Capítulo 14

Sábado, 3 de enero de 2010

Si se le pregunta a la gente dónde estaba y qué hacía en el momento -en el preciso momento- en que se enteraron del impacto de los aviones contra las Torres Gemelas el 11 de septiembre, o de la muerte de la princesa Diana, o de que habían matado a tiros a John Lennon o, en el caso de los más mayores, del asesinato de John F. Kennedy en Dallas, la mayoría sabrá responder con una claridad cristalina.

Roxy Pearce era diferente. Los momentos que marcaban su vida coincidían con los días en los que se compraba por fin los zapatos que tanto había anhelado. Podría decir con toda exactitud qué pasaba en el mundo el día en que había adquirido sus primeros Christian Louboutin. O sus primeros Ferragamo. O sus primeros Manolo Blahnik.

Pero todos aquel día, mientras revoloteaba por la moqueta gris de la tienda Ritzy Shoes de Brighton, todos aquellos tesoros acumulados en sus armarios parecían insignificantes.

– ¡Oh, sí! ¡Oh, Dios mío, sí!

Se miró los tobillos. Pálidos, ligeramente azulados por efecto de las venas visibles bajo la superficie, demasiado finos y huesudos. Nunca habían sido su rasgo más atractivo, pero tenía que admitir que de pronto se habían transformado: eran un par de tobillos de una belleza arrebatadora. Las finas correas de piel negra los envolvían como frondas de vegetación, sensuales, vivas, impetuosas, que cubrían su piel blanca a ambos lados del prominente hueso.

¡Era la imagen del sexo sobre tacones!

Se miró al espejo. La imagen del sexo sobre tacones le devolvía la mirada. Su melena lacia y negra; un cuerpo estupendo; sin duda nadie diría que al cabo de tres meses cumpliría treinta y siete años.

– ¿Usted qué cree? -preguntó a la vendedora, volviendo a mirarse al espejo, los altos tacones de aguja, la suela curvada, el brillo mágico de la piel negra.

– ¡Están hechos para usted! -respondió la mujer, de unos treinta años, con seguridad-. Sin duda están hechos para usted.

– ¡Eso creo yo! -exclamó Roxy con un gorjeo-. ¿A usted también se lo parece?

Estaba tan emocionada que varias personas se la quedaron mirando. Había mucha gente por Brighton aquella mañana, el primer sábado del año nuevo. Los cazadores de gangas habían salido en masa, en busca de unas rebajas de Navidad aún más rebajadas.

Una dienta de la tienda no se giró. Cualquiera que hubiera mirado habría visto una mujer de edad media elegantemente vestida, con un abrigo oscuro y largo sobre un suéter de cuello alto y unas botas de tacón alto de aspecto caro. Sin bajarle el cuello del suéter, no habrían podido ver la masculina nuez que ocultaba.

El hombre disfrazado de mujer no se giró, porque él ya estaba mirando a Roxy desde antes. Llevaba observándola con disimulo desde el momento en que había pedido que le dejaran probarse aquellos zapatos.

– ¡Jimmy Choo nunca falla! -manifestó la vendedora-. Realmente sabe lo que funciona.

– ¿Y cree que son mi estilo? No resulta muy fácil caminar con ellos puestos.

Roxy estaba nerviosa. Bueno, cuatrocientas ochenta y cinco libras eran mucho dinero, en especial en aquel momento en que el negocio de software de su marido estaba a punto de irse al garete y su agencia de relaciones públicas apenas empezaba a repuntar.

¡Pero tenían que ser suyos!

Sí, claro, con cuatrocientas ochenta y cinco libras podía comprar un montón de cosas.

¡Pero ninguna le daría el mismo placer que aquellos zapatos!

Quería enseñárselos a sus amigas. Pero deseaba, sobre todas las cosas, ponérselos para Iannis, su amante, con el que llevaba seis semanas viviendo un tórrido romance. Desde luego no era el primer amante que tenía en doce años de matrimonio, pero sí el mejor. ¡Sin duda!

Solo de pensar en él, el rostro se le iluminó con una gran mueca. Luego sintió una punzada de dolor en el corazón. Ya había pasado por aquello dos veces antes y sabía que tendría que haber aprendido de la experiencia. La Navidad era la peor época para una pareja de amantes. Era cuando la gente dejaba de ir a trabajar y se dedicaba a sus reuniones familiares. Aunque ellos no tenían niños -ni ella ni Dermot los habían querido-, se había visto obligada a acompañar a su marido a ver a la familia en Londonderry durante cuatro días en Navidad, y luego, los cuatro siguientes los habían pasado con los padres de ella -los viejos P, como los llamaba Dermot- en los lejanos bosques de Norfolk.

El único día en que habían quedado para verse, antes de fin de año, Iannis, que era propietario de dos restaurantes griegos en Brighton y de un par más en Worthing y Eastbourne, había tenido que irse repentinamente a Atenas para visitar a su padre, que había sufrido un ataque al corazón.

Aquella tarde iban a verse por primera vez desde el día antes de Nochebuena, y le parecía que hacía más de un mes. O dos. O un año. ¡O una vida! No veía el momento de verlo. Lo deseaba. Lo necesitaba.

Y lo había decidido: ¡quería que la viera con aquellos zapatos!

A Iannis le iban los pies. Le encantaba quitarle los zapatos, aspirar sus aromas, olerlos por todas partes e inhalar su esencia, como si estuviera catando un vino de calidad en presencia del orgulloso bodeguero. ¡A lo mejor hoy le pediría que no se quitara sus Jimmy Choo! La idea la ponía tanto que notaba que estaba empezando a lubricar.

– Lo mejor de estos zapatos es que puede llevarlos con ropa muy de vestir o completamente informal -prosiguió la vendedora-. Con los vaqueros le quedan estupendos.

– ¿Usted cree?

Era una pregunta tonta. Por supuesto que lo creía. La vendedora estaba dispuesta a decirle que le quedaban bien aunque se hubiera presentado vestida con una bolsa de basura llena de cabezas de sardina.

Roxy llevaba puestos aquellos DKNY ajustados porque Iannis le decía que los vaqueros le marcaban un culo estupendo. A él le gustaba bajarle la cremallera y quitárselos poco a poco, diciéndole con aquel acento suyo, marcado y profundo, que era como pelar una apetitosa fruta madura. Le encantaban todas las tonterías románticas que le decía. Dermot ya no le decía nunca nada sexy. Su idea de «preliminares» consistía en cruzar la habitación con los calzoncillos y los calcetines puestos y tirarse un par de pedos.

– Claro -respondió convencida la vendedora.

– Supongo que estos no tendrán descuento, ¿no? ¿No están de rebaja?

– Me temo que no, no. Lo siento. Son de la nueva temporada, acaban de llegar.

– ¡Qué suerte tengo!

– ¿Quiere ver el bolso que va a juego?

– Más vale que no -dijo-. No me atrevo.

Pero la vendedora se lo enseñó igualmente. Y era espléndido. Roxy enseguida llegó a la conclusión de que, después de verlos los dos juntos, los zapatos quedaban un poco incompletos sin el bolso. Si no se compraba aquel bolso, más adelante lo lamentaría, estaba segura.

Dado que la tienda estaba tan llena y que su cerebro estaba tan ocupado en pensar cómo le escondería el recibo a Dermot, no se fijó en ninguna de las otras dientas, entre ellas la del suéter de cuello alto que examinaba un par de zapatos a poca distancia tras ella. Roxy estaba pensando en que tendría que hacerse con la liquidación de la tarjeta de crédito cuando llegara, y quemarla. De todos modos, se trataba de su dinero, ¿o no?

– ¿Está usted en nuestra lista de correo, señora? -le preguntó la vendedora.

– Sí.

– Si me da su código postal, buscaré su ficha.

Ella se lo dio, y la vendedora lo introdujo en el ordenador, junto a la caja.

El hombre, detrás de Roxy, garabateó algo rápidamente en una pequeña agenda electrónica. Un momento más tarde apareció la dirección de la mujer. Pero el hombre no tuvo necesidad de mirar la pantalla.

– ¿Señora Pearce, en el 76 de The Droveway?

– Eso es -confirmó Roxy.

– Muy bien. En total son mil ciento veintitrés libras. ¿Cómo quiere pagar?

Roxy le entregó la tarjeta de crédito.

El hombre disfrazado de mujer se escabulló de la tienda, agitando las caderas. De hecho, con la práctica había aprendido a caminar con cierta gracia, o eso pensaba. Al cabo de un momento ya se había mezclado con la masa de compradores de las Brighton Lanes, golpeteando con los tacones en el duro y frío suelo.

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