Capítulo 4

Miércoles, 31 de diciembre de 2009

Nicola Taylor se preguntaba cuándo acabaría aquella noche infernal, sin que se imaginara que su infierno personal ni siquiera había empezado.

«El infierno son los demás», escribió un día Jean-Paul Sartre, y ella estaba de acuerdo. En aquel preciso momento, el infierno era aquel borracho de la pajarita de su derecha, que le estaba aplastando todos los huesos de la mano, y el de su izquierda, aún más borracho y con aquella zarpa sudorosa tan grasienta como un trozo de panceta.

Y los otros trescientos cincuenta borrachos escandalosos que la rodeaban.

Los dos hombres le tiraban de los brazos arriba y abajo, casi arrancándoselos del tronco, mientras la banda del salón de actos del hotel Metropole atacaba el clásico Auld lang syne al dar la medianoche. El hombre de su derecha llevaba un bigote de plástico de Groucho Marx cogido con una pinza al tabique entre los orificios nasales, y el de su izquierda, cuya grasienta mano se había pasado gran parte de la noche intentando avanzar por su muslo, empezó a hacer sonar un silbato que parecía el pedo de un pato.

Habría deseado estar en cualquier otro lugar. Ojalá se hubiera mantenido firme y se hubiera quedado en casa, bien calentita, con una botella de vino y la televisión, tal como había pasado la mayoría de las noches del año que se acababa, desde que su marido la había abandonado por su secretaria de veinticuatro años.

Pero no, sus amigas Olivia, Becky y Deanne habían insistido en que «de ningún modo» iban a dejar que pasara la Nochevieja deprimiéndose en casa, a solas. Nigel no iba a volver, le aseguraron. La veinteañera estaba embarazada. No valía la pena. Había muchos más peces en el mar. Ya era hora de que saliera a buscarse la vida.

¿Y aquello era buscarse la vida?

Sintió cómo le tiraban de ambos brazos a la vez hacia arriba. Luego se vio arrastrada hacia delante al ritmo de la canción, y a punto estuvo de caerse de lo alto de los tacones de sus indecentemente caros zapatos Marc Jacobs. Un momento después se veía arrastrada hacia atrás, trastabillando.

«Should auld acquaintance be forgot…», [1] cantaba la banda.

Pues sí, claro que sí que habría que olvidarlas. ¡Y también las actuales!

Solo que ella no podía olvidar. No podía olvidar todas aquellas noches de fin de año en que, al llegar la medianoche, había mirado a Nigel a los ojos y le había dicho que le quería, y él le había contestado que él también. Le pesaba el corazón, le pesaba horrores. No estaba lista para aquello. No era el momento, aún no.

La canción por fin acabó, y el señor Panceta Grasienta escupió su silbato, la agarró de las mejillas y le plantó un beso baboso e interminable en los labios.

– ¡Feliz Año Nuevo! -barboteó.

Entonces cayeron globos del techo. Una lluvia de serpentinas la cubrió. A su alrededor solo veía caras alegres y sonrientes. La abrazaron, la besaron y la magrearon por todas partes. Aquello no tenía fin.

Nadie lo notaría si se escapaba en aquel momento.

Se abrió paso a través de la sala, esquivando un mar de gente, y salió al pasillo. Sintió una fría corriente de aire y el dulce olor del humo de un cigarrillo. ¡Dios, qué bien le iría un cigarrillo en aquel momento!

Se encaminó hacia el pasillo, que estaba casi desierto, giró a la derecha y salió al vestíbulo del hotel; lo cruzó y se dirigió a los ascensores. Llamó. Se abrieron las puertas, entró y pulsó el botón para ir a la quinta planta.

Con un poco de suerte, todos estarían demasiado borrachos como para notar su ausencia. A lo mejor debería haber bebido más, y así tendría ganas de fiesta. Ella estaba absolutamente sobria, así que podría haberse ido a casa en coche sin problemas, pero había pagado la habitación para aquella noche y tenía todas sus cosas dentro. Quizá podría pedir un poco de champán al servicio de habitaciones, ver una película en la tele y agarrarse un pedo ella sólita.

Al salir del ascensor, sacó la tarjeta de plástico que servía de llave de la habitación del interior de su bolso de noche Chanel de lamé plateado (una imitación que había comprado en Dubái en un viaje que había hecho con Nigel dos años atrás).

Observó a una mujer rubia y delgada -de unos cuarenta y tantos, supuso- a unos metros. Llevaba un vestido de noche, con mangas largas, y parecía que no conseguía abrir su puerta. Al llegar a su altura, la mujer, que estaba muy borracha, se giró hacia ella:

– No puedo meter esta maldita tarjeta. ¿Sabe cómo funcionan? -masculló, tendiéndole la tarjeta-llave.

– Creo que tiene que meterla y sacarla bastante rápido -dijo Nicola.

– Eso ya lo he probado.

– Déjeme probar a mí.

Nicola, solícita, cogió la tarjeta y la metió en la ranura. Cuando la sacó, vio una luz verde y oyó un clic.

Casi de inmediato notó algo húmedo apretado contra la cara, un olor dulce en la nariz y un ardor en los ojos. Sintió un golpe en la nuca y cayó tropezando hacia delante. Lo siguiente fue el impacto de la moqueta contra su rostro.


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