Capítulo 82

Jueves, 15 de enero de 2010

Oyó el clac-clac-clac de los tacones que resonaban contra el suelo de hormigón. Cada vez más cerca. Caminando rápido.

Le gustaba el sonido de los tacones al acercarse. Siempre le había gustado. Mucho más que cuando se alejaban. Sin embargo, al mismo tiempo, era algo que de niño le causaba miedo. Ese sonido alejándose significaba que su madre se iba. Cuando lo sentía cada vez más cerca, quería decir que ella volvía, para castigarle o para obligarlo a hacerle cosas.

El corazón le latía con fuerza. Sintió el flujo de adrenalina, como el subidón de una droga. Aguantó la respiración. Se acercaba cada vez más.

Tenía que ser ella.

«Por favor, que lleve los Manolos de satén azul.»

CLONK.

El ruido le sorprendió. Fue como cinco disparos simultáneos a su alrededor. Al saltar los cinco seguros de la puerta a la vez, casi se le escapa un grito.

Entonces, otro sonido.

Clac-clac-clac.

Pasos dirigiéndose a la parte trasera del coche. Seguidos del suave ruido de los amortiguadores hidráulicos del maletero al abrirse. ¿Qué estaba metiendo? ¿La compra? ¿Más zapatos?

Casi en silencio, con la destreza que le daba la práctica, abrió la tapa de la jabonera hermética de plástico que llevaba en el bolsillo y sacó la gasa empapada en cloroformo. Se preparó. Al cabo de un momento entraría en el coche, cerraría la puerta y se pondría el cinturón. Entonces atacaría.

Pero para su sorpresa, en lugar de la puerta del conductor, abrió la de atrás. Levantó la vista y vio su cara de asombro. Entonces ella dio un paso atrás, atónita al verle.

Un instante más tarde, gritó.

Él se levantó, saltó hacia ella con la gasa por delante, pero calculó mal la altura del coche y cayó al suelo de bruces. Mientras se revolvía para ponerse en pie, ella se echó atrás, volvió a gritar y luego una vez más; se giró y salió corriendo, chillando y haciendo clac-clac-clac con sus zapatos.

«Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda.»

La observó unos momentos, agazapado en el espacio entre el Touareg y su furgoneta, debatiendo si debía salir corriendo tras ella. Ahora estaría plenamente a la vista de las cámaras. Alguien oiría sus gritos.

«Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda.»

Intentaba pensar con claridad, pero no podía. Tenía la mente colapsada.

«Tengo que salir de aquí, rápido.»

Rodeó la furgoneta a la carrera, subió por la puerta trasera y la cerró de golpe; luego se lanzó hacia delante, trepó al asiento por el respaldo, se situó frente al volante y arrancó el motor. Entonces salió disparado de la plaza y giró a la izquierda, pisando a fondo, siguiendo las flechas hasta la rampa de bajada y la salida.

Al girar a la izquierda, la vio a medio camino bajando por la rampa, tambaleándose sobre los tacones y agitando los brazos como una histérica. Lo único que tenía que hacer era acelerar y borrarla del mapa. La idea se le pasó por la cabeza. Pero aquello le traería más complicaciones que otra cosa.

Ella se giró al oír el ruido del motor y agitó los brazos aún más desesperada.

– ¡Ayúdeme! ¡Por favor, ayúdeme! -gritó, cortándole el paso.

Tuvo que frenar de golpe para evitar golpearla.

Entonces, al mirar a través del parabrisas, los ojos de ella se abrieron como platos del pánico.

Era el pasamontañas. No se dio cuenta hasta aquel momento. Había olvidado que lo llevaba puesto.

Ella retrocedió casi a cámara lenta; luego dio media vuelta y salió corriendo, todo lo rápido que pudo, tropezando, tambaleándose, gritando, perdiendo los zapatos: primero el izquierdo, luego el derecho.

De pronto la puerta de una salida de incendios se abrió a su derecha y apareció un policía de uniforme.

Él pisó el acelerador a fondo, haciendo chirriar las ruedas y lanzándose por la rampa, y se dirigió como una exhalación hacia las dos barreras idénticas que cerraban la salida.

Y de pronto cayó en la cuenta de que no había pagado el recibo.

No había nadie en la cabina, pero en cualquier caso no tenía tiempo. Siguió pisando a fondo, preparándose para el impacto. Pero fue lo de menos. La barrera salió volando como si fuera de cartón y él siguió acelerando, hasta la calle, y siguió adelante, girando a la izquierda y luego a la derecha por la parte trasera del hotel, hasta que llegó a los semáforos del paseo marítimo.

Entonces se acordó del pasamontañas. A toda prisa, se lo arrancó y se lo metió en el bolsillo. Alguien, furioso, tocó la bocina detrás de él. El semáforo se había puesto en verde.

– ¡Vale, vale!

Aceleró y la furgoneta se caló. El conductor de atrás volvió a tocar la bocina.

– ¡Que te jodan!

Arrancó, inició la marcha, giró a la derecha y se dirigió hacia el oeste, por 4a costa, en dirección a Hove. Respiraba rápido y con dificultad. Un desastre. Aquello era un desastre. Tenía que alejarse de allí todo lo rápido que pudiera. Tenía que esconder la furgoneta.

El semáforo que tenía delante estaba cambiando a rojo. La llovizna había transformado su parabrisas en una superficie escarchada. Por un instante se planteó saltarse el semáforo en rojo, pero un largo camión articulado ya había empezado a cruzar ante él. Se detuvo, golpeando nerviosamente el volante con las palmas de la mano, y luego accionó los limpiaparabrisas.

El camión estaba tardando una eternidad en pasar. ¡Era un jodido tráiler!

Con el rabillo del ojo vio algo. Alguien a su derecha le hacía señas. Giró la cabeza y se le heló la sangre.

Era un coche de la Policía.

Estaba atrapado. El jodido camión pertenecía a un circo o algo así, y se movía a la velocidad de una tortuga. Justo detrás tenía otro camión articulado enorme.

¿Qué debía hacer? ¿Salir corriendo?

El agente sentado en el asiento del acompañante del coche patrulla seguía haciéndole señas, indicando algo con una sonrisa. El poli hizo un gesto señalándose el hombro y luego a él, y luego otra vez su hombro.

Frunció el ceño. ¿De qué coño iba?

Entonces se dio cuenta.

¡Le estaba diciendo que se abrochara el cinturón de seguridad!

Él le devolvió el gesto y se lo puso enseguida. Clac-clic.

El agente le enseñó el pulgar en señal de aprobación. Él hizo lo mismo. Todo sonrisas.

Por fin acabó de pasar el camión y el semáforo se puso verde. Condujo a ritmo constante, manteniendo la velocidad justo por debajo del límite hasta que, para su alivio, el coche de la Policía giró por una bocacalle. Entonces aceleró todo lo que pudo.

Un kilómetro y medio. Un kilómetro y medio más y estaría a salvo.

Pero aquella zorra no podría decir lo mismo.

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