Capítulo 55

Lunes, 12 de enero de 2010

La sede de Sussex Security Systems y Sussex Remote Monitoring era un gran edificio de los años ochenta en una zona industrial de Lewes, a diez kilómetros de Brighton.

Cuando el negocio fundado por Garry Starling quince años antes en un pequeño local de Hove se había expandido en dos campos diferenciados, supo que tendría que trasladarse a un lugar mayor. La oportunidad perfecta se presentó cuando el edificio de Lewes se quedó vacío a causa de una bancarrota, con lo que el titular se mostró deseoso de hacer un trato.

Pero lo que le atrajo aún más que los términos favorables del contrato fue la ubicación del edificio, a menos de quinientos metros de la Malling House, cuartel general de la Policía de Sussex. Ya había firmado dos contratos con ellos para la instalación y el mantenimiento de alarmas en un par de comisarías menores que cerraban por la noche, y estaba seguro de que la proximidad al centro neurálgico del departamento no podría traerle nada malo.

Y no se había equivocado. Llamando a diferentes puertas, haciendo mucho la pelota en el campo de golf y ofreciendo precios muy competitivos, había conseguido mucho más trabajo. Además, cuando apenas una década antes, el D.I.C. se trasladó a su nueva sede, la Sussex House, había sido su empresa la que se había llevado el contrato del sistema de seguridad interna.

A pesar de su éxito, a Starling no le interesaban los coches caros y lujosos. Nunca llevaba uno, porque a su modo de ver solo servían para llamar la atención -y cuanto más llamativo el coche, más caros pensarían los clientes que eran sus servidos-. El éxito, para él, significaba libertad. La posibilidad de contratar a gente para hacer los trabajos que no le apetecía hacer a él. La libertad para estar en el campo de golf cuando quisiera. Y de hacer otras muchas cosas. La tarea de derrochar dinero se la dejaba a Denise. Podía gastar todo lo que quisiera.

El día en que se conocieron, ella estaba para comérsela. Le gustaba todo lo que le ponía a él, y era un animal sexual, con pocos límites. Ahora se pasaba el tiempo con el culo en el sofá -un culo cada vez más gordo, por cierto- y no quería saber nada del sexo; por lo menos, del tipo de sexo que le gustaba tanto a él.

Al volante de su pequeño Volvo gris, Starling atravesó la zona industrial, dejando atrás un concesionario Land Rover, la entrada al Tesco y luego la casa de muebles Homebase. Giró a la derecha, luego a la izquierda y siguió recto. Al final de la calle sin salida vio su edificio, de una planta, y en el exterior una fila de nueve furgonetas blancas aparcadas, todas ellas con el logotipo de la empresa.

En su constante empeño por controlar el gasto, las furgonetas eran completamente blancas, y el nombre de la empresa iba en unos paneles magnéticos pegados a los lados. Así no tenía que gastarse el dinero en pintura cada vez que compraba una furgoneta nueva; solo tenía que cambiar los paneles de una a otra.

Eran las nueve de la mañana y no le hizo muy feliz ver tantas furgonetas aún aparcadas. Deberían estar fuera, haciendo instalaciones o atendiendo las llamadas de los clientes. Aquello era culpa de la recesión. No había muchas cosas que le hicieran feliz últimamente.

A Dunstan Christmas le picaba el culo, pero no se atrevía a rascárselo. Si dejaba de ejercer presión sobre la silla más de dos segundos estando de turno, sonaría la alarma y el supervisor acudiría de inmediato.

Christmas tuvo que admitir que el sistema era jodidamente eficaz. Había que reconocérselo a quienquiera que lo hubiera ideado. A prueba de tontos.

Y tenía que serlo, porque era por lo que pagaban los clientes de Sussex Remote Monitoring Services: operadores de circuito cerrado con experiencia como él, uniformados y sentados ante los monitores, observando las imágenes de sus casas y sus oficinas, a tiempo real, día y noche. Christmas tenía treinta y seis años y pesaba ciento veinticinco kilos. Planchar el culo todo el día era algo que se le daba bien.

No entendía mucho el sentido del uniforme, ya que nunca salía de aquella sala, pero el Gran Jefe, el señor Starling, exigía que todos los empleados, incluso las recepcionistas, llevaran uniforme. Según decía, hacía que la gente diera más valor a su trabajo, e impresionaba a las visitas. Todo el mundo hacía lo que decía el señor Starling.

Junto al selector de cámaras del panel que tenía delante había un micrófono. Aunque algunas de las casas y de los negocios que aparecían en las veinte pantallas que tenía delante estaban a muchos kilómetros de distancia, accionando el botón del micrófono podía hacer que cualquier intruso se cagara en los pantalones, al hablarle directamente. Aquella parte del trabajo le gustaba. ¡No ocurría muy a menudo, pero cuando sucedía le encantaba ver el bote que daban los cacos! Era una de las ventajas del puesto.

Christmas trabajaba en turnos de ocho horas, de mañana, tarde o noche, y no estaba descontento con su sueldo, pero a veces el trabajo en sí, especialmente de noche, podía ser aburrido hasta el agotamiento. ¡Veinte canales de televisión diferentes y no ocurría nada en ninguno de ellos! En uno, la imagen de la puerta de una fábrica. En otro, la entrada a una casa. En otro, la fachada trasera de una gran mansión de Dyke Road Avenue. De vez en cuando pasaba algún gato, o un zorro, o un tejón, o algún roedor dando una carrerita.

Con la pantalla 17 tenía cierta conexión emocional. Mostraba imágenes de la vieja cementera de Shoreham, que llevaba cerrada diecinueve años. Veintiséis cámaras de circuito cerrado cubrían la gran extensión del recinto, una en la entrada principal y el resto por los puntos de acceso internos más importantes. En aquel momento, la imagen que recibía era la de la alta valla de la entrada, de acero y con alambre de espino por encima y, tras ella, de las puertas aseguradas con cadenas.

Su padre había trabajado allí como conductor de una hormigonera; alguna vez le había dejado subirse a la cabina cuando salía a recoger material. Le encantaba aquel lugar. Siempre pensó que era como un decorado de una película de James Bond, con sus enormes hornos de ladrillo, sus muelas trituradoras y sus silos de almacenaje, sus bulldóceres, sus volquetes y sus excavadoras, y una actividad que no se detenía nunca.

La cementera ocupaba una enorme hondonada junto a una cantera apartada, a unos kilómetros hacia el interior, al noroeste de Shoreham. Las instalaciones tenían cientos de hectáreas y ahora solo contenían enormes edificios abandonados. Se rumoreaba que había planes de reactivación, pero desde la salida del último camión, hacía ya casi dos décadas, se había convertido en un poblado fantasma gris y en ruinas de estructuras en su mayoría sin ventanas, maquinaria oxidada, viejos vehículos y caminos invadidos por las hierbas. Los únicos visitantes eran los gamberros y los ladrones que habían acudido sistemáticamente a robar alguno de los motores eléctricos, los cables y las tuberías de plomo, motivo por el que se había instalado aquel completo sistema de seguridad.

Pero aquella mañana de lunes estaba resultando más interesante de lo habitual. Por lo menos en una pantalla en particular, la número 11.

Cada una de las pantallas ofrecía diferentes funciones. El software de detección de movimiento activaba de inmediato una de ellas si se registraba cualquier movimiento, como la llegada o la partida de algún vehículo o cualquier incursión, aunque fuera la de un zorro o un perro vagabundo. En la pantalla 11 se había producido una actividad constante desde que había iniciado su turno, a las 7.00. Era la vista frontal de la casa de los Pearce. Mostraba la cinta de seguridad de la Policía, a un asesor y a tres agentes de la Policía Científica con sus trajes protectores azules y sus guantes de goma, a cuatro patas, escrutando el lugar centímetro a centímetro en busca de cualquier pista que pudiera haber dejado el agresor de la señora Pearce, que se había colado en la casa el jueves por la noche, y pequeños marcadores adhesivos repartidos aquí y allá por el suelo.

Hundió la mano en el gran paquete de patatas fritas Kettle que tenía junto al panel de control de su puesto, se metió un puñado en la boca y las acompañó con un trago de Coca-Cola.

Tenía ganas de ir al lavabo, pero decidió esperar un poco. Podía desconectarse del sistema para hacer lo que llamaban una «pausa», pero llamaría la atención. Solo hacía una hora y media que había empezado el turno; tenía que esperar un poco más si quería quedar bien con el jefe.

Una voz a sus espaldas le sorprendió.

– Me alegro de ver que la línea de The Droveway ya funciona.

Dunstan se giró y vio a su jefe, Garry Starling, propietario de la empresa, mirando por encima de su hombro.

Starling tenía la costumbre de hacer aquello. Siempre pillaba a sus empleados por sorpresa. Se acercaba con sigilo por detrás, fuera en ropa de trabajo -camisa blanca, vaqueros y deportivas- o vestido con un traje perfectamente planchado. Pero siempre con sigilo, sin hacer ruido al pisar, como un asaltante furtivo. Sus grandes ojos de búho escrutaban la batería de pantallas.

– Sí, señor Starling. Ya funcionaba al empezar el turno.

– ¿Se sabe ya qué le pasaba?

– Aún no he hablado con Tony.

Tony era el ingeniero jefe de la empresa.

Starling observó la actividad de la casa de los Pearce unos momentos, asintiendo.

– No pinta bien, ¿verdad, señor? -dijo Christmas.

– Es increíble -dijo Starling-. Lo peor que ha ocurrido nunca en las propiedades que vigilamos, y el jodido sistema va y se estropea. ¡Increíble!

– Ya podía haber sido en otro momento…

– Desde luego.

Christmas accionó un interruptor del panel y enfocó a un miembro de la Policía Científica, que estaba embolsando algo interesante, pero demasiado pequeño para poder verlo a aquella distancia.

– Es curioso lo meticulosos que son estos tipos -observó.

Su jefe no respondió.

– Es como ver CSI.

Tampoco respondió esta vez.

Giró la cabeza y, para su asombro, descubrió que Garry Starling había abandonado la habitación.


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