Capítulo 37

Viernes, 9 de enero de 2010

– La SR-1, la mayor de las dos salas de reuniones usadas como centro de investigaciones de la Sussex House, tenía un ambiente que a Roy siempre le infundía energía.

Estaba situada en medio del Centro de Delitos Graves, en la sede del Departamento de Investigaciones Criminales, y a ojos de cualquier otro observador parecería una gran oficina más. Tenía las paredes de color crema, una funcional moqueta gris, sillas rojas, modernos escritorios de madera, archivadores, un dispensador de agua y grandes pizarras blancas en las paredes. Las ventanas llegaban al techo y estaban cubiertas permanentemente con persianas cerradas, como para desanimar a quien tuviera la ocurrencia de mirar afuera.

Pero para Grace aquello era mucho más que una oficina. La SR-1 era el centro neurálgico del caso que tenía entre manos, al igual que lo había sido de los anteriores que había gestionado desde aquel lugar, y para él era casi un terreno sagrado. Muchos de los delitos más graves cometidos en Sussex en la última década se habían solucionado -y los delincuentes habían acabado encerrados- gracias a la labor de investigación llevada a cabo en aquella sala.

Los garabatos en rojo, azul y verde sobre las pizarras blancas de cualquier oficina comercial del mundo podían indicar cifras de negocio, objetivos de ventas o índices de penetración en los mercados. Aquí eran líneas cronológicas de los delitos y gráficas de parentesco de las víctimas y los sospechosos, que compartían espacio con fotografías y otros datos clave. Cuando obtuvieran un retrato robot del delincuente -y ojalá fuera pronto-, también acabaría colgado en aquellas pizarras.

El lugar inspiraba a todo el mundo la sensación de que tenían un rumbo, de que competían en una carrera contrarreloj y, salvo durante las reuniones, era raro oír el parloteo entre colegas tan habitual en las comisarías.

La única frivolidad que se habían permitido era una fotocopia del dibujo de un pez azul y gordo de la película Buscando a Nemo que Branson había pegado en el interior de la puerta. En el D.I.C. de Sussex se había convertido en tradición buscar una imagen graciosa para cada operación, algo que aliviara ligeramente la tensión propia de los horrores con los que tenía que enfrentarse aquel equipo, y aquella había sido la contribución del sargento Branson, gran cinéfilo, a la Operación Pez Espada.

Había otros tres centros de delitos graves en el condado, todos ellos con salas similares: la última había sido la construida hacía poco en Eastbourne. Pero a Grace esta ubicación le resultaba más práctica, porque los dos delitos que estaba investigando en aquel momento se habían producido a solo un par de kilómetros de allí.

En la vida había todo tipo de patrones repetitivos. Era algo de lo que se había dado cuenta, y daba la impresión de que últimamente solo le tocaba investigar delitos perpetrados -o descubiertos- en viernes, lo que propiciaba que se quedara sin fin de semana. El y todo su equipo.

Al día siguiente por la noche estaba invitado a cenar con Cleo en casa de una de sus amigas más antiguas: quería presumir de novio, según le había dicho con una sonrisita burlona. El tenía un gran interés en participar de la vida de aquella mujer de la que estaba tan profundamente enamorado y de la que aún sabía tan poco. Pero aquello ahora se había ido al garete.

Por fortuna para él, a diferencia de Sandy, que nunca había entendido ni se había acostumbrado a sus disparatados horarios, Cleo también estaba en servicio de guardia constante, y podía verse obligada a salir a cualquier hora a levantar un cuerpo, allá donde se encontrara. Eso que hacía que se mostrara mucho más comprensiva, aunque no siempre lo llevara tan bien.

En las primeras fases de cualquier gran investigación había que dejar de lado todo lo demás. La primera tarea de la secretaria del oficial al cargo de la investigación consistía en limpiarle la agenda.

El momento más crucial eran las veinticuatro horas que seguían a la comisión del delito. Había que limitar el escenario del crimen para proteger en lo posible las pruebas forenses. El criminal estaría en su máximo estado de ansiedad, la «niebla roja» en la que solía encontrarse la gente después de cometer un delito grave, en la que podía comportarse de un modo errático. Podían encontrarse testigos oculares que aún lo tuvieran todo fresco, y había más posibilidades de llegar hasta ellos rápidamente a través de los medios de comunicación locales. Y todas las cámaras de circuito cerrado en un radio razonable aún conservarían las grabaciones de las últimas veinticuatro horas.

Grace echó un vistazo a las notas escritas por su secretaria, que tenía junto al cuaderno de actuaciones del caso, recién estrenado.

– Son las 18.30 del viernes 9 de enero -anunció, en voz alta-. Esta es la primera reunión de la Operación Pez Espada.

El ordenador de la Policía de Sussex proporcionaba los nombres de las operaciones al azar, en la mayoría de los casos sin ninguna relación con el caso en el que se estaba trabajando. Pero en esta ocasión el nombre podía resultar de lo más irónico, por lo escurridizos que son los peces.

Grace estaba satisfecho de que todos los agentes en los que más confiaba estuvieran disponibles para trabajar en su equipo. Todos menos uno. Sentados en la sala estaban el agente Nick Nicholl, aún ojeroso por falta de sueño a causa de su reciente paternidad; la agente Emma-Jane Boutwood; la eficaz sargento Bella Moy, con su habitual caja de Maltesers abierta sobre la mesa; el beligerante sargento Norman Potting; y el sargento Glenn Branson, colega y discípulo de Grace. Faltaba el sargento Guy Batchelor, que se había tomado sus vacaciones anuales. En su lugar tenía a un agente con el que había trabajado tiempo atrás y que le había impresionado mucho, Michael Foreman, un hombre delgado y decidido, con el cabello oscuro engominado, que tenía un aire de seguridad que hacía que la gente se dirigiera a él de forma instintiva, aunque no fuera el oficial al mando. El año anterior, después de que le ascendieran temporalmente a sargento en funciones, Foreman había colaborado con el equipo en la Central de Inteligencia Regional. Ahora había vuelto a la Sussex House y a ejercer el papel de su rango, pero Grace estaba seguro de que no tardaría mucho en ascender a sargento. Y sin duda estaba destinado a llegar mucho más alto.

Entre los habituales también estaba presente John Black, analista del sistema HOLMES, un tipo afable de cabello gris que podría pasar por un discreto oficinista, y el agente Don Trotman, encargado de comprobar en el MAPPA la central de relación entre los diferentes cuerpos de seguridad, si algún recluso recientemente liberado tenía antecedentes de delitos sexuales y un modus operandi que concordara con el del delincuente que buscaban. Él lo sabría.

La que era nueva en el equipo era la analista Ellen Zoratti, que trabajaría en estrecha colaboración con la división de Brighton y el analista del HOLMES, procesando los datos del servicio de inteligencia, consultando la base de datos de la Policía y la SCAS (siglas en inglés de la Sección de Análisis de Grandes Delitos), además de responder a órdenes directas de Roy Grace.

También se incorporaba por primera vez la jefa de prensa, Sue Fleet, del renovado Equipo de Relaciones Públicas de la Policía. Aquella agradable pelirroja de treinta y dos años, que había sido un miembro popular y respetado de la comisaría de John Street, en el centro de Brighton, sustituía al anterior jefe de Relaciones Públicas, Dennis Ponds, experiodista que había tenido una difícil relación con diversos miembros del cuerpo, incluido el propio Grace.

Roy quería que Sue Fleet estuviera presente para organizar inmediatamente una estrategia respecto a los medios. Necesitaba obtener una respuesta rápida del público que le ayudara a encontrar al agresor y a alertar a la población femenina de los posibles daños a los que se enfrentaba, pero al mismo tiempo quería evitar el pánico generalizado. Era un delicado equilibrio de relaciones públicas, y la labor sería todo un reto para ella.

– Antes de empezar -señaló Grace-, quiero recordaros algunas estadísticas. En Sussex tenemos un buen índice de resolución de homicidios: en la última década se ha resuelto el noventa y ocho por ciento de todos los asesinatos. Pero en violaciones hemos caído por debajo de la media nacional del cuatro por ciento; apenas rebasamos el dos por ciento, una cifra inaceptable.

– ¿Tú crees que se debe a la actitud de algunos agentes? -preguntó Potting, que lucía una de las viejas americanas de tweed que siempre llevaba, impregnadas en humo de pipa. A Grace le parecía que le daban más un aspecto de anciano profesor de Geografía que de investigador-. ¿O a que algunas víctimas simplemente no son testigos fiables… debido a otras circunstancias?

– ¿Otras circunstancias dices, Norman? ¿Cómo cuando los policías de antes insinuaban que las mujeres violadas se lo habían buscado? ¿Es eso lo que quieres decir?

Potting gruñó, evitando definirse.

– ¡Por amor de Dios! ¿En qué planeta vives? -espetó furiosa Bella, a la que nunca le había gustado Potting-. ¡Trabajar contigo es como vivir en otro planeta!

El sargento se encogió de hombros, a la defensiva, y luego murmuró algo apenas audible, como si no estuviera lo suficientemente convencido como para decir en voz alta lo que fuera que le había pasado por la cabeza.

– Sabemos que algunas mujeres declaran haber sido violadas porque se sienten culpables, ¿no? Eso te hace preguntarte cosas.

– ¿Preguntarte qué cosas? -replicó Bella.

Grace tenía los ojos clavados en Potting. Casi no se creía lo que estaba oyendo. Estaba tan enfadado que se sintió tentado de apartar a aquel hombre del caso de inmediato. Empezaba a pensar que había cometido un error metiendo a un tipo de tan poco tacto en un caso tan sensible. Potting era un buen policía, con una serie de virtudes como investigador que, desgraciadamente, no iban acompañadas de unas habilidades sociales que estuvieran al mismo nivel. La inteligencia emocional era uno de los principales activos de un buen investigador. Y en ese campo, en una escala de uno a cien, Potting habría dado un resultado próximo a cero. Sin embargo, podía llegar a ser tremendamente efectivo, sobre todo en investigaciones de calle. A veces.

– ¿Quieres seguir en este caso, Norman? -le preguntó Grace.

– Sí, jefe, sí quiero. Creo que podría contribuir a su resolución.

– ¿De verdad? -replicó Grace-. Bueno, pues entonces dejemos algo claro, desde el principio -puntualizó, mientras paseaba la mirada por todos los presentes-. Yo odio a los violadores tanto como odio a los asesinos. Los violadores destruyen las vidas de sus víctimas. Sea una violación cometida por un extraño, por la pareja o por alguien conocido y de confianza para la víctima. Y no hay ninguna diferencia entre un caso y el otro, tanto si la víctima es mujer como si es hombre. ¿De acuerdo? Pero en este momento resulta que nos enfrentamos a agresiones a mujeres, que son más frecuentes.

Se quedó mirando fijamente a Potting, y prosiguió:

– Sufrir una violación es como sufrir un grave accidente de tráfico que te deje tullido de por vida. En un momento, la mujer pasa de su vida normal y plácida a encontrarse hecha trizas, una piltrafa. Se enfrenta a años de terapia, a años de pánico, de pesadillas, de desconfianza. Por mucha ayuda que reciba, nunca volverá a ser la misma. Nunca volverá a llevar lo que conocemos como una vida «normal». ¿Entiendes lo que digo, Norman? Algunas mujeres violadas acaban autolesionándose. Se frotan la vagina con estropajos de metal y lejía porque sienten una necesidad imperiosa de quitarse de encima lo que han vivido. Eso es solo una pequeña parte de las consecuencias que puede tener una violación sobre la víctima. ¿Lo entiendes? -Miró a todos los presentes-. ¿Lo entendéis?

– Sí, jefe -masculló Potting-. Lo siento, no pretendía parecer insensible.

– ¿Es que un hombre con cuatro matrimonios fallidos a sus espaldas puede conocer el significado de la palabra «insensible»? -preguntó Bella, que agarró con rabia un Malteser de la caja, se lo metió en la boca y lo aplastó entre los dientes.

– Bueno, Bella, ya está bien -intervino Grace-. Creo que Norman sabe de lo que hablamos.

Potting fijó la mirada en su cuaderno, con el rostro rojo como un tomate, y asintió, sumiso.

Grace volvió a mirar sus notas.

– Tenemos otro asunto algo delicado. En Nochevieja, el comisario jefe, el subcomisario jefe y también dos de los otros cuatro comisarios de la división estaban en la misma cena del hotel Metropole que Nicola Taylor, la primera víctima de violación.

Se produjo un momento de silencio.

– ¿Estás diciendo que eso los convierte en sospechosos, jefe? -preguntó el agente Foreman.

– Todo el que estuviera en el hotel es un sospechoso potencial, pero creo que de momento preferiría llamarlos «testigos materiales a la espera de investigación para ser descartados» -respondió Grace-. Vamos a tener que interrogarlos, como a todos los demás. ¿Algún voluntario?

Nadie levantó la mano. Roy hizo una mueca.

– Parece que voy a tener que asignar esa tarea a uno de vosotros personalmente. Podría ser una buena ocasión para ganar puntos de cara a un ascenso… o para joderos la carrera de una vez por todas.

En la sala hubo unas cuantas sonrisas incómodas.

– Yo recomendaría a nuestro maestro en delicadeza y tacto: Norman Potting -propuso Bella.

Aquello provocó unas cuantas risas apagadas.

– No me importaría hacerme cargo de eso -dijo él.

Grace decidió que Potting era la última persona de aquella sala a quien le asignaría aquella tarea; hizo una anotación en su cuaderno de actuaciones y luego estudió sus notas durante un momento.

– Tenemos dos violaciones a manos de extraños en ocho días, con un modus operandi lo suficientemente parecido como para suponer, de momento, que se trata del mismo agresor -prosiguió-. El muy animal obligó a ambas víctimas a que ejecutaran maniobras sexuales con sus zapatos y luego las penetró por el ano con los tacones de esos mismos zapatos. Después las violó él mismo. Por lo que hemos podido saber (y la segunda víctima hasta ahora solo nos ha dado una información limitada), le costaba mantener la erección. Eso pudo ser debido a una eyaculación prematura o a una disfunción sexual. Hay una diferencia significativa en su modus operandi. En 1997, el Hombre del Zapato se llevaba solo un zapato y las medias de sus víctimas. En la violación de Nicola Taylor, en el Metropole, se llevó toda su ropa, incluidos ambos zapatos. En el caso de Roxy Pearce, solo se llevó los zapatos.

Hizo una pausa para volver a repasar sus apuntes, mientras varios de los miembros de su equipo tomaban notas.

– Nuestro agresor parece ser un tipo meticuloso en cuanto a evitar dejar rastros. En ambos casos llevaba un pasamontañas negro y guantes quirúrgicos, y usó condón. O se afeitó el vello corporal, o tenía poco por naturaleza. Lo han descrito como un tipo de altura media a baja, delgado y educado al hablar, con un acento neutro.

Potting levantó la mano y Grace asintió.

– Jefe, tú y yo participamos en la Operación Crepúsculo, la desaparición de una mujer en 1997 que podría guardar relación con un caso similar de la época, el del Hombre del Zapato: la Operación Houdini. ¿Crees que puede haber algún vínculo?

– Aparte de las diferencias en cuanto a los trofeos que se llevó, el modus operandi del Hombre del Zapato es muy similar al de este agresor. -Grace hizo un gesto con la cabeza en dirección a la analista-. Ese es uno de los motivos por los que he hecho venir a Ellen.

El D.I.C. de Sussex tenía cuarenta analistas. Todos, salvo dos, eran mujeres, la mayoría con formación en sociología. Los analistas varones eran tan poco frecuentes que eran objeto de todo tipo de bromas. Ellen Zoratti era una mujer brillante de veintiocho años, con el cabello oscuro a la altura de los hombros y con un corte moderno; iba elegantemente vestida con una blusa blanca, falda negra y unas medias de cebra.

Junto con otra analista, trabajarían día y noche, a turnos alternos: podían tener un papel crucial en los días siguientes. Entre las dos elaborarían perfiles personales de las dos víctimas, proporcionando al equipo información sobre su pasado familiar, su estilo de vida y sus amistades. Las investigarían tan a fondo y con tanto detalle como si fueran agresores.

También aportaría información, posiblemente crucial, la Unidad de Investigación Tecnológica, de la planta baja, que había iniciado el proceso de análisis de los teléfonos móviles y los ordenadores de ambas víctimas. Estudiarían todas las llamadas y mensajes electrónicos enviados y recibidos por las dos mujeres, a partir de los datos recabados de sus teléfonos y de las operadoras. Analizarían los correos electrónicos y los chats en los que hubieran podido tomar parte. Sus agendas de direcciones. Las páginas web que visitaban. Si tenían algún secreto electrónico, el equipo de investigación de Grace muy pronto lo sabría.

Además, la Unidad de Investigación Tecnológica había destinado un analista cibernético oculto para que se conectara a los chats para fetichistas de los zapatos y de los pies, para que estableciera relaciones con otros visitantes, con la esperanza de descubrir nuevos enfoques extremos.

– ¿Crees que podría tratarse de un imitador, Ellen? -le preguntó Foreman-. ¿O del mismo agresor de 1997?

– He iniciado un análisis comparativo entre los dos casos -respondió ella-. Uno de los datos cruciales que se ocultó a la prensa y a la opinión pública de la Operación Houdini fue el modus operandi del agresor. Es demasiado pronto para daros algo definitivo, pero por lo que tengo hasta ahora, y apenas acabamos de empezar, parece posible que se trate del mismo agresor.

– ¿Tenemos alguna información de por qué dejó de delinquir el Hombre del Zapato, señor? -preguntó Emma-Jane.

– Todo lo que sabemos de la Operación Houdini -dijo Grace- es que dejó de actuar coincidiendo con la desaparición de Rachael Ryan, posiblemente su sexta víctima. Yo trabajé en el caso, que sigue abierto. No tenemos pruebas, ni siquiera indicios, de que se tratara de una de sus víctimas, pero encajaba en el patrón.

– ¿Y eso? -preguntó Foreman.

– Se había comprado un par de zapatos caros en una tienda de Brighton alrededor de una semana antes de su desaparición. Todas las víctimas del Hombre del Zapato se habían comprado un par de zapatos muy caros antes de la agresión. Una de las líneas de investigación seguidas en la Operación Houdini en aquel tiempo era la de interrogar a las dientas de las zapaterías de Brighton y Hove. Pero de ahí no sacamos nada en claro.

– ¿En aquel tiempo había grabaciones de circuito cerrado? -preguntó Bella.

– Sí -respondió Grace-. Pero la calidad no era tan buena, y la ciudad no tenía una cobertura como la de ahora, ni mucho menos.

– Así pues, ¿qué teorías tenemos que expliquen por qué paró el Hombre del Zapato? -preguntó Foreman.

– No lo sabemos. En aquel momento, el analista (el experto en conducta Julius Proudfoot) nos dijo que quizá se hubiera mudado a otro condado o a otro país. O que quizás estuviera en la cárcel por algún otro delito. O que podía haber muerto. O que hubiera iniciado una relación que satisficiera sus necesidades.

– Si es la misma persona, ¿por qué iba a parar durante doce años para volver a atacar luego otra vez? -planteó Bella-. ¿Y por qué variar ligeramente su modus operandi?

– Proudfoot no le da demasiada importancia a la diferencia en los trofeos que se quedaba en 1997 y ahora. Le interesa más el hecho de que el modus operandi en general sea similar. En su opinión, podría haber diversos motivos que explicaran por qué alguien vuelve a delinquir. Si se trata del Hombre del Zapato, sencillamente podría ser que haya vuelto a la zona y que considere que ya ha dejado pasar suficiente tiempo. O que la relación que tiene ha cambiado, y que ya no satisface sus deseos. O que le han soltado de la cárcel, después de estar recluido por algún otro delito.

– Uno bastante grave, si ha cumplido doce años -observó Branson.

– Y eso es fácil de investigar -dijo Grace. Luego se giró hacia Ellen Zoratti-. Ellen, ¿has encontrado alguna otra violación con un modus operandi similar en el resto del país? ¿O alguien que haya estado entre rejas doce años?

– Nada que se parezca al Hombre del Zapato, salvo por un tipo de Leicester llamado James Lloyd, que violaba a mujeres y luego les quitaba los zapatos, señor. Actualmente está cumpliendo la perpetua. He vuelto a comprobar sus delitos y sus movimientos, y lo he descartado. Estaba en Leicester en el momento en que se cometieron estos delitos en Brighton, y he confirmado que aún está en la cárcel. -Hizo una pausa y echó un vistazo a sus notas-. He elaborado una lista de todos los agresores sexuales que entraron en prisión a partir de enero de 1998 y que han salido antes de la pasada Nochevieja.

– Gracias, Ellen, eso nos irá muy bien -dijo Grace. Luego se dirigió a todo el equipo-: Es un hecho que un gran porcentaje de los violadores sin relación previa con la víctima empiezan con delitos menores: exhibicionismo, roces, masturbaciones en público…, esas cosas. Es muy posible que nuestro agresor hubiera sido arrestado por algún delito menor cuando era más joven. Le he pedido a Ellen que consulte las bases de datos de la Policía, local y nacional, en busca de delincuentes y casos que pudieran encajar con esta línea cronológica antes de las primeras violaciones, en 1997 (y durante el periodo intermedio). Por si aparecen robos de zapatos de señora o casos de escándalo público en los que se hayan usado esos zapatos, por ejemplo. También quiero que interroguemos a todas las prostitutas y dominatrices de la zona sobre cualquier cliente fetichista de los pies o de los zapatos que hayan podido tener.

Entonces se giró hacia Branson.

– En relación con esto, el sargento Branson ha estado estudiando el informe del doctor Proudfoot sobre el Hombre del Zapato. ¿Qué nos puedes decir, Glenn?

– ¡Esto podría ser un superventas! -bromeó Glenn, levantando un documento de aspecto pesado-. Doscientas ochenta y dos páginas de análisis de conducta. Solo he podido leerlo en diagonal, porque el jefe me lo ha encargado hoy mismo, pero hay algo muy interesante. Existen cinco delitos relacionados directamente con el Hombre del Zapato, pero el doctor Proudfoot cree que podría haber cometido muchos más que habrían quedado sin denunciar.

Hizo una breve pausa.

– Muchas víctimas de violación quedan tan traumatizadas que no pueden afrontar el proceso de denunciarlo. Pero ahora viene lo interesante: la primera de las violaciones denunciadas del Hombre del Zapato, en 1997, se produjo en el Grand Hotel, tras un baile de Halloween. Metió a una mujer en una habitación. ¿Os suena?

Se produjo un silencio incómodo en la sala. El Grand Hotel estaba al lado del Metropole.

– Y hay más -prosiguió Branson-. La habitación del Grand estaba a nombre de una mujer llamada Marsha Morris. Pagó en efectivo y todos los esfuerzos por seguir el rastro fracasaron.

Grace asimiló la información en silencio, pensando a toda prisa. La habitación del Metropole en la que habían violado a Nicola Taylor en Nochevieja estaba a nombre de una mujer, según el gerente. Y también se llamaba Marsha Morris. Pagó en efectivo. La dirección que había escrito en el registro era falsa.

– Alguien se está riendo de nosotros -dijo Nicholl.

– ¿Significa eso que es el mismo agresor -preguntó Emma-Jane-, o un imitador con un sentido del humor enfermizo?

– ¿Se hizo público algún dato de esa información? -intervino Foreman.

Grace meneó la cabeza.

– No. El nombre de Marsha Morris no se dio a conocer.

– ¿Ni siquiera al Argus?

– Al Argus menos que a nadie. -Grace hizo un gesto a Branson para que continuara.

– Aquí es donde se pone más interesante -prosiguió el sargento-. Otra de las víctimas fue violada en su casa, en Hove Park Road, exactamente dos semanas más tarde.

– Ese es un barrio muy elegante -observó Foreman.

– Mucho -coincidió Grace.

Branson prosiguió:

– Cuando llegó a casa, la alarma antirrobo estaba encendida. Ella la desactivó, subió a su dormitorio y allí la atacó el violador, que estaba escondido en un armario.

– Igual que el agresor de Roxy Pearce anoche -señaló Grace-, por lo que sabemos hasta ahora.

Durante unos momentos, nadie habló. Luego lo hizo Branson.

– La siguiente víctima del Hombre del Zapato fue violada en la playa, bajo el Palace Pier. La siguiente, en el aparcamiento de Churchill Square. Y la última (si la suposición del jefe es correcta) fue asaltada cuando volvía a casa caminando después de una fiesta de Nochebuena con sus amigas.

– Entonces lo que dices, Glenn -dedujo Bella-, es que deberíamos vigilar de cerca los aparcamientos dentro de una semana.

– No vayas tan lejos, Bella -dijo Grace-. No vamos a permitir que llegue a ese punto.

Roy mostró una sonrisa valiente y confiada ante su equipo. Aunque en realidad no se sentía tan seguro.

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