Capítulo 12

Viernes, 26 de diciembre de 1997

– El termómetro dice que «esta noche»! -exclamó Sandy, con aquel brillo en sus radiantes ojos azules que siempre hacía efecto en Roy.

Estaban sentados frente al televisor. S.O.S. Ya es Navidad, de Chevy Chase, se había convertido en una especie de ritual, la película que veían tradicionalmente la noche de San Esteban. A Roy, la delirante estupidez de los desastres de la película le solía provocar carcajadas. Pero aquella noche estaba callado.

– ¿Hola? -dijo Sandy-. ¡Hola, sargento! ¿Hay alguien en casa?

El asintió, aplastando el cigarrillo contra el cenicero.

– Lo siento.

– No estarás pensando en el trabajo, ¿verdad, cariño? Esta noche no. No hemos tenido una Navidad como Dios manda, así que al menos vamos a disfrutar de San Esteban. Hagamos que sea algo especial.

– Es verdad -dijo Roy-. Pero es que…

– Siempre es «pero es que…» -se lamentó ella.

– Lo siento. He tenido que ver a una familia que no ha podido celebrar ni la Navidad ni San Esteban, ¿vale? Su hija dejó a sus amigas tras la Nochebuena y no la han vuelto a ver. Los padres están desesperados. Yo… tengo que hacer lo que pueda por ellos. Por ella.

– Bueno, ¿y qué? Probablemente estará muy ocupada follándose a algún tipo que habrá conocido en una discoteca.

– No. No da el patrón.

– ¡Joder, sargento Grace! Tú mismo me has contado la cantidad de gente que denuncia desapariciones de seres queridos cada año. ¡Entre doscientas y trescientas todos los años, solo en el Reino Unido, me dijiste, y la mayoría aparecen durante el primer mes!

– Y once mil no.

– ¿Y qué?

– Que tengo un presentimiento con esta.

– ¿Te da en la nariz?

– Ajá.

Sandy le frotó la nariz.

– Me encanta su nariz, agente -dijo, besándosela-. Tenemos que hacer el amor esta noche. He comprobado mi temperatura y parece que estoy ovulando.

Roy sonrió y la miró a los ojos. Cuando se reunía con los colegas, fuera de servicio, en el bar situado sobre la comisaría de Brighton o en algún pub y la conversación derivaba -como siempre ocurría entre hombres- hacia el tema del fútbol -algo que a él le interesaba poco- o de las chicas, siempre las dividían en dos grupos: las que gustaban por sus tetas y las que resultaban más atractivas por sus piernas. Pero él podía afirmar que lo primero que le gustó de Sandy fueron sus seductores ojos azules.

Recordaba la primera vez que se habían visto. Había sido unos días después de Semana Santa. A su padre le acababan de diagnosticar un cáncer de colon terminal, y a su madre se le había reproducido el cáncer de mama. El era un agente en prácticas y se sentía todo lo deprimido que podía sentirse. Algunos colegas le habían animado a que fuera con ellos a pasar la tarde al canódromo.

Sin demasiado entusiasmo, se había dejado llevar al canódromo de Brighton y Hove y se encontró sentado frente a una mujer guapa y llena de vida cuyo nombre no memorizó. Tras unos minutos de charla con el tipo que tenía al lado, ella se inclinó por encima de la mesa y le dijo a Grace:

– ¡Me han dado una pista! ¡Siempre hay que apostar por un perro que haya descargado antes de correr!

– ¿Quieres decir que hay que fijarse en si ha dejado una caca?

– Muy listo -respondió ella-. ¡Podrías ser detective!

– Aún no lo soy pero me gustaría serlo.

Así que, mientras se comía su cóctel de gambas, observó atentamente cómo presentaban a los perros de la primera carrera y los llevaban a las casillas de salida. El número 5 se detuvo por el camino y plantó en el suelo una generosa mierda. Cuando la encargada pasó a recoger las apuestas, la joven apostó cinco libras, y él, para no ser menos, apostó diez, que era lo máximo que estaba dispuesto a perder. El perro llegó el último, a unos doce largos del penúltimo.

En su primera cita, tres días después, él la había besado en la oscuridad, con el rugido de las olas de fondo, bajo el Palace Pier de Brighton.

– Me debes diez libras -le había dicho él entonces.

– ¡Me parece que he hecho muy buen negocio! -había respondido ella, rebuscando en su bolso, sacando un billete y metiéndoselo a Roy por el cuello de la camisa.

Miró a Sandy ahora, frente al televisor. Estaba aún más guapa que la primera vez. Le encantaba su cara, el olor de su cuerpo y de su cabello; le encantaba su sentido del humor, su inteligencia. Y le encantaba el modo en que se echaba todo a la espalda. Sí, es cierto, se había enfadado con él por trabajar en Navidad, pero lo entendía, porque ella quería que él triunfara.

Era el sueño de Roy. El de los dos.

Entonces sonó el teléfono. Sandy respondió.

– Sí, sí que está -dijo con voz fría, y le pasó el auricular a Roy.

El escuchó, garabateó una dirección en el reverso de una felicitación de Navidad y dijo:

– Estaré ahí dentro de diez minutos.

Sandy se lo quedó mirando y sacó un cigarrillo del paquete. Chevy Chase seguía con sus payasadas en la pantalla.

– ¡Es San Esteban, por Dios! -protestó, mientras buscaba el mechero-. No me lo pones nada fácil para que deje de fumar, ¿eh?

– Volveré lo antes posible. Tengo que ir a ver a este testigo, un hombre que afirma que vio a un tipo que metía a una mujer en una furgoneta de madrugada.

– ¿Por qué no puedes ir a verle mañana? -replicó ella, enfurruñada.

– Porque puede que la vida de la chica esté en peligro, ¿vale?

Ella le respondió con una mueca.

– Vaya usted, sargento Grace. ¡Vaya y salve al jodido mundo!

Загрузка...