Capítulo 44

Sábado, 10 de enero de 2010

A pesar del frío y del feroz viento, varios grupos de personas, en su mayoría jóvenes, pululaban por la entrada de la zona de ocio del embarcadero. Toda la estructura estaba animada con brillantes luces de colores, que se adentraban casi medio kilómetro hacia la oscuridad del canal de la Mancha. Una bandera británica ondeaba al viento. En la entrada, una valla gigantesca anunciaba la actuación de un grupo en directo. El puesto de helados no estaba haciendo un gran negocio, pero sí había cola ante los mostradores de Southern Fried Chicken, Doughnut, Meat Feast y Fish and Chips.

Darren Spicer, vestido con un chaquetón impermeable, vaqueros, manoplas de lana y una gorra de béisbol bien calada, estaba eufórico, totalmente ajeno al frío, mientras hacía cola para comprarse unas patatas fritas. El olor al aceite frito le estaba despertando el apetito. Se ajustó el cuello hasta la boca, se frotó las manos y miró el reloj. Las 19.52. Tenía que estar de vuelta en el Centro de Noche Saint Patrick's antes de las 20.30, hora del cierre de puertas, o perdería la cama, y desde allí tenía veinticinco minutos a paso ligero, a menos que cogiera un autobús o tuviera la extravagancia de tomar un taxi.

En el interior de uno de sus grandes bolsillos interiores llevaba un ejemplar del Argus que había sacado de un contenedor en el Grand Hotel, por el que se había pasado antes para fichar, ya que empezaría a trabajar el lunes, en un puesto en el que tendría que poner en práctica sus conocimientos de electricidad. El hotel estaba cambiando el cableado eléctrico, que, al parecer, no se había tocado desde hacía décadas. El lunes estaría en el sótano, tirando cables desde el generador de emergencia a la lavandería.

Era una gran extensión, y tenían poco personal. Aquello significaba que no habría mucha gente vigilándole. Y que prácticamente tendría el lugar a su disposición. Con todas las ganancias que ello podía implicar. Y tendría acceso al sistema informático. Ahora todo lo que necesitaba era un teléfono móvil de prepago. Eso no sería un problema.

¡Se sentía bien! ¡Se sentía fantástico! ¡En aquel momento era el hombre más poderoso de toda la ciudad! ¡Y probablemente el que iba más caliente!

Un grupito de chicas con poca ropa que bajaban de un taxi llamó su atención. Entre ellas había una gordita a la que casi se le salían las tetas de la blusa, con unos morritos carnosos. Se tambaleaba por el embaldosado de la entrada, con sus brillantes zapatos de tacón alto, sujetándose el cabello azotado por el viento. Parecía que había bebido un poco.

La minifalda se le subió con un soplo de viento y por un momento quedó a la vista la parte alta del muslo. Aquello le causó un repentino y momentáneo arranque de deseo. Era su tipo de chica. Le gustaban las mujeres con algo de carne. Sí, sin duda era su tipo.

Sí.

Le gustaba.

Le gustaban sus zapatos.

Dio una calada a su cigarrillo.

El taxi se fue.

Las chicas discutían por algo. Luego se dirigieron todas hacia la cola que había tras él.

Consiguió sus patatas y luego se separó unos pasos, se apoyó en un soporte de hierro y se quedó observando a las chicas en la cola, que seguían discutiendo y tomándose el pelo las unas a las otras. Pero en particular observaba a la gordita, y sentía cómo aumentaba ese arranque de deseo en su interior, pensando una y otra vez en aquella imagen que había visto de su muslo.

Para cuando las chicas consiguieron sus patatas y las pagaron, no sin antes rebuscar en sus bolsitos hasta dar con el dinero exacto, él ya se había acabado las suyas y había encendido otro cigarrillo. Se dirigieron hacia el muelle. La gordita se había quedado un poco atrás. Hacía esfuerzos por llegar a la altura de sus amigas, pero le costaba mantener el paso con aquellos tacones.

– ¡Eh! -gritó a las dos que iban atrás-. ¡Eh, Char, Karen, no corráis tanto! ¡No puedo seguiros!

Una de las cuatro se giró, riéndose y sin bajar el ritmo:

– ¡Venga, Mandy! A lo mejor será porque estás demasiado gorda, ¿no?

Mandy Thorpe, algo mareada por el exceso de cócteles, dio una carrerita y por un momento se puso a la altura de sus amigas.

– ¡Os podéis ir a la mierda con lo del peso! ¡No estoy tan gorda! -gritó, fingiéndose enfadada.

Al momento, cuando la entrada embaldosada dio paso a la pasarela de madera del muelle, ambos tacones se le quedaron encajados en una fisura, los pies se le salieron de los zapatos y cayó de bruces, desparramando por el suelo el contenido del bolso y las patatas fritas.

– ¡Mierda! -exclamó-. ¡Mierda, mierda y más mierda!

Se puso en pie como pudo, se agachó y embutió ambos pies dentro de los zapatos, agachándose aún más para desencajarlos con los dedos, maldiciendo aquella barata imitación de Jimmy Choo que se había comprado en un viaje a Tailandia y que le apretaba los dedos.

– ¡Eh! -gritó-. ¡Char, Karen, eh!

Dejando el amasijo de patatas embadurnadas de kétchup por el suelo, salió a trompicones tras ellas, ahora con más cuidado de no volver a meter los tacones en las rendijas. Dejó atrás una locomotora de juguete y se vio envuelta por las brillantes luces y el ruido de la feria. Oía una música de fondo, las campanillas de las máquinas y el sonido metálico de las monedas, los chillidos de alegría y alguna palabrota airada. Pasó junto a unas luces neón rosa con la forma de un petardo, luego frente a una máquina con la parte frontal de cristal llena de ositos de peluche y un rótulo intermitente en el que ponía BOTE EN EFECTIVO 35 £, y con una taquilla que tenía el aspecto de una marquesina victoriana de tranvía.

Entonces se encontraron de nuevo en el exterior y sintieron el frío glacial. Mandy llegó a la altura de sus amigas justo en el momento en que pasaban frente a una serie de casetas, cada una con su música estruendosa: «¡Pesquen un pato!»; «¡El bote de la langosta: 2 pelotas por 1 libra!»; «Tatuajes de henna!».

En la distancia, a su izquierda, contra el negro profundo del mar, se distinguían las luces de las elegantes casas de Kemp Town. Pasaron frente a la «Carrera de delfines», en dirección al tiovivo, al tobogán en espiral, a los autos de choque, a la montaña rusa Crazy Mouse y al Turbo Skyride, en el que Mandy se había montado una vez, y que la había dejado mareada varios días.

A su derecha tenían el Tren Fantasma y el Hotel del Horror.

– ¡Yo quiero subir al Tren Fantasma! -exclamó Mandy.

Karen se giró, mientras sacaba un cigarrillo del bolso.

– Es patético. Es una mierda, una memez. Yo necesito otra copa.

– ¿Y el Turbo? -propuso otra, Joanna.

– ¡Ni hablar! -protestó Mandy-. Yo quiero subir al Tren Fantasma.

Joanna sacudió la cabeza.

– A mí eso me da miedo.

– No da tanto miedo -aseguró Mandy-. Si no venís, iré yo sola.

– ¡No te atreves! -la desafió Karen-. ¡Eres una gatita asustada!

– ¡Ya veréis! -respondió Mandy-. ¡Vais a ver!

Dio una carrerita hasta la taquilla donde se vendían las fichas para las atracciones. Ninguna de ellas vio al hombre que las contemplaba desde cierta distancia, que tiraba el cigarrillo al suelo y lo apagaba con la suela del zapato.


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