Capítulo 15

Sábado, 3 de enero de 2010

Aquellos días de bajón tras Nochevieja siempre eran tranquilos. Era el final de las vacaciones, la gente había vuelto al trabajo, y aquel año más arruinados que de costumbre. No era de extrañar, pensó el agente Ian Upperton, de la Policía de Tráfico de Brighton y Hove, que no hubiera mucha gente por las calles aquella tarde helada de sábado, a pesar de estar en plena temporada de rebajas.

Oscurecía, y su colega, el agente Tony Omotoso, estaba al volante de la ranchera BMW de la Policía, conduciendo hacia el sur. Habían dejado atrás el estanque de Rottingdean y seguían hacia el mar. Omotoso giró a la derecha en el cruce. El viento del suroeste, procedente del canal, azotaba el coche. Eran las 16.30. Una última ronda por lo alto de los acantilados, pasando por la residencia de Saint Dunstan para veteranos de guerra ciegos y por la escuela Roedean para niñas pijas, luego una pasada junto al mar y de vuelta a la base para tomarse un té y esperar junto a la radio que llegara el final del turno.

Upperton tenía la sensación de que había días en que casi se podía sentir la electricidad en el aire, en los que sabías que iban a pasar cosas. Pero aquella tarde no sentía nada. Esperaba impacientemente el momento de volver a casa, ver a su mujer y a sus hijos, sacar a los perros a pasear y luego pasar una velada tranquila frente a la tele. Y descansar los tres días siguientes, que tenía fiesta.

Mientras ascendían por la colina, donde el límite de cincuenta millas por hora daba paso a un tramo de ochenta, un pequeño deportivo Mazda MX-2 pasó rugiendo a su lado a una velocidad más que excesiva.

– ¿Es que está ciego, el muy cabrón? -exclamó airado Omotoso.

Con bastante frecuencia ocurría que los conductores se apresuraban a pisar el freno en cuanto veían un coche de la Policía, y no eran muchos los que se atrevían a adelantarlo, aunque fuera muy por debajo del límite de velocidad. El conductor del Mazda, o lo había robado, o estaba como una cabra, o no los había visto, sin más. Era bastante difícil no verlos, incluso en la penumbra, con aquellas marcas reflectantes a cuadros y la inscripción policía en letras de alta visibilidad por todos los lados del coche.

Las luces traseras se iban perdiendo rápidamente en la distancia.

Omotoso pisó a fondo. Upperton se echó adelante, encendió las luces, la sirena y la cámara para medir la velocidad; luego tiró del cinturón de seguridad para tensarlo. La manera de conducir de su colega cuando perseguía a alguien siempre le ponía nervioso.

Llegaron a la altura del Mazda enseguida y fijaron su velocidad en setenta y cinco millas por hora antes de que redujera para embocar la rotonda. Luego, para su asombro, el vehículo volvió a acelerar al salir de la rotonda. El sistema de lectura de matrículas fijado al salpicadero, que pasaba directamente la información al ordenador de la Dirección General de Tráfico, permaneció totalmente en silencio, lo que indicaba que el coche no había sido robado y que tenía los papeles en regla.

Esta vez la cámara fijó la velocidad en ochenta y un millas por hora, más de ciento treinta kilómetros por hora.

– Tendremos que tener una charla con él -dijo Upperton.

Omotoso aceleró, se colocó justo detrás del Mazda y le hizo luces. Era el momento en que siempre se preguntaban si el conductor intentaría huir o si sería sensato y pararía.

Inmediatamente se iluminaron las luces de freno. El intermitente izquierdo empezó a parpadear, y el coche se detuvo en el arcén. Por la silueta que veían a través del parabrisas trasero, parecía que solo había un ocupante, la mujer que iba al volante, que los miraba, nerviosa, por encima del hombro.

Upperton apagó la sirena, dejó las luces azules en marcha y encendió las de avería. Luego salió del coche y, luchando contra el viento, rodeó el automóvil hasta llegar a la puerta del conductor, sin dejar de comprobar la carretera por si venía algún coche por detrás.

La mujer bajó la ventanilla a medias y le miró, nerviosa. Tendría cuarenta y pocos años, y lucía una masa de cabello rizado alrededor de su rostro, de facciones duras pero no sin atractivo. Parecía haberse puesto el pintalabios algo torpemente y el rímel se le había corrido, como si hubiera estado llorando.

– Lo siento, agente -dijo, con la voz algo tensa y poco nítida-. Supongo que iba un poco rápido.

Upperton flexionó las rodillas para acercarse todo lo posible a su rostro y poder olerle el aliento. Pero no hacía falta. Si hubiera encendido una cerilla, probablemente le habrían salido llamas de la boca. El coche también olía mucho a cigarrillos.

– Tiene algún problema de vista, ¿verdad, señora?

– No, esto…, no. De hecho he ido al oftalmólogo hace poco. Tengo una visión casi perfecta.

– Así pues, ¿suele adelantar coches patrulla a alta velocidad?

– ¡Oh, qué tonta! ¿Eso he hecho? ¡No los he visto! Lo siento. Es que acabo de pelearme con mi exmarido. Tenemos un negocio a medias, ¿sabe? Y yo…

– ¿Ha estado bebiendo, señora?

– Solo una copa de vino… con el almuerzo. Una copita.

A él le olía más bien como si se hubiera bebido toda una botella de vino.

– ¿Podría apagar el motor, señora, y salir del coche? Le voy a pedir que se someta a la prueba de alcoholemia.

– No irá a ponerme una multa, ¿verdad, agente? -dijo, arrastrando las palabras aún más que antes-. Es que…, es que necesito el coche para trabajar. Y ya me han quitado algunos puntos del carné.

«Qué sorpresa», pensó él.

Ella se desabrochó el cinturón y salió, no sin esfuerzo. Upperton tuvo que ofrecerle el brazo para evitar que se cayera hacia la carretera. No hacía falta ni que soplara en el alcoholímetro, pensó. Lo único que tenía que hacer era ponérselo a veinte metros, y el aparato reventaría.

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