Capítulo 102

Sábado, 17 de enero de 2010

Grace salió de la sala de interrogatorios aún más intranquilo que cuando había entrado. John Kerridge era un hombre extraño y percibía en él una tendencia a la violencia. Sin embargo, no le parecía que tuviera la astucia o la capacidad mental que habría necesitado el Hombre del Zapato para quedar impune tras sus delitos de doce años atrás y después de los de las últimas semanas.

Le inquietaban en particular las últimas noticias sobre el posible secuestro de Jessie Sheldon aquella misma noche. Lo que más le preocupaba era el zapato en la acera. La chica iba vestida con chándal y deportivas. ¿De quién era el zapato, entonces? Un zapato de mujer de tacón alto nuevecito, típico del Hombre del Zapato.

Pero había algo más que le tenía intranquilo en aquel momento, más aún que John Kerridge y Jessie Sheldon. No recordaba cuándo se le había pasado por la cabeza la primera vez -en algún momento desde su salida del garaje de Mandalay Court, por la tarde, y la llegada a la sala de operaciones de comisaría-. Y no paraba de darle vueltas; más incluso que antes.

Salió de la Sussex House y se dirigió a su coche. La llovizna casi había desaparecido y se estaba levantando viento. Se sentó al volante y arrancó el motor. En aquel momento, la radio emitió un comunicado. Era un informe actualizado de uno de los agentes que habían asistido al incendio de la furgoneta en la granja al norte de Patcham. El vehículo aún estaba demasiado caliente como para registrarlo.

Poco después, hacia las 22.15, aparcó el Ford Focus sin marcas en la calle principal, The Drive, algo al sur de su destino. Luego, con la linterna escondida en el bolsillo de su gabardina, caminó un par de cientos de metros hasta Mandalay Court, intentando parecer un paseante cualquiera, para no correr el riesgo de alertar al Hombre del Zapato, o a quienquiera que usara el garaje, por si se le ocurría volver.

Ya había hablado con el agente de guardia para advertirle de su llegada. La alta silueta de Jon Exton salió a su encuentro cuando estaba bajando la rampa.

– Todo tranquilo, señor -informó el policía.

Grace le dijo que permaneciera de guardia y que le informara por radio si veía acercarse a alguien; luego rodeó el bloque de pisos y pasó junto a los candados del último garaje, el número 17.

Con la linterna encendida, recorrió todo el lateral, contando sus pasos. El garaje tenía unos ocho metros y medio de largo. Lo comprobó de nuevo volviendo sobre sus pasos, y luego volvió a la parte frontal y sacó un par de guantes de látex.

Jack Tunks, el cerrajero, le había dejado la puerta abierta. Grace levantó la puerta articulada, la cerró tras de sí e iluminó el interior con la linterna. Entonces contó sus pasos hasta la pared del fondo.

Seis metros.

El pulso se le aceleró.

Dos metros y medio de diferencia.

Golpeó la pared con los nudillos. Sonaba a hueco. Falsa. Se giró hacia los estantes de madera del extremo derecho de la pared. El acabado era burdo e irregular, como si fueran caseros. Entonces miró la tira de rollos de cinta americana. Aquello era una herramienta típica de los secuestradores. Luego, a la luz de la linterna, vio algo que no había observado en su visita anterior. Los estantes tenían un fondo de madera que los separaba dos o tres centímetros de la pared.

Grace nunca había practicado el bricolaje, pero sabía lo suficiente como para cuestionarse por qué el pésimo «manitas» que había hecho aquellos estantes les había puesto un fondo. Solo se le pone un fondo a los estantes si hay que esconder una pared fea, ¿no? ¿Por qué se molestaría nadie en hacerlo en el caso de un viejo garaje asqueroso?

Con la linterna en la boca, agarró uno de los estantes y probó a tirar de él con fuerza. Nada. Tiró aún con más fuerza, pero tampoco pasó nada. Entonces agarró el siguiente de arriba. Lo movió y de repente se soltó. Tiró y vio, en la ranura en la que estaba encajado el estante, un pestillo. Apoyó el estante contra la pared y abrió el pestillo. Entonces probó primero a tirar y luego a empujar la estantería. Pero no se movió.

Comprobó cada uno de los estantes que quedaban y descubrió que el último también estaba suelto. Lo sacó y descubrió un segundo pestillo, también oculto en la ranura del estante. Lo abrió y se puso en pie, agarró dos de los estantes que seguían en su sitio y empujó. No pasó nada.

Entonces tiró, y casi se cayó de espaldas cuando toda la estantería cedió.

Era una puerta.

Agarró la linterna y enfocó el haz de luz hacia el vacío que se creó detrás. Y se quedó sin respiración.

Se le heló la sangre.

Al mirar alrededor, era como si unos dedos helados le recorrieran la columna.

Había una caja de embalaje en el suelo. Las paredes estaban cubiertas casi en su totalidad de recortes de periódico viejos y amarillentos. La mayoría eran del Argus, pero algunos eran de diarios nacionales. Dio un paso adelante y leyó el titular de uno de ellos. Tenía fecha del 14 de diciembre de 1997:


La Policía confirma la última víctima

del hombre del zapato


Allá donde enfocara la linterna, aparecían titulares en las paredes. Más artículos, algunos con fotografías de las víctimas. Había fotografías de Jack Skerritt, el inspector del caso. Y más allá, en un lugar destacado, una gran fotografía de Rachael Ryan que le miraba desde debajo de un titular de primera plana del Argus de enero de 1998:


Rachael, la chica desaparecida,

¿sexta víctima del hombre del zapato?


Grace se quedó mirando la fotografía y luego el titular. Recordaba el momento en que había visto aquella portada por primera vez. El escalofriante titular. Había sido lo más buscado en todos los quioscos de la ciudad.

Tocó la tapa de la caja. Estaba suelta. La levantó y se quedó pasmado, con los ojos desorbitados, al ver lo que había dentro.

Estaba llena hasta los topes de zapatos de tacón, cada uno envuelto en celofán y precintado. Rebuscó en la caja. Algunos paquetes contenían un solo zapato y unas bragas. Otros, un par de zapatos. Todos los zapatos parecían casi nuevos.

Estaba temblando de los nervios, pero necesitaba saber cuántos había. Con cuidado de no dañar ninguna prueba forense, los contó y los dejó en el suelo, con sus envoltorios. Veintidós paquetes.

En otro, envuelto con celofán, había un vestido de mujer, bragas y un sujetador. Quizás el disfraz del Hombre del Zapato. Se quedó pensando. ¿Sería la ropa que le había quitado a Nicola Taylor en el Metropole?

Se arrodilló, mirando los zapatos unos momentos. Luego volvió a los recortes de la pared, para asegurarse de que no se había dejado nada significativo que pudiera llevarle hasta su presa.

Miró uno tras otro, concentrándose en los de Rachael Ryan, grandes y pequeños, que cubrían una gran sección de una pared. Vio una hoja de papel A4 que era diferente. No era un recorte de periódico: era un impreso relleno en parte a bolígrafo. El epígrafe decía:


Funeraria J. Bund & Sons

Se acercó para ver bien la letra pequeña. Bajo el nombre, decía:

Impreso de registro

Ref. D5678

Sra. Molly Winifred Glossop

f. 2 de enero de 1998. 81 años

Leyó el impreso hasta la última letra. Era una lista detallada:

Tarifa de la iglesia

Honorarios del médico

Tarifa de retirada de marcapasos

Tarifa de cremación

Honorarios del enterrador

Tarifa de impresión de hojas del servicio

Flores

Recordatorios

Esquelas

Ataúd

Urna

Honorarios del organista

Tarifa del cementerio

Entierro

Honorarios del clérigo

Funeral: 12 de enero de 1998,11.00

Lawn Memorial Cemetery, Woodingdean

Volvió a leer la hoja. Y luego una vez más, petrificado. Con la mente había retrocedido de golpe doce años. Hasta un cuerpo calcinado en una camilla del tanatorio de Brighton y Hove. Una viejecita, cuyos restos habían sido hallados, incinerados, en la carcasa de una furgoneta Ford Transit incendiada, y que nunca había podido ser identificada. Como era de rigor, se había conservado el cuerpo dos años y luego se había enterrado en el cementerio de Woodvale, en un funeral pagado con fondos públicos.

Durante sus años de servicio había visto muchas cosas horrendas, pero la mayoría había podido apartarlas de la mente. Había solo unas pocas -y podía contarlas con los dedos de una mano- que sabía que se llevaría a la tumba. Siempre había pensado que aquella viejecita, y el misterio que la acompañó, serían una de ellas.

Pero ahora, allí de pie, en el falso fondo de aquel viejo garaje, algo estaba adquiriendo por fin un sentido.

Tenía la creciente certeza de que ahora sabía quién era.

Molly Winifred Glossop.

Pero ¿a quién habían enterrado el lunes 12 de enero de 1998 a las once de la mañana en el Lawn Memorial Cemetery de Woodingdean?

Estaba bastante seguro de cuál era la respuesta correcta.

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