Capítulo 11

Jueves, 1 de enero de 2010

Varias de las casas de la calle residencial donde se encontraba el hospital tenían luces de Navidad en las ventanas y coronas decorativas en la puerta. Muy pronto volverían a sus cajas y permanecerían otro año guardadas, pensó Grace con cierta tristeza, al tiempo que reducía la velocidad y se acercaba a la entrada de la mole de cemento sucio y ventanas con cortinas de mal gusto que era el hospital de Crawley. Le gustaba el influjo mágico que tenían las fiestas de Navidad en todo el mundo, aunque a él le tocara trabajar.

Sin duda, bajo el cielo azul y soleado que se habría imaginado el arquitecto al proyectarlo, el edificio tendría un aspecto mucho más agradable que el que ofrecía aquella lluviosa mañana de enero. Grace pensó que probablemente al arquitecto se le habría olvidado pensar en las persianas que tapaban la mitad de sus ventanas, las decenas de coches aparcados en desorden en el exterior, la plétora de señales de tráfico y las manchas de humedad de las paredes.

Branson solía disfrutar asustándolo con sus habilidades al volante, pero esta vez le había dejado conducir a él, para poder concentrarse en el resumen completo que quería hacerle de su horrible semana de fiestas. El matrimonio de Glenn, que había alcanzado nuevas cotas negativas en las semanas previas, se había deteriorado aún más el día de Navidad.

Tras el berrinche que le provocó ver que su esposa, Ari, había cambiado las cerraduras de su casa, la mañana de Navidad la situación se desbordó y Glenn perdió completamente los nervios al llegar cargado de regalos para sus dos hijos pequeños y encontrarse con que ella no le permitía la entrada. El, que había sido un fornido gorila de discoteca, abrió la puerta principal de una patada y se encontró, tal como sospechaba, al nuevo amante de su esposa en su casa, jugando con «sus» hijos, frente a su árbol de Navidad. ¡Por Dios santo!

Ella había llamado a la Policía y él se había librado por poco de ser arrestado por los agentes enviados a la casa desde la División Este de Brighton, lo que habría puesto punto final a su carrera.

– Bueno, ¿y tú qué habrías hecho?

– Probablemente lo mismo. Pero eso no significa que esté bien.

– Ya -respondió, y se quedó callado un momento-. Tienes razón. Pero cuando me encontré a ese capullo del entrenador personal jugando a la X-Box con «mis» hijos…, podría haberle arrancado la cabeza y haber jugado a baloncesto con ella.

– Vas a tener que echarte el freno de algún modo, colega. No quiero que esto acabe con tu carrera.

Branson se quedó mirando la lluvia a través del parabrisas. Luego se limitó a decir, con un hilo de voz:

– ¿Y eso qué importa? Ya nada importa.

Roy le tenía un gran cariño a aquel tipo, a aquel tiarrón, enorme, noble y de buen corazón. Lo había conocido unos años atrás, cuando Glenn era un agente recién incorporado al cuerpo. En él reconoció muchos aspectos de sí mismo: las ganas, la ambición. Y Glenn tenía aquel elemento clave necesario para ser un buen policía: una gran inteligencia emocional. Desde entonces, Grace se había erigido en mentor suyo. Pero ahora que su matrimonio se desintegraba y que empezaba a dejarse llevar por su temperamento, Glenn estaba peligrosamente cerca de perderlo todo.

También se hallaba peligrosamente cerca de dañar la profunda amistad que los unía. Durante los últimos meses, Branson había sido su inquilino, y aún ocupaba su casa frente al mar, en Hove. A Grace aquello no le importaba, ya que de hecho él se había instalado en casa de Cleo, una vivienda independiente en el barrio de North Laine, en el centro de Brighton. Pero no le gustaba que su amigo toqueteara su preciosa colección de discos, ni las constantes críticas a sus gustos musicales.

Como ahora.

A falta de coche propio -su querido Alfa Romeo, que había quedado destrozado en una persecución unos meses atrás y que aún era objeto de disputa con la compañía de seguros-, Grace se veía obligado a usar coches de la Policía, que eran todos pequeños Ford o Hyundai Getz. Acababa de cogerle el tranquillo a un accesorio para el iPod que Cleo le había regalado en Navidad y con el que podía poner su música en cualquier equipo de radio, y había estado presumiendo ante Branson durante el camino.

– ¿Esta quién es? -preguntó Branson, cambiando de pronto de tema al poner otra canción.

– Laura Marling.

– No tiene personalidad. Parece una imitadora -dijo, tras escuchar un momento.

– ¿Imitadora? ¿De quién?

Branson se encogió de hombros.

– A mí me gusta -afirmó él, desafiante.

Escucharon en silencio unos momentos, hasta que descubrió un hueco e inició la maniobra para aparcar.

– Con las mujeres vocalistas no tienes criterio. Ese es tu problema.

– A mí me gusta. ¿Vale?

– Eres triste.

– A Cleo también le gusta -replicó-. Me lo regaló ella por Navidad. ¿Quieres que le diga que piensas que es una mujer triste?

– ¡Uuuuuu! -respondió Branson, levantando sus enormes y cuidadas manos.

– Sí. ¡Uuuuuu!

– ¡Un respeto! -dijo Branson, pero casi en voz baja, y sin un rastro de humor en su tono.

Las tres plazas reservadas para la Policía estaban ocupadas, pero al tratarse de un día festivo había muchos huecos libres por todas partes. Grace aparcó en uno, apagó el motor y salieron del coche. Luego corrieron bajo la lluvia y se dirigieron al lateral del hospital.

– ¿Alguna vez discutías con Ari sobre música?

– ¿Por qué? -preguntó Branson.

– No sé, me ha entrado la duda.

La mayoría de los visitantes de aquel complejo de edificios no habría notado el pequeño cartel blanco con letras azules que decía Saturn Centre y que indicaba un sendero sin ningún rasgo particular delimitado por la pared del hospital a un lado y un seto al otro. Tenía el aspecto de llevar al patio de las basuras.

Sin embargo, en realidad llevaba al primer Centro de Asistencia a Víctimas de Agresiones Sexuales de Sussex. Era una unidad especializada, recién inaugurada por el comisario jefe, como otras repartidas por Inglaterra, y que suponía un importante cambio en el modo de tratar a las víctimas de violaciones. Grace aún recordaba una época, no tan lejana, en que, aún traumatizadas, tenían que pasar por en medio de la comisaría y someterse a interrogatorio por parte de agentes varones, que en muchos casos hasta se permitían hacer bromitas. Todo aquello había cambiado, y aquel centro era la última aportación.

Allí las víctimas, en un estado de profunda vulnerabilidad, podían ser atendidas por agentes y psicólogas de su mismo sexo, profesionales que harían todo lo posible por reconfortarlas y tranquilizarlas, procediendo al mismo tiempo a la desagradable tarea de buscar la verdad.

Una de las cosas más duras a las que tenían que enfrentarse los agentes de asistencia de víctimas de abusos era al hecho de que las propias víctimas en realidad se convertían en una suerte de escenario del crimen, ya que sus ropas y sus cuerpos podían contener pruebas y rastros de importancia vital. El tiempo, como en todas las investigaciones, era un factor crucial. Muchas víctimas de violación tardaban días, semanas o incluso años en ir a la Policía, y muchas nunca denunciaban las agresiones por no revivir la experiencia más angustiosa de su vida.


Branson y Grace pasaron junto a un contenedor de basuras negro con ruedas y luego al lado de unos conos de tráfico apilados en aquel lugar tan inesperado, y llegaron a la puerta. Roy llamó al timbre y unos momentos después se abrió la puerta. Les hicieron pasar y apareció de la nada una agente que él conocía, pero cuyo nombre no le venía a la mente.

– ¡Feliz Año Nuevo, Roy! -dijo ella.

– ¡Feliz Año!

Grace vio que la mujer miraba a Glenn y se devanó los sesos desesperadamente en busca de su nombre. De pronto le vino a la cabeza.

– Glenn, esta es Brenda Keys. Brenda, este es el sargento Glenn Branson, uno de mis colegas en la Brigada de Delitos Graves.

– Encantada, sargento -dijo ella.

Brenda Keys era una entrevistadora con formación especial que ya interrogaba a las víctimas en Brighton y en otras partes del país antes de que se creara aquel centro. Era una mujer amable y de aspecto inteligente, con el cabello corto y castaño y que llevaba unas grandes gafas; siempre iba vestida de un modo discreto, como en esta ocasión, con unos pantalones negros, una camisa y un suéter gris con el cuello de pico.

Que aquellas salas de entrevistas eran de reciente creación resultaba evidente. Todas olían a moqueta nueva y a recién pintado, y estaban insonorizadas.

Aquello era un laberinto de salas situadas tras puertas cerradas de madera de pino, con una recepción central enmoquetada en beis. Las paredes, pintadas de color crema, estaban decoradas con láminas enmarcadas, fotografías artísticas de vivos colores de escenas familiares de Sussex: las cabinas de la playa de Hove, los molinos Jack y Jill, en Clayton, o el muelle de Brighton. La buena intención era evidente, pero era como si alguien hubiera intentado con demasiado ahínco distanciar a las víctimas que acudían a este lugar de los horrores que habían experimentado.

Se registraron en la recepción. Brenda los puso al día. Mientras lo hacía, se abrió una puerta junto al pasillo y una agente corpulenta, con el cabello de punta, peinado en púas, como si hubiera metido los dedos en el enchufe, se dirigió hacia donde estaban con una sonrisa amistosa.

– Agente Rowland, señor -se presentó-. ¿El superintendente Grace?

– Sí. Y este es el sargento Branson.

– Están en Entrevistas Uno; acabamos de empezar. La agente de enlace Westmore está hablando con la víctima, y el sargento Robertson está observando. ¿Quiere pasar a la sala de observación?

– ¿Cabemos los dos?

– Pondré otra silla. ¿Les puedo traer algo de beber?

– Me iría estupendo un café -dijo Grace-. Cargado, sin azúcar.

Branson pidió una Coca-Cola light.

Siguieron a la agente por el pasillo, dejando atrás puertas con carteles que decían sala de exámenes médicos, sala de reuniones y, por fin, sala de entrevistas.

Poco después la agente abrió otra puerta sin cartel y entraron. La sala de observación era un espacio pequeño, con una estrecha mesa de trabajo blanca ocupada por unos cuantos ordenadores. En la pared había una pantalla plana que mostraba las imágenes de circuito cerrado procedentes de la sala de entrevistas adjunta. El sargento que había acudido en primer lugar al hotel Metropole, un hombre de apenas treinta años con el rostro infantil y una pelusa de cabello rubio cortado a máquina, estaba sentado frente a la mesa con un ordenador portátil enfrente y una botella de agua sin tapón. Llevaba un traje gris que le quedaba fatal y una corbata violeta con un nudo enorme, y tenía la palidez enfermiza de quien se enfrenta a una resaca monumental.

Grace se presentó, y presentó a Glenn. Ambos se sentaron, Roy en una dura silla de oficina con ruedas que la agente acababa de traer.

La pantalla daba una imagen estática de una habitación pequeña y sin ventanas, amueblada con un sofá azul, un sillón del mismo color y una mesita redonda con una gran caja de pañuelos de papel. La moqueta era de un triste gris oscuro y las paredes estaban pintadas de un blanco roto. En lo alto de la pared se veía claramente una segunda cámara con micrófono.

La víctima, una mujer de aspecto asustado y de entre treinta y cuarenta años vestida con un albornoz de rizo con las letras MH bordadas en el pecho, estaba sentada en el sofá, con las manos cruzadas sobre el vientre. Era delgada y tenía un rostro atractivo pero pálido, con el rímel corrido. Su larga cabellera pelirroja estaba hecha una maraña.

Al otro lado de la mesa estaba sentada Claire Westmore, la agente de enlace con víctimas de agresión sexual. Imitaba los gestos de la víctima, sentándose en la misma postura, con los brazos alrededor del vientre también ella.

A lo largo de los años, había aprendido los medios más efectivos para obtener información de las víctimas y de los testigos durante las entrevistas. El primer principio tenía que ver con el código de vestuario. Nunca hay que llevar nada que pueda distraer al sujeto, como rayas o colores vivos. Westmore iba vestida al efecto, con una camisa azul lisa y un suéter azul marino con el cuello de pico, pantalones negros y unos sencillos zapatos negros. Tenía su media melena rubia recogida con una cinta, lo que dejaba la cara despejada. La única joya que llevaba era una sencilla gargantilla de plata.

El segundo principio era poner a la víctima o al testigo en posición de dominio, hacer que se relajara. Por eso, la entrevistada, Nicola Taylor, estaba en el sofá, mientras que la agente estaba en una silla.

La imitación de los gestos era una técnica clásica. Imitando los del sujeto, a veces este se relaja hasta el punto de que empieza a imitar al entrevistador. Cuando eso ocurre, ya se adquiere control sobre la víctima, que consiente, establece una relación con su interlocutor y, en la jerga de los interrogatorios, empieza a «cantar».

Grace tomó alguna nota mientras Westmore, con su suave acento de Liverpool, intentaba llegar lenta y con cuidado a la mujer, callada y traumatizada, y sacarle alguna respuesta. Un alto porcentaje de las víctimas de violación sufren un trastorno de estrés postraumático inmediatamente después de la agresión, y su estado de tensión les impide mantener la concentración. Westmore actuaba con inteligencia, siguiendo las líneas de actuación con atención, empezando por los hechos más recientes primero para luego ir retrocediendo en el tiempo.

Durante sus años como policía, de los numerosos cursos sobre interrogatorios a los que había asistido, Grace había aprendido algo que le gustaba decir a sus compañeros de equipo: no existen malos testigos, sino malos interrogadores.

Pero esta agente parecía saber exactamente lo que se hacía.

– Sé que tiene que ser muy difícil para ti hablar de esto, Nicola -le dijo-. Pero me ayudaría a entender lo sucedido y sería muy útil para intentar encontrar al que te ha hecho esto. No tienes que contármelo hoy si no quieres.

La mujer se quedó mirando hacia delante en silencio, retorciendo las manos una con otra, agitada.

Grace sintió una pena terrible por ella.

La agente también empezó a retorcerse las manos. Al cabo de unos momentos, preguntó:

– Creo que estabas en la cena de Fin de Año en el Metropole con unas amigas, ¿no?

Silencio.

Unas lágrimas cayeron por las mejillas de la joven.

– ¿Hay algo que puedas decirme hoy?

Ella sacudió la cabeza enérgicamente.

– Bueno, no hay problema -dijo Westmore. Se quedó sentada en silencio un rato, y luego le preguntó-: En esta cena, ¿bebiste mucho?

La mujer sacudió la cabeza.

– ¿Así que no estabas bebida?

– ¿Por qué cree que estaba bebida? -replicó ella de pronto.

La agente sonrió.

– Es una de esas noches en que todos bajamos un poco la guardia. ¡Yo no bebo mucho, pero en Nochevieja suelo acabar como una cuba! Solo me ocurre esa noche.

Nicola se miró las manos.

– ¿Es eso lo que cree? -dijo, en voz baja-. ¿Que estaba como una cuba?

– Estoy aquí para ayudarte. No presupongo nada, Nicola.

– Estaba absolutamente sobria -dijo, molesta.

– Vale.

Grace vio con alivio que la mujer reaccionaba. Aquello era una señal positiva.

– No te estoy juzgando, Nicola. Solo quiero saber qué pasó. Entiendo, de verdad, lo difícil que es hablar de lo que has pasado, y quiero ayudarte en todo lo que pueda. Y solo puedo hacerlo si me cuentas con detalle qué es lo que te pasó.

Un largo silencio.

Branson dio un sorbo a su Coca-Cola. Grace bebió de su café.

– Podemos poner fin a esto cuando tú quieras, Nicola. Si prefieres que lo dejemos hasta mañana, no importa. O hasta pasado mañana. Cuando a ti te parezca. Yo solo quiero ayudarte. Es lo único que me importa.

Otro largo silencio.

Entonces Nicola Taylor de pronto soltó la palabra:

– Zapatos.

– ¿Zapatos?

Volvió a quedarse en silencio.

– ¿Te gustan los zapatos, Nicola? -insistió la agente. Al no obtener respuesta, comentó con aire despreocupado-: Los zapatos son mi gran debilidad. Antes de Navidad me fui a Nueva York con mi marido, y casi me compro unas botas Fendi que costaban ochocientos cincuenta dólares…

– Los míos eran Marc Jacobs -dijo Nicola Taylor, casi en un murmullo.

– ¿Marc Jacobs? ¡Me encantan sus zapatos! -respondió-. ¿Se los llevaron con tu ropa?

Otro largo silencio.

Entonces la mujer dijo:

– Me obligó a hacer cosas con ellos.

– ¿Qué tipo de cosas? Intenta…, intenta contármelo.

La chica se echó a llorar de nuevo. Luego, entre sollozos, empezó a explicarlo con todo detalle, pero lentamente, con largos silencios intermedios en los que intentaba recuperar la compostura, y en ocasiones dejándose llevar pese a las náuseas, que le provocaban arcadas.

Mientras escuchaban, en la sala de observación, Branson se giró hacia su colega y le hizo una mueca de dolor.

Grace le devolvió la mirada y se sintió muy incómodo. Pero mientras escuchaba pensaba a toda máquina. Se acordó de aquel caso frío tirado por el suelo de su despacho y que acababa de releer a fondo. Pensaba en 1997. Recordaba fechas. Un patrón. Un modus operandi. Pensaba en las declaraciones de las víctimas de entonces, algunas de las cuales había repasado hacía muy poco tiempo.

Volvía a experimentar aquella sensación de frío en las venas tantos años después.

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