Capítulo 52

Domingo, 11 de enero de 2010

En el Centro de Noche Saint Patrick's, las normas que regían toda la semana se relajaban un poco los domingos. Aunque los internos tenían que salir de las instalaciones antes de las 8.30, como cualquier otro día, tenían permitido volver a las 17.00.

Aun así, Darren Spicer pensó que aquello era demasiado estricto, tratándose de una iglesia y todo eso. ¿No se suponía que debía acoger a la gente a cualquier hora? En especial cuando hacía un tiempo de mierda. Pero él no iba a discutir, pues no quería emborronar su expediente. Quería uno de los MiPods. Diez semanas de espacio propio y la posibilidad de entrar y salir libremente. Sí, aquello estaría bien. Le permitiría buscarse la vida, aunque no de la manera que se imaginaba la gente que dirigía aquel lugar.

Fuera llovía a cántaros. Y hacía un frío de mil demonios. Pero él no quería quedarse todo el día allí dentro. Se había duchado y se había comido un cuenco de cereales y unas tostadas. El televisor estaba encendido y un par de internos estaban viendo la repetición de un partido de fútbol en la pantalla, ligeramente desenfocada.

Fútbol, sí. El equipo de Brighton y Hove era el Albion. Recordaba aquel día mágico, de adolescente, cuando jugaron la final de la Copa de Inglaterra en Wembley y empataron. La mitad de los vecinos de Brighton y Hove había ido al campo, mientras la otra mitad estaba pegada al sofá, frente a la tele, en el salón de casa. Había sido uno de los mejores días de toda su carrera como ladrón de casas.

El día anterior se había disputado un partido en el estadio de Withdean y él había ido. Le gustaba el fútbol. No es que fuera un gran seguidor del Albion. Le gustaban más el Manchester United y el Chelsea, pero tenía sus motivos para ir. Necesitaba pillar un poco de charlie -como era conocida la cocaína en la calle- y el mejor modo era dejarse ver. Su camello estaba allí, en su localidad de siempre. No había cambiado nada, salvo el precio, que había subido, y la calidad, que había bajado.

Después del partido se había comprado tres gramos y medio por 140 libras, esquilmando sus escasos ahorros. Enseguida se había metido dos gramos con un par de pintas de cerveza y unos chupitos de whisky. El último gramo y medio lo guardaba para combatir el tedio de hoy.

Se puso su chaqueta y su gorra de béisbol. La mayoría de sus compañeros internos estaban pasando el tiempo, hablando en grupitos o perdidos en sus pensamientos, o viendo la tele. Al igual que él, ninguno tenía ningún lugar al que ir, y mucho menos en domingo, cuando cerraban las bibliotecas, el único lugar cálido donde se podían pasar las horas sin gastar dinero y sin que nadie los echara. Pero él tenía planes.

El reloj redondo de la pared, sobre la trampilla de la comida, ahora cerrada, marcaba las 8.23. Faltaban siete minutos. En momentos como aquel, echaba de menos la cárcel. Allí dentro la vida era fácil. Se estaba seco y calentito. Había rutinas y compañerismo. No había preocupaciones. Pero cada uno tenía sus sueños…

Pensó en ello. Sus sueños. La promesa que se había hecho a sí mismo. Labrarse un futuro. Conseguir un buen pellizco y vivir limpio.

Mientras esperaba aquellos últimos minutos antes de echarse a la calle, Spicer leyó algunos de los carteles pegados a las paredes:


¿te vas?

curso gratuito de autoconfianza para hombres

curso gratuito de seguridad alimentaria

nuevo curso gratuito:

sentirte más seguro en casa y en la comunidad

¿te pinchas para ganar músculo?

infórmate de los riesgos

¿crees que podrías tener un problema

con la cocaína u otras drogas?


Se sorbió la nariz. Sí, tenía un problema con la cocaína: no tenía bastante, aquel era el problema ahora mismo. No le quedaba dinero para comprar más, y aquello iba a convertirse en un problema. Era lo que necesitaba, sí. La coca que se había metido el día anterior le había hecho volar, le había puesto de un humor estupendo, le había puesto caliente, hasta un punto peligroso. Pero ¡qué narices…!

Ahora estaba de bajón. Un buen bajón. Iría a tomarse unas copas, se metería el resto de la coca y así no le importaría en absoluto el tiempo de mierda. Se había propuesto ir a visitar algunos puntos de la ciudad que quería estudiar como posibles objetivos.

El domingo era un día peligroso para robar casas. Había demasiada gente que no salía. Y aunque hubieran salido, siempre estaban los vecinos. Se pasaría el día investigando, estudiando el terreno. Tenía una lista de propiedades obtenida a lo largo de su estancia en prisión a través de contactos en compañías de seguros, para no perder el tiempo llegado el momento de la verdad. Toda una lista de casas y pisos cuyos propietarios tenían joyas y cuberterías de calidad. En algunos casos, tenía incluso la lista completa de sus objetos de valor. Algunos botines muy sustanciosos. Si procedía con cuidado, quizá bastara para iniciar una nueva vida.

– ¿Darren?

Se giró, sorprendido al oír su nombre. Era uno de los voluntarios del centro, un hombre de unos treinta años vestido con camisa azul y vaqueros, con el pelo corto y patillas largas. Se llamaba Simón.

Spicer le miró, preguntándose qué pasaría. ¿Le habría delatado alguien la noche anterior? ¿Le habrían visto las pupilas dilatadas? Si te pillaban consumiendo drogas o simplemente si ibas colocado, podían echarte, sin más.

– Hay dos caballeros ahí fuera que quieren verte.

Aquellas palabras le sentaron como si la gravedad le tirara hacia el suelo con un violento empujón, como si todas sus vísceras se hubieran convertido en gelatina. Era la misma sensación que tenía cada vez que se daba cuenta de que se había acabado el juego y que le iban a detener.

– Ah, bueno -dijo, intentando parecer despreocupado.

«Dos caballeros» solo podía significar una cosa.

Siguió al joven hasta el pasillo, sintiendo cómo se le revolvía el estómago por momentos. El cerebro le iba a toda velocidad. Se preguntaba cuál de las cosas que había hecho en los últimos días era la que los traía hasta allí.

Allí fuera el ambiente era más de iglesia. Un largo pasillo con un arco apuntado a cada extremo. La recepción estaba al lado, tras una pared de cristal. Afuera había dos hombres. Por su atuendo, solo podían ser polis.

Uno de ellos era delgado y alto como un poste, con el cabello corto, revuelto y de punta; daba la impresión de no haber dormido bien desde hacía meses. El otro era negro, con la cabeza afeitada, más calvo que un meteorito. A Spicer le sonaba vagamente.

– ¿Darren Spicer? -dijo el negro.

– Sí.

El hombre presentó una identificación que Spicer apenas se molestó en mirar..

– Sargento Branson, del D.I.C. de Sussex. Y este es mi colega, el agente Nicholl. ¿Te importaría responder unas preguntas?

– Tengo una agenda bastante apretada -respondió Spicer-. Pero supongo que les puedo hacer un hueco.

– Muy considerado por tu parte.

– Sí, bueno. Me gusta ser considerado, con la Policía y eso -dijo, asintiendo y sorbiéndose la nariz.

El voluntario abrió una puerta y les indicó que podían pasar.

Spicer entró en una pequeña sala de reuniones con una mesa y seis sillas y una gran ventana emplomada en la pared más alejada. Se sentó. Los dos policías hicieron lo mismo frente a él.

– Nos hemos visto antes, ¿no, Darren? -dijo el sargento Branson.

– Sí, quizá -respondió Spicer, frunciendo el ceño-. Me resulta familiar. Estoy intentando pensar dónde.

– Te interrogué hace unos tres años, cuando estabas detenido, por unos robos con allanamiento. Acababan de arrestarte por robo y agresión sexual. ¿Te acuerdas ahora?

– Ah, sí, me suena.

Les sonrió a ambos, pero ninguno de los policías le correspondió. De pronto el teléfono móvil del poli del pelo de pincho sonó. Comprobó el número y luego respondió en voz baja.

– Estoy ocupado. Te llamo luego -murmuró, y volvió a metérselo en el bolsillo.

Branson sacó un cuaderno y lo abrió. Se quedó estudiándolo un momento.

– Te soltaron el 28 de diciembre, ¿es así?

– Sí, es correcto.

– Querríamos que nos contaras tus movimientos desde ese momento.

Spicer se sorbió la nariz.

– Bueno, el caso es que no llevo una agenda, ¿saben? No tengo secretaria.

– No te preocupes -dijo el del pelo de pincho, sacando un librito negro-. Yo tengo una. Esta es para el año pasado, y tengo otra para este. Podemos ayudarte con las fechas.

– Muy amable por su parte -respondió Spicer.

– Para eso estamos -dijo Nick Nicholl-. Para ser amables.

– Empecemos con Nochebuena -propuso Branson-. Tengo entendido que en la cárcel de Ford Open te habían dado permiso para ir a trabajar al Departamento de Mantenimiento del hotel Metropole mientras no llegaba la libertad provisional. ¿ Es cierto?

– Sí.

– ¿Cuándo fue la última vez que estuviste en el hotel?

Spicer pensó un momento.

– En Nochebuena -dijo.

– ¿Y en Nochevieja, Darren? -preguntó Glenn Branson-. ¿Dónde estabas en Nochevieja?

Spicer se rascó la nariz y volvió a sorbérsela.

– Bueno, había recibido una invitación de Sandringham para pasarla con la realeza, pero pensé: «Bah, ya estoy harto de esa gente tan estirada…».

– Corta el rollo -le interrumpió Branson-. Recuerda que estás en libertad provisional. Podemos tener esta charla por la vía fácil o por la difícil. La fácil es aquí, ahora. Pero también podemos volver a enchironarte y hacerlo allí. A nosotros nos da igual.

– Mejor aquí -se apresuró a decir Spicer, que de nuevo se sorbió la nariz.

– Parece que te has resfriado, ¿eh? -observó Nicholl.

Él negó con la cabeza.

Los dos policías se miraron, y luego Branson prosiguió:

– Vale. Nochevieja. ¿Dónde estabas?

Spicer puso las manos sobre la mesa y se quedó mirándose los dedos. Tenía todas las uñas mordisqueadas, al igual que la piel de alrededor.

– Estuve tomándome algo en el Neville.

– ¿En el pub Neville? -preguntó Nick Nicholl-. ¿El que está junto al canódromo?

– Sí, ese, donde los perros.

– ¿Hay alguien que pueda corroborarlo? -preguntó Branson.

– Estuve con unos… conocidos, sí. Puedo darles unos nombres.

Nicholl se giró hacia su colega.

– Quizá podamos comprobar la grabación en vídeo y ver si estuvo allí. Creo recordar, de otro caso, que tienen circuito cerrado.

Branson tomó una nota.

– Si no lo han borrado ya. Muchos de estos locales solo guardan siete días de grabación. -Luego miró a Spicer-. ¿A qué hora saliste del pub?

Spicer se encogió de hombros.

– No lo recuerdo. Estaba como una cuba. A la una, o una y media, quizá.

– ¿Dónde te alojabas? -preguntó Nick Nicholl.

– En el albergue de Kemp Town.

– ¿Habrá alguien que recuerde haberte visto a la vuelta?

– ¿Esa gentuza? Qué va. No son capaces de recordar nada.

– ¿Cómo volviste hasta allí? -preguntó Branson.

– El chófer me recogió con el Rolls, por supuesto.

Lo dijo con tal inocencia que Glenn tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse.

– Así pues, ¿tu chófer podrá confirmarlo?

Spicer sacudió la cabeza.

– Me fui a pie, ¿cómo iba a volver si no? A patita.

Branson pasó unas páginas de su cuaderno.

– Pasemos a la semana pasada. ¿Nos puedes decir dónde estabas entre las 18.00 y la medianoche del jueves 8 de enero?

Spicer respondió rápidamente, como si ya supiera lo que le iban a preguntar.

– Sí, me fui a los perros. Era la noche de descuento para las chicas. Me quedé hasta las siete y media más o menos, y luego me vine aquí.

– ¿Al canódromo? Parece que eres habitual del pub Neville, ¿eh?

– Bueno, entre otros, sí.

Branson tomó nota mentalmente de que el canódromo estaba a menos de quince minutos a pie de The Droveway, donde había sido violada Roxy Pearce el jueves por la noche.

– ¿Tienes algo que demuestre que estuviste allí? ¿Resguardos de apuestas? ¿Te acompañó alguien?

– Ligué con una chica -dijo, y se calló en seco.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Branson.

– Sí, bueno, ese es el problema. Está casada. Su marido estaba fuera aquella noche. No creo que le haga mucha gracia que se presente la poli a interrogarla.

– ¿De pronto tenemos conflictos morales, Darren? -preguntó Branson-. ¿La conciencia se te ha activado de repente?

Estaba pensando, aunque no lo dijo, que también era una curiosa coincidencia que el marido de Roxy Pearce estuviera fuera aquella misma noche.

– No es una cuestión de conciencia, pero no quiero darles su nombre.

– Entonces más vale que nos des alguna otra prueba de que estuviste en el canódromo durante ese periodo de tiempo.

Spicer los miró. Necesitaba un cigarrillo desesperadamente.

– ¿Les importa decirme de qué va todo esto?

– Se ha registrado una serie de agresiones sexuales en esta ciudad. Estamos intentando descartar sospechosos para nuestra investigación.

– Así pues, ¿soy sospechoso?

Branson negó con la cabeza.

– No, pero la fecha en que te soltaron te convierte en un posible «sujeto de interés».

No le reveló que habían comprobado su historial y observado que en 1997 había salido de la cárcel justo seis días antes de la primera agresión atribuida al Hombre del Zapato.

– Pasemos al día de ayer. ¿Puedes explicarnos dónde estabas entre las cinco de la tarde y las nueve de la noche?

Spicer estaba seguro de que el rostro le ardía. Se sentía acorralado, no le gustaba cómo sonaban todas aquellas preguntas. Preguntas a las que no podía responder. Sí, recordaba con exactitud dónde estaba el día anterior a las cinco. Estaba en un bosquecillo tras una casa de Woodland Drive, en el Barrio de los Millonarios, comprando coca a uno de sus residentes. Dudaba de que pudiera llegar a su próximo cumpleaños si se le ocurría mencionar la dirección.

– Estuve en el partido del Albion. Luego me fui a tomar unas cervezas con un colega. Hasta la hora en que cierran las puertas aquí. ¿Vale? Volví y cené. Luego me fui a la cama.

– Una mierda de partido, ¿eh? -apuntó Nick Nicholl.

– Sí, el segundo gol, bueno… -Spicer levantó las manos en un gesto resignado y volvió a sorberse la nariz.

– ¿Tu colega tiene nombre? -preguntó Glenn Branson.

– No. Es curioso, le he visto muchas veces, desde hace años…, y aún no sé cómo se llama. No es de esas cosas que se le preguntan a alguien después de estar tomando cervezas con él durante diez años, ¿no?

– ¿Por qué no? -dijo Nicholl.

Spicer se encogió de hombros.

Se produjo un largo silencio.

Branson pasó una página de su cuaderno.

– Aquí cierran las puertas a las ocho y media. Me han dicho que llegaste a las ocho cuarenta y cinco, que se te trababa la lengua y tenías las pupilas dilatadas. Tuviste suerte de que te dejaran entrar. Los internos tienen prohibido tomar drogas.

– Yo no tomo drogas, sargento…, señor -replicó, y se sorbió de nuevo la nariz.

– Estoy seguro. Simplemente tienes un resfriado tremendo, ¿verdad?

– Sí, debe de ser eso. Eso es. ¡Un resfriado tremendo!

Branson asintió.

– Apuesto a que también crees en Papá Noel, ¿verdad?

Spicer esbozó una sonrisa socarrona, no muy seguro de la intención de la pregunta.

– ¿Papá Noel? Sí, sí, ¿por qué no?

– Pues el año que viene escríbele y pídele que te traiga un jodido pañuelo.

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