Capítulo 89

Viernes, 16 de enero de 2010

Spicer estaba sudando, a pesar del frío. La bolsa de supermercado del Tesco, de aspecto inofensivo pero cargada con sus herramientas, pesaba una tonelada, y el paseo desde el Saint Patrick's al cruce con The Drive y Davigdor Road parecía mucho más largo esta vez que el domingo anterior. Las dos pintas de cerveza y el chupito de whisky, que antes le habían animado tanto, ahora le estaban absorbiendo la energía.

El viejo bloque de apartamentos se levantaba a su izquierda. Había poco tráfico por la calle, y se había cruzado con pocos peatones por el camino. A su derecha, media docena de vehículos que iban hacia el norte por The Drive, esperaban inmóviles a que cambiara el semáforo. Spicer bajó el ritmo, esperando él también que cambiara para no arriesgarse a que lo vieran, por si acaso. Nunca se sabe…

Por fin los coches se pusieron en marcha. A toda prisa giró a la izquierda, bajando el caminito que rodeaba el bloque de apartamentos, cruzó el aparcamiento de enfrente y llegó hasta el lateral del edificio, por la parte de los garajes cerrados de la esquina trasera, casi en una completa oscuridad, salvo por la luz procedente de alguna de las ventanas de los pisos de arriba.

Caminó hasta el garaje situado más a la izquierda, el que le había llamado tanto la atención en su visita de reconocimiento del domingo. Todos los demás tenían una sola cerradura en la manija. Pero este tenía cuatro candados de seguridad, dos en cada lado. Uno no pone tantos candados en un garaje a menos que guarde dentro algo de gran valor.

Claro que podía ser solo un coche de época, pero, aun así, conocía a un traficante que pagaba muy bien las piezas de coches antiguos: volantes, palancas de cambio, insignias de marca y cualquier otra cosa que se le pudiera quitar. Pero con un poco de suerte quizás encontrara objetos de valor de algún tipo. Por sus años de experiencia sabía que muchos ladrones como él usaban garajes como trasteros. Él mismo había usado uno durante muchos años. Eran un buen lugar para guardar objetos de valor fácilmente identificables por sus dueños durante un tiempo, hasta el momento de sacarlos al mercado, quizás un año más tarde.

Se quedó allí de pie, en la oscuridad y levantó la vista hacia el bloque de pisos, comprobando que no hubiera sombras en alguna ventana que indicaran que alguien estaba asomado. Pero no vio a nadie.

Rápidamente, echó mano a su bolsa y se puso a trabajar en el primero de los candados. Cedió al cabo de menos de un minuto. Le siguieron los otros, que se abrieron con la misma facilidad.

Echó un paso atrás entre las sombras y volvió a mirar a su alrededor y hacia arriba. Nadie a la vista.

Tiró de la puerta basculante y se quedó inmóvil, petrificado por un momento, intentando asimilar lo que estaba viendo. Aquello no era en absoluto lo que se esperaba.

Dio un paso hacia el interior, nervioso, bajó la puerta a sus espaldas, sacó la linterna de la bolsa y la encendió.

– Oh, mierda -dijo, cuando se confirmó su primera impresión.

Asustado como un crío, salió de allí, pensando mil cosas a la vez. Con manos temblorosas volvió a cerrar los candados; no quería dejar ninguna pista. Y salió corriendo hasta perderse en la noche.


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