Capítulo 54

Lunes, 12 de enero de 2010

A las siete y media de la mañana, Roy estaba de mal humor. No llevaban ni dos semanas de año y ya tenía tres casos de violación entre manos.

Estaba sentado en el despacho que siempre le ponía incómodo, aunque su anterior ocupante, la tiránica Alison Vosper, ya no estaba allí. En su lugar, tras el gran escritorio de palisandro, ahora todavía mucho más lleno de papeles, estaba el subdirector Rigg, que iniciaba su segunda semana en el cargo. Y por primera vez, le habían ofrecido algo de beber en aquel despacho. Ahora estaba con un café cargado entre las manos que le iba a ir muy bien, en una elegante taza de porcelana.

El subdirector era un hombre pulcro y distinguido, de aspecto sano, cabello claro con un corte clásico, y una voz elegante y profunda. Aunque era varios centímetros más bajo que Grace, tenía una postura elegante que le daba un porte militar, lo que le hacía parecer más alto de lo que era. Llevaba un traje azul marino de raya diplomática, una elegante camisa blanca y una corbata llamativa. Por la serie de fotografías que había sobre su escritorio y las que colgaban de las paredes, era evidente que le gustaban las carreras de coches, lo que agradó a Grace, ya que sería algo que tendrían en común, aunque no hubiera tenido ocasión aún de sacar el tema.

– He estado hablando al teléfono con el nuevo alcalde -dijo Rigg, con tono afable pero serio-. Pero eso ha sido antes del ataque en el Tren Fantasma. Las violaciones por parte de extraños suscitan una gran reacción en la gente.

Brighton ya ha perdido el congreso anual del Partido Laborista (no es que eso esté relacionado de ningún modo con las violaciones), y el alcalde cree que las posibilidades de la ciudad de ser sede de congresos de alto nivel dependerán de la imagen de seguridad que demos. Parece que el miedo a la delincuencia se ha convertido en un factor determinante a la hora de organizar congresos y conferencias.

– Sí, señor. Me doy cuenta.

– Nuestro principal objetivo debería ser luchar contra los delitos que provocan miedo en la comunidad, miedo entre la gente normal y corriente. Ahí es hacia donde creo que deberíamos orientar nuestros recursos. Nuestro mensaje subliminal debería ser que la gente está tan segura en Brighton y Hove como en su propia casa. ¿Qué le parece?

Grace asintió, pero por dentro estaba preocupado. Las intenciones del subdirector eran buenas, pero el momento no era el mejor. No se podía decir que Roxy Pearce hubiera estado segura en su propia casa. Por otra parte, lo que acababa de decirle no era nada nuevo. Tal como lo veía él, no estaba más que subrayando lo que había sido el objetivo principal del cuerpo de Policía desde siempre. Desde luego, en cualquier caso, ese había sido su objetivo personal.

Cuando lo habían ascendido a superintendente, su inmediato superior, el entonces jefe del D.I.C., Gary Weston, le había explicado su filosofía de un modo muy sucinto: «Roy, como jefe, intento pensar qué es lo que la gente espera de mí y lo que quiere que haga. ¿Qué quiere mi esposa? ¿Y mi anciana madre? Quieren sentirse seguras, quieren poder moverse a su aire tranquilas, y quieren que meta entre rejas a todos los malos».

Desde aquel momento, Grace había usado aquello como mantra personal.

Rigg cogió un documento escrito a máquina, seis hojas de papel unidas por un clip. Roy supo inmediatamente de qué se trataba.

– Este es el informe de las últimas veinticuatro horas del Departamento de Supervisión de Actuaciones Policiales sobre la Operación Pez Espada -dijo el subdirector- Hice que me lo trajeran anoche -añadió, con una sonrisa de preocupación-.

Es positivo. No se ha dejado nada. No esperaba menos, con todas las cosas buenas que he oído de usted, Roy.

– Gracias, señor -respondió Grace, agradablemente sorprendido. Estaba claro que no había hablado mucho con su predecesora, Alison Vosper.

– Creo que los políticos se van a poner mucho más pesados cuando salgan a la luz las noticias sobre esta tercera violación. Y, por supuesto, no sabemos cuántas más puede cometer el violador antes de que lo metamos entre rejas.

– O antes de que vuelva a desaparecer de nuevo -observó Grace.

El subdirector le miró como si acabara de morder una guindilla de lo más picante.

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