Capítulo 107

Domingo, 18 de enero de 2010

Jessie estaba luchando de nuevo por respirar. Presa del pánico, se agitaba desesperadamente intentado girar la cabeza hacia los lados para despejar un poco la nariz. «Benedict, Ben, Ben, por favor, ayúdame. Por favor, no me dejes morir aquí. Por favor.»

Tenía unos dolores terribles; sentía todos los músculos del cuello como si se estuvieran desgarrando de los hombros. Pero por lo menos ahora podía respirar. Aún no del todo bien, pero el pánico disminuyó por un momento. Sentía una sed insoportable y los ojos irritados de tanto llorar. Las lágrimas le caían por las mejillas, tentándola, pero no podía recogerlas con la boca, pues la había amordazado.

Volvió a rezar: «Por favor, Dios, acabo de encontrar una felicidad increíble. Ben es un hombre encantador. Por favor, no me lo quites, ahora no. Por favor, ayúdame».

Pese a todo su sufrimiento, intentó pensar con claridad. No sabía cuándo, pero en algún momento aquel tipo regresaría.

Le traería el agua de la que le había hablado, a menos que estuviera burlándose de ella, y tendría que desatarla, al menos lo suficiente para sentarse a beber. Si llegaba a tener una oportunidad, sería entonces.

Solo una oportunidad.

Aunque le dolían todos los músculos del cuerpo, a pesar de que estaba agotada, seguía teniendo fuerzas. Intentó pensar en las diferentes posibilidades. ¿Hasta dónde llegaría la inteligencia de aquel tipo? ¿Cómo podría engañarle? ¿Haciéndose la muerta? ¿Fingiendo un ataque? Debía haber algo, algo en lo que no hubiera pensado.

En lo que él no hubiera pensado.

¿Qué hora era? En aquel largo y oscuro vacío en el que estaba suspendida, de pronto sintió una imperiosa necesidad de medir el tiempo, de saber qué hora era, de averiguar cuánto tiempo llevaba allí.

Domingo. Era lo único que tenía claro. El almuerzo del que había hablado debía de ser la comida del domingo. ¿Había pasado una hora desde que se había ido? ¿Media hora? ¿Dos horas? ¿Cuatro? Antes había una tenue luz grisácea, que ya había desaparecido. Estaba en una oscuridad total.

Quizá pudiera deducir algo de los sonidos que oía. Los continuos y tenues ruidos metálicos, tañidos y chirridos de ventanas sueltas, puertas, paneles de chapa, placas de metal o lo que fuera que se oía fuera del edificio. Observó que uno en particular parecía tener un ritmo constante. Volvió a oírlo y empezó a contar.

«Un elefante, dos elefantes, tres elefantes, cuatro elefantes. Bang. Un elefante, dos elefantes, tres elefantes, cuatro elefantes. Bang.»

Su padre era aficionado a la fotografía. Recordaba que, de niña, antes de que se hubiera impuesto la fotografía digital, tenía un cuarto oscuro donde revelaba las fotografías él mismo. A ella le gustaba acompañar a su padre allí, donde se encerraban completamente a oscuras o bajo la luz de una débil bombilla roja. Cuando abría un carrete, estaban sin nada de luz y su padre le hacía contar los segundos tal como le había enseñado. Si decía «un elefante» lentamente, el resultado era más o menos equivalente a un segundo. Y funcionaba con el resto de los números.

Así que ahora podía calcular que aquel ruido se producía cada cuatro segundos. Quince veces por minuto.

Contó un minuto. Luego cinco. Diez. Veinte minutos. Media hora. Entonces, en un acceso de rabia, vio la futilidad de lo que estaba haciendo. «¿Por qué a mí, Dios, si es que existes? ¿Por qué narices quieres destruir mi amor con Benedict? ¿Por qué no es judío, se trata de eso? ¡Joder, Dios, pues estás bien enfermo! Ben ha dedicado la vida a ayudar a gente desfavorecida. Eso es también lo que intento hacer yo, por si no te habías dado cuenta.»

Entonces empezó a sollozar de nuevo.

Y siguió contando automáticamente, como si el golpeteo fuera un metrónomo. Cuatro segundos. Bang. Cuatro segundos. Bang. Cuatro segundos. Bang.

De pronto, un ruido intenso, de algo corredizo.

El vehículo se agitó.

Pasos.

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