Capítulo 116

Lunes, 19 de enero de 2010

Había menos luz de la que Jessie se había imaginado, lo cual, en cierto modo, podía ser bueno. Si iba con mucho, mucho cuidado, procurando no hacer ningún ruido, podía recorrer de puntillas la pasarela con suelo de reja y ver la furgoneta allá abajo.

Ahí estaba: era de color crema, algo mugrienta. Tenía la puerta lateral abierta. Era de aquellas furgonetas que habían sido símbolo de la era hippy: «flower power; nucleares no, gracias…», todo aquello que recordaba haber leído de los años sesenta y setenta.

Aquel tipo no parecía para nada un hippy.

En aquel momento estaba dentro de la furgoneta. ¿Habría dormido algo? Lo dudaba. Ella se había quedado traspuesta una o dos veces durante la noche, y en una ocasión casi se le escapa un grito, cuando algún animal le había rozado el brazo. Luego, un rato después, con la llegada de la tenue luz del amanecer, una rata se le había acercado y se le había quedado mirando.

Odiaba las ratas y, tras aquel incidente, cualquier rastro de cansancio había desaparecido de pronto.

¿Qué pensaría hacer ahora aquel hombre? ¿Qué estaría pasando en el mundo exterior? No había vuelto a oír el helicóptero, así que quizá ni siquiera la estuviera buscando a ella. ¿Cuánto tiempo más duraría aquello?

A lo mejor tenía provisiones en la furgoneta. Sabía que tenía agua, y quizá también tuviera comida. Podía tenerla allí indefinidamente, si es que no tenía un trabajo o una vida que le estuvieran esperando. Sin embargo, sabía que ella no aguantaría mucho más sin agua y sin algo que comer. Empezaba a sentirse débil. Despierta, pero desde luego más débil que el día anterior. Y cansadísima. Se mantenía en pie gracias a la adrenalina.

Y a su determinación.

Iba a casarse con Benedict. Aquel cerdo no iba a detenerla. Nadie lo haría.

«Voy a salir de aquí», decidió.

El viento soplaba cada vez más fuerte. El ruido a su alrededor aumentaba. Aquello le iba bien, porque la ayudaría a encubrir cualquier ruido que pudiera hacer al moverse.

De pronto oyó un aullido rabioso:

– ¡¡¡Muy bien, zorra, ya estoy cansado de tus jueguecitos!!! ¡¡¡Voy a buscarte, ¿me oyes?!!! ¡¡¡Ya sé dónde estás, y voy a por ti!!!

Ella se asomó a su punto de observación y miró abajo. Y lo vio, con el rostro descubierto y una especie de enorme verdugón rojo alrededor del ojo derecho. Corría por la planta baja, con una llave inglesa en una mano y un cuchillo de cocina en la otra.

Corría directamente hacia la entrada del silo, por debajo de donde estaba ella.

Entonces le oyó gritar otra vez. Su voz resonó como si estuviera gritando en el interior de un embudo.

– ¡Mira qué lista, la zorra! ¡Una escalera de subida al silo! ¡¿Cómo la has encontrado?!

Un momento más tarde oyó el sonido metálico de las pisadas sobre los escalones.


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