Capítulo 19

Sábado, 27 de diciembre de 1997

Rachael no notaba siquiera el dolor. No sentía las muñecas, atadas a la espalda, por efecto del frío, y ella seguía serrando, desesperadamente, frotando adelante y atrás contra el afilado borde de la lata de aceite. Tenía el culo dormido y sentía repetidos calambres bajo la pierna derecha. Pero no hizo caso de nada de aquello. Solo le interesaba cortar. Cortar. Cortar, presa de la desesperación.

Era la desesperación lo que la impulsaba. La desesperación por liberarse antes de que él volviera. La desesperación por beber agua. La desesperación por comer. La desesperación por hablar con sus padres, por oír sus voces, por poder decirles que estaba bien. Lloraba, vertiendo lágrimas al tiempo que cortaba, se retorcía, se apretaba.

Entonces, con gran alegría, sintió que la separación entre sus muñecas se había ampliado ligeramente. Sentía que las ligaduras se iban aflojando. Cortó aún con más fuerza y notó que se aflojaban cada vez más.

Y se encontró con las manos libres.

Casi sin creérselo, fue separándolas cada vez más en la oscuridad, como si de pronto algo pudiera unirlas de nuevo y fuera a descubrir que aquello no era más que una ilusión.

Los brazos le dolían muchísimo, pero no le preocupaba. La mente le iba a toda velocidad.

«Estoy libre.»

«Va a volver.»

«Mi teléfono. ¿Dónde está mi teléfono?»

Tenía que llamar pidiendo ayuda. Solo que no sabía dónde se encontraba. ¿Podían localizarte por la posición del teléfono? No lo creía. Lo único que podría decirles, hasta que pudiera abrir la puerta y orientarse, era que estaba dentro de una furgoneta, en un garaje de algún lugar de Brighton, o quizá de Hove.

Aquel hombre podía volver en cualquier momento. Tenía que soltarse las piernas. En la oscuridad, tanteó el espacio en busca de su teléfono, su bolso, cualquier cosa. Pero no había más que una capa de aceite para motores, viscoso y apestoso. Se echó hacia delante, hacia los tobillos, y sintió la cinta de PVC que tenía alrededor, atada con tanta fuerza que tenía la solidez de un molde de escayola. Entonces se llevó las manos a la cara, para ver si podía quitarse la mordaza y al menos gritar pidiendo ayuda.

Pero eso no sería muy inteligente.

La cinta que le tapaba la boca estaba igual de tensa. Consiguió agarrar el borde con dificultad, con los dedos resbaladizos por el aceite, y se la arrancó, tan agitada que casi no sentía el dolor. Entonces intentó buscar el borde de la cinta que le ataba las piernas, pero los dedos le temblaban tanto que no lo encontraba.

El pánico la atenazaba.

«Tengo que escapar.»

Intentó ponerse en pie, pero, con los tobillos atados, en su primer intento cayó de lado y se golpeó la frente con algo duro. Un momento más tarde sintió un líquido que le entraba en el ojo. Sangre, supuso. Tomó aire y se puso de lado, sentada contra el lateral de la furgoneta y luego, intentando agarrarse al suelo con los pies desnudos, empezó a ponerse derecha. Pero los pies seguían resbalando en el aceite, que había convertido el suelo en una pista de patinaje.

Tanteó a su alrededor hasta encontrar la arpillera en la que había estado tirada; puso los pies encima y volvió a intentarlo. Esta vez consiguió un agarre mejor. Poco a poco, empezó a erguirse. Consiguió ponerse en pie, hasta darse con la cabeza en el techo de la furgoneta. Luego, totalmente desorientada por la total oscuridad, cayó de lado con gran estruendo. Algo le golpeó en el ojo con la fuerza de un martillo.


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