Capítulo 17

Sábado, 27 de diciembre de 1997

Rachael estaba tiritando. Una profunda y oscura sensación de terror la agitaba por dentro. Hacía tanto frío que le costaba pensar. Tenía la boca seca y se moría de hambre. De hambre y de sed. No tenía ni idea de qué hora sería: allí dentro estaba oscuro como boca de lobo, así que no podía ver el reloj ni podía saber si era de día o de noche.

¿La habría dejado allí para que muriera o volvería por ella? Tenía que escapar. De algún modo.

Aguzó el oído intentando distinguir algún ruido del tráfico que pudiera darle una pista de si era de día o de noche, o el chillido de alguna gaviota que le dijera si aún estaba cerca del mar. Pero lo único que oía era el sonido de una sirena muy lejana, muy de vez en cuando. Cada vez que la oía aumentaban sus esperanzas. ¿Estaría buscándola la Policía?

Claro que sí, ¿no?

Sin duda sus padres habrían denunciado su desaparición. Le habrían dicho a la Policía que no se había presentado a la comida de Navidad. Estarían preocupados. Los conocía, sabía que habrían ido a su piso a buscarla. No estaba segura siquiera de qué día era. ¿Veintiséis? ¿Veintisiete?

Los temblores iban a más, y el frío le iba penetrando cada vez más en los huesos. Pero no pasaba nada, pensó, mientras tiritase. Cuatro años antes, al acabar el instituto, había trabajado una temporada como lavaplatos en una estación de esquí francesa. Un esquiador japonés había tomado el último telesilla una tarde de ventisca. Los encargados del telesilla se habían confundido y, pensando que la última persona que había subido ya había bajado de la silla, apagaron la corriente. Por la mañana, cuando volvieron a darla, el japonés llegó arriba cubierto de hielo, desnudo y con una gran sonrisa en la cara.

Nadie podía entender por qué estaba desnudo y sonriendo. Pero un monitor de esquí del lugar con el que ella había tenido un breve flirteo le explicó que, durante las últimas fases de la hipotermia, la gente sufría alucinaciones, tenía la sensación de que hacía mucho calor y empezaba a quitarse la ropa.

Sabía que, de algún modo, tenía que mantener la temperatura, evitar la hipotermia. Así que hizo los únicos movimientos que podía, rodando a izquierda y derecha sobre la tela de arpillera. Rodando y rodando. Había momentos en que, totalmente desorientada por la oscuridad, se encontraba de costado y de bruces en el suelo, y otros en que caía de espaldas.

Tenía que salir. De algún modo. Tenía que hacerlo. ¿Cómo? Oh, Dios, ¿cómo?

No podía mover las manos ni los pies. No podía gritar. Tenía la piel de gallina por todo el cuerpo desnudo, como si millones de agujas le estuvieran perforando la piel.

«Por favor, Dios, ayúdame.»

Volvió a rodar y chocó contra el lateral de la furgoneta. Algo cayó con un sonoro clanggggg.

Entonces oyó un borboteo.

Olía a algo penetrante, empalagoso. Aceite para motores, concluyó. Que borboteaba. Glub… Glub… Glub…

Volvió a rodar. Una y otra vez. Acabó con la cara sobre aquel líquido apestoso, que le entró en los ojos, irritándolos y haciéndola llorar aún más.

Entonces cayó en la cuenta: ¡debía de proceder de una lata!

Estaba vertiéndose, así que la tapa de la lata se habría soltado. ¡El cuello de la lata sería fino y redondo! Volvió a girar y algo se movió bajo aquel pringue húmedo y apestoso, con un sonido metálico que rascaba contra el suelo.

Cataclong… Cataclong… Clangggg.

La inmovilizó contra el lateral de la furgoneta. La palpó, sintió que se movía, la hizo girar hasta ponerla plana, con la abertura hacia fuera. Entonces se apretó contra el afilado cuello. Sintió el fino borde cortándole la piel. Se revolvió para pegarse a la abertura, sacudiéndose, lentamente, con esfuerzo, y entonces notó que se le escapaba hacia un lado.

«¡No me hagas esto!»

Se retorció hasta que la lata volvió a moverse, hasta que sintió el áspero borde de la abertura otra vez; entonces lo presionó de nuevo, primero suavemente y luego con mayor fuerza, hasta inmovilizarlo. Empezó a moverse poco a poco, frotando lo que fuera con lo que le habían atado las manos. Hacia la derecha, izquierda, derecha, izquierda, durante una eternidad. De pronto, la presión en las muñecas se hizo menor, aunque solo fuera un poco.

No bastaba para darle esperanzas.

Siguió frotando, retorciéndose, frotando. Inspirando y espirando por la nariz. Aspirando los vapores nocivos y mareantes del aceite para motores. Tenía la cara, el rostro, todo el cuerpo empapado de aquel líquido.

La presión sobre sus muñecas se aflojó un poquito más.

Entonces, de pronto, oyó un fuerte sonido metálico y se quedó de piedra. «No, por favor, no.» Parecía la puerta del garaje al abrirse. Un momento más tarde oyó que se abrían las puertas traseras de la furgoneta. Un repentino destello de luz la cegó. Ella parpadeó. Sintió su mirada. Se quedó inmóvil, aterrorizada, preguntándose qué le iba a hacer.

Aparentemente, él se limitó a quedarse ahí, en silencio. Rachael oyó una respiración profunda que no era la suya. Intentó gritar, pero no pudo emitir ningún sonido.

Entonces la luz se apagó.

Oyó que se cerraban las puertas de la furgoneta. Otro fuerte sonido metálico, como la puerta del garaje al cerrarse.

Luego, el silencio.

Escuchó, sin tener claro si él seguía allí. Escuchó un buen rato antes de ponerse a frotar de nuevo las muñecas contra el cuello de la lata. Sentía que le cortaba la carne, pero no le importaba. Cuanto más frotara, más se aflojarían las ligaduras que le ataban las muñecas.


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