Capítulo 34

Viernes, 9 de enero de 2010

Por segunda vez en poco más de una semana, la agente de enlace con las víctimas de una agresión sexual Claire Westmore estaba en el Saturn Centre, unidad especializada en violaciones adscrita al hospital de Crawley.

Sabía por experiencia que no había dos víctimas que reaccionaran del mismo modo, y que su estado no se mantenía estático. Una de las difíciles tareas a las que se enfrentaba ahora era saber reaccionar ante los cambios de ánimo de la mujer con la que estaba. Pero al tiempo que la trataba con delicadeza y comprensión, para que se sintiera lo más segura posible, no podía perder de vista el hecho de que Roxy Pearce, lo quisiera o no, era un escenario de un delito del que había que obtener todos los rastros posibles para el análisis forense.

Cuando acabaran con aquello, dejaría que la mujer descansara -segura en la habitación que se le había asignado en el centro- y que durmiera, con ayuda de la medicación. Al día siguiente confiaba en que la mujer se encontraría mejor y podría empezar el interrogatorio. Para Roxy Pearce, al igual que ocurría en la mayoría de los casos, aquello probablemente supondría unos días desagradables en los que reviviría lo sucedido, y Westmore tendría que arrancarle una angustiosa declaración con la que acabaría llenando treinta páginas de su cuaderno A4.

En aquel momento se encontraba en el proceso más desagradable de todos para la víctima, y también para ella. Estaban solas con una médico forense de la Policía en la sala de exámenes forenses. La mujer llevaba únicamente el albornoz blanco de rizo y las zapatillas rosas que traía puestos al llegar. En el coche patrulla la habían envuelto en una manta para que se calentara, pero ahora ya no la tenía. Estaba sentada, encorvada, abatida y en silencio, sobre la camilla azul, con la cabeza agachada y la mirada perdida, la larga melena negra enmarañada y tapándole en parte el rostro. De la locuacidad irrefrenable mostrada en el momento en que la Policía se había presentado en su casa, había pasado ahora a un estado cercano al catatónico.

A Westmore alguna víctima le había dicho que sufrir una violación era como si te mataran el alma. Al igual que en caso de asesinato, no había vuelta atrás. No había terapia que pudiera hacer que Roxy Pearce volviera a ser la persona de antes. Sí, con el tiempo se recuperaría un poco, lo suficiente para seguir adelante, para llevar una vida, en apariencia, normal. Pero sería una vida constantemente amenazada por la sombra del miedo. Una vida en la que apenas podría confiar en nadie, en cualquier situación.

– Aquí estás segura, Roxy -le dijo Claire, con una sonrisa franca-. No hay lugar más seguro que este. Aquí él no podría entrar.

Volvió a sonreír. Pero no hubo respuesta. Era como hablar con una figura de cera.

– Tu amiga Amanda está aquí -prosiguió-. Ha salido un momento a fumarse un pitillo. Se quedará contigo todo el día. -Volvió a sonreír.

De nuevo aquella.expresión ausente. Los ojos muertos. En blanco. Tan en blanco como todo lo que la rodeaba. Tan en blanco e insensibles como el resto de su cuerpo.

Los ojos de Roxy recorrieron las paredes de color magnolia de la salita. Recién pintada. El reloj redondo e impersonal marcaba las 12.35. Un soporte con cajas de guantes de látex azules. Otro soporte con recipientes rojos con jeringas, gasas y viales, todo precintado. Una silla rosa. Una báscula. Un lavamanos con un dispensador de crema hidratante en un lado, y un jabón estéril en el otro. Un teléfono apoyado en un escritorio blanco y desnudo, como si fuera el de la llamada de emergencia en un concurso de televisión. Un biombo plegable con ruedecitas.

Afloraron las lágrimas. Deseó que Dermot estuviera allí. Su cerebro aturdido deseó no haberle sido infiel, no haber tenido aquella historia loca con Iannis.

Entonces, de pronto, espetó:

– Es todo culpa mía, ¿verdad?

– ¿Por qué dices eso, Roxy? -preguntó la agente, apuntando sus palabras en el registro que llevaba en su portátil-. No debes culparte en absoluto. Eso no es así.

Pero la mujer volvió a sumirse en el silencio.

– Está bien, cariño. No te preocupes. No tienes que decirme nada. No tenemos que hablar, si no quieres, pero lo que sí necesito es obtener pruebas forenses de tu cuerpo, que puedan ayudarnos a encontrar al hombre que te hizo esto. ¿Te parece bien?

Tras unos momentos, Roxy dijo:

– Me siento sucia. Quiero darme una ducha. ¿Puedo?

– Por supuesto, Roxy -dijo la forense-. Pero todavía no. No querrás que se pierdan las pruebas que podamos tener, ¿no? -añadió. Tenía un tono algo autoritario, pensó Westmore, quizá demasiado decidido, teniendo en cuenta el frágil estado de la víctima.

Silencio otra vez. La mente de Roxy se fue por la tangente. Había sacado dos de las mejores botellas de Dermot. Las había dejado en algún sitio. Una, abierta sobre la mesa de la cocina; la otra en la nevera. Tendría que comprar una botella en algún sitio para reemplazar la que estaba abierta, y volver a casa antes de que lo hiciera Dermot para volver a poner las dos en la bodega. Si no, él se subiría por las paredes.

Con un chasquido, la forense se ajustó un par de guantes de látex, se acercó a los recipientes de plástico y sacó el envoltorio estéril del primer objeto, una pequeña herramienta afilada para recoger restos de debajo de las uñas. Cabía la posibilidad de que la mujer hubiera arañado a su atacante, y esas células cutáneas, con su ADN, quizás estuvieran aún bajo las uñas.

Para Roxy aquello no fue más que el inicio de la larga tortura que sufrió en aquella sala. Antes de que le dejaran darse una ducha, la forense tendría que aplicar gasas y sacar muestras de todas las partes de su cuerpo donde hubiera podido producirse contacto con el agresor, en busca de saliva, semen y células cutáneas. Le peinaría el vello púbico, le haría un examen de alcohol en sangre, le sacaría una muestra de orina para las pruebas de toxicología y registraría en el libro de exámenes médicos cualquier daño sufrido en la zona genital.

Mientras la forense iba repasando cada una de las uñas de Roxy, empaquetando los restos por separado, la agente de enlace intentó calmarla.

– Vamos a atrapar a ese hombre, Roxy. Por eso estamos haciendo esto. Con tu cooperación, podremos evitar que le haga esto a otra mujer. Sé que es duro para ti, pero intenta pensar en eso.

– No sé por qué se molestan -dijo Roxy, de pronto-. Solo el cuatro por ciento de los violadores acaban cumpliendo condena. ¿No es así?

Westmore vaciló. Había oído que en Inglaterra el índice era del dos por ciento, porque en realidad solo se acababan denunciando el seis por ciento de las violaciones. Pero no quería ponerle las cosas más difíciles a la pobre mujer.

– Bueno, eso no es del todo cierto -respondió-. Pero las cifras son bajas, sí. Eso se debe a que pocas víctimas tienen las agallas que tienes tú, Roxy. No tienen el valor de actuar, como has hecho tú.

– ¿Agallas? -replicó ella amargamente-. Yo no tengo «agallas».

– Sí que las tienes. Desde luego que sí.

– Es culpa mía -insistió, meneando la cabeza casi sin fuerzas-. Si hubiera tenido agallas, le habría detenido. Todo el mundo pensará que yo quería que me hiciera esto, que le animé de algún modo. Cualquier otra persona se las habría arreglado para evitarlo, tal vez dándole una patada en las pelotas o algo así, pero yo no. ¿Qué hice yo? Yo me quedé ahí tirada.


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