de la furgoneta robada, en lo alto de la pronunciada pendiente, con el cinturón de seguridad tan apretado como era posible. Tenía las manos apoyadas en el volante, el motor en punto muerto y las luces apagadas.

El estaba de pie a su lado, con la puerta del coche abierta, con los nervios de punta. La noche era cerrada y el cielo estaba densamente poblado de nubes. No le habría ido nada mal un poco de luz de luna, pero eso no podía arreglarlo.

Sus ojos escrutaron la oscuridad. Eran las dos de la madrugada y aquella carretera secundaria, unos cientos de metros al norte de la entrada del club de golf Waterhall, a unos tres kilómetros de Brighton, estaba desierta. Había un pronunciado descenso de casi un kilómetro, con una curva brusca a la izquierda al final, y a partir de ahí la carretera se abría paso por el valle entre los South Downs. Lo mejor de aquel lugar, pensó, era que, por los faros, podría ver si venía alguien a casi dos kilómetros de distancia en ambas direcciones. De momento todo estaba despejado.

¡Manos a la obra!

Metió el cuerpo en el coche, soltó el freno de mano y dio un salto atrás mientras la furgoneta se ponía en marcha. Cogió velocidad rápidamente. La puerta del conductor se cerró de un portazo seco. La furgoneta viró hacia el carril contrario y se mantuvo allí, sin dejar de coger velocidad.

Por fortuna no venía ningún vehículo en sentido contrario, porque la anciana no estaba en condiciones de evitar la colisión, ni de reaccionar de ningún modo, puesto que llevaba muerta diez días.

El se subió a su bicicleta y, con el impulso adicional proporcionado por el peso suplementario de la mochila, pedaleó y luego se dejó ir colina abajo tras ella.

Frente a él distinguió la forma de la furgoneta (que había robado de una obra), que iba acercándose al arcén; en un momento de desesperación, tuvo la certeza de que iba a dar contra el grueso seto de aulagas, que la habría detenido. Pero entonces, milagrosamente, viró una pizca a la izquierda, hizo una ligera corrección y se lanzó colina abajo recta como una bala, como si realmente la anciana controlara la dirección. Como si estuviera disfrutando del subidón de su vida. O más bien, pensó él, de su muerte.

– ¡Venga, preciosa! ¡Adelante, Molly! -la animó-. ¡Pisa a fondo!

La furgoneta, que tenía el nombre de la empresa Bryan Barker Builders grabado por todas partes, seguía ganando velocidad. Ahora iba tan rápida que su perseguidor sintió una peligrosa sensación de pérdida de control. Accionó los frenos de la bicicleta, redujo un poco la marcha y dejó que la furgoneta se alejara. Era difícil calcular la distancia. Los setos se iluminaron. Sintió un aleteo cerca del rostro. ¿Qué coño era aquello? ¿Un murciélago? ¿Un búho?

El viento, húmedo y frío, le golpeaba en los ojos, y lo hizo llorar hasta casi cegarlo.

Frenó con más fuerza. Se acercaban al fondo, a una curva a la izquierda. La furgoneta siguió recto. Cuando la furgoneta atravesó el seto y la valla de una granja oyó el chirrido, el chasquido, el crujido de la alambrada. Frenó la bicicleta, derrapando y dejándose las suelas de las deportivas en el asfalto, a punto de salir despedido.

A través de las lágrimas que le inundaban los ojos, ya más acostumbrados a la oscuridad, vio una enorme masa negra que desaparecía. Luego oyó un impacto metálico, sordo y potente.

Saltó de la bici, la tiró contra el seto, sacó la linterna y la encendió; luego se abrió paso por el agujero en el seto. El haz de luz encontró su objetivo.

– ¡Perfecto! ¡Oh, sí, perfecto! ¡Estupendo! ¡Muy bien, cariño, sí! ¡Molly, eres un encanto! ¡Lo conseguiste, Molly! ¡Lo conseguiste!

La furgoneta estaba volcada, sobre el techo, con las cuatro ruedas girando.

Corrió hacia allí y luego se detuvo, apagó la linterna y miró en todas direcciones. Seguía sin ver ningún faro. Entonces enfocó la linterna hacia el interior. Molly Glossop colgaba del cinturón de seguridad, con la boca cerrada gracias a los puntos que le atravesaban los labios; el cabello le colgaba desordenadamente en cortos mechones grises.

– ¡Gracias! -susurró, como si su voz pudiera llegar muy lejos-. ¡Buena carrera!

Se sacó la mochila de la espalda y soltó las hebillas con dedos temblorosos. Llevaba las manos enfundadas en guantes. Luego sacó el bidón de plástico de cinco litros lleno de gasolina, se abrió paso por entre el trigo mojado y el barro pegajoso del suelo, llegó hasta la puerta del conductor e intentó abrirla.

No se movía.

Soltó un improperio, dejó el bidón en el suelo y tiró de la manilla con ambas manos, con toda su fuerza, pero el metal emitió un quejido lastimero y solo cedió unos centímetros.

No importaba, porque la ventana estaba abierta; eso sería suficiente. Echó otra mirada nerviosa en ambas direcciones. Seguía sin aparecer ningún vehículo.

Desenroscó la tapa del bidón, que se separó y dejó escapar el aire con un silbido, y vertió el líquido por la ventana. Echó toda la gasolina que pudo sobre la cabeza y el cuerpo de la anciana.

Cuando se acabó, volvió a poner la tapa y metió el bidón de nuevo en su mochila, ajustó las hebillas y se la puso a la espalda.

A continuación, se separó unos metros de la furgoneta, saco un paquete de cigarrillos, extrajo uno y se lo puso en la boca. Las manos le temblaban tanto que le costó accionar la rueda del encendedor. Por fin se encendió una llama, pero el viento la apagó enseguida.

– ¡Mierda! ¡Joder! ¡No me hagas esto!

Volvió a intentarlo, haciéndose pantalla con la mano, y por fin consiguió encender el cigarrillo. Le dio dos caladas profundas y una vez más miró hacia la carretera por si veía algún faro.

«Mierda.»

Un vehículo venía cuesta abajo.

«Que no nos vea. Por favor, que no nos vea.»

Se echó entre el trigo. Oyó el rugido del motor. Sintió la luz de los faros que pasaba por encima y luego volvió la oscuridad.

El ruido del motor se hacía cada vez más tenue.

Se puso en pie. El rojo de las luces traseras apenas se veía, luego desapareció. Volvió a verlas unos segundos más tarde. Después desaparecieron del todo.

Esperó unos segundos más antes de acercarse a la furgoneta. Entonces lanzó el cigarrillo por la ventanilla abierta del lado del conductor, se giró y corrió unos metros. Se detuvo y miró atrás.

No sucedió nada. Ni rastro de una llama. Nada de nada.

Esperó un rato que le pareció eterno. Seguía sin pasar nada.

«¡No me hagas esto!»

Ahora se acercaban unos faros procedentes del otro lado de la carretera.

«¡Que no sea la furgoneta que ha pasado antes, que ha dado la vuelta para mirar por el agujero del seto!»

Para su alivio, no lo era. Era un coche, y por el ruido parecía que iba a toda mecha, subiendo la cuesta con el motor al máximo de revoluciones. Por las débiles luces de cola debía de ser una vieja tartana; al sistema eléctrico no debía de gustarle mucho la humedad.

Esperó otro minuto, aspirando los vapores de la gasolina que cada vez impregnaban más el aire, pero seguía sin pasar nada. Entonces encendió un segundo cigarrillo, se acercó con cuidado y lo tiró dentro. El resultado fue el mismo. Nada.

El pánico empezó a adueñarse de él. ¿Estaría mal la gasolina?

Un tercer vehículo bajó la pendiente y pasó de largo.

Se sacó el pañuelo del bolsillo, se acercó cuidadosamente a la furgoneta y vio ambos cigarrillos, empapados e inertes, en el charco de gasolina que se había formado en el techo de la furgoneta. ¿Qué coño era aquello? ¡En las películas la gasolina siempre prendía con cigarrillos! Mojó el pañuelo en el charco de gasolina, dio un paso atrás y lo encendió.

Se produjo una llamarada tan violenta que, del susto, lo soltó y cayó al suelo. El pañuelo ardía con tal intensidad que lo único que pudo hacer fue esperar a que las llamas lo consumieran.

Otro jodido coche bajaba por la cuesta. A toda prisa, pisoteó el pañuelo en llamas una y otra vez, hasta apagarlo. Con el corazón en un puño, esperó a que las luces y el ruido del motor desaparecieran.

Se descargó de nuevo la mochila, se quitó el anorak, hizo con él una bola, se asomó por la ventanilla y lo mojó en el charco de gasolina un par de segundos. Luego dio un paso atrás, sosteniéndolo con el brazo estirado, y lo abrió. Accionó el encendedor y el anorak se prendió con un enorme ¡UMPF!

Las llamas saltaron en su dirección, implacables, chamuscándole el rostro. Olvidándose del dolor, lanzó el anorak en llamas por la ventanilla, y esta vez el resultado fue inmediato.

Todo el interior de la furgoneta se encendió como un horno. Por unos segundos vio claramente a Molly Glossop, antes de que el cabello desapareciera y ella empezara a oscurecerse. Se quedó mirando las llamas, fascinado, observando a la anciana mientras esta se ponía cada vez más oscura. El depósito explotó. La furgoneta quedó envuelta en llamas.

Agarró su mochila, volvió trastabillando al lugar donde había dejado la bicicleta, subió en ella y se alejó de aquel lugar pedaleando todo lo rápido que pudo, sintiendo el agradable y silencioso aire fresco en la cara, siguiendo la tortuosa ruta que se había marcado para volver a Brighton.

No se encontró con ningún vehículo hasta llegar a la carretera principal. Escuchó atentamente por si oía alguna sirena. Pero no oyó nada.


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