Capítulo 27

Jueves, 8 de enero de 2010

Le gustaba estar dentro de una casa grande. O, más exactamente, en «los recovecos» de aquellas casas.

A veces, acurrucado en el interior de alguna cavidad estrecha, sentía como si la casa fuera su segunda piel. O, apretujado en un vestidor, rodeado de vestidos colgados y de los hipnóticos aromas de las bellas mujeres que los poseían, y del cuero de los zapatos, se sentía en la cima del mundo, dueño y señor de la mujer que se ponía todo aquello.

Como la propietaria de los vestidos que tenía alrededor en aquel momento. Y de aquellos montones de zapatos de diseño de sus diseñadores favoritos.

¡Y muy pronto, por un rato, sería suya! Muy pronto.

Ya sabía mucho de ella, mucho más que su marido, de eso no tenía duda. Era jueves. La había observado las tres noches anteriores. Sabía a qué horas llegaba y salía de casa. Y conocía los secretos de su portátil (¡un detalle por su parte, no haberle puesto contraseña!). Había leído los mensajes de correo electrónico que se había intercambiado con el griego con el que se acostaba. Había visto las fotografías que se había tomado con él, algunas de ellas más que escandalosas.

Pero aquella noche, si todo iba bien, durante un rato su amante sería él. No el Señor Peludo, con su cuidada barba de tres días y aquel garrote indecentemente grande.

Tendría que ir con cuidado de no moverse ni un centímetro cuando ella llegara. Las perchas eran especialmente escandalosas (las peores eran aquella finas de metal que daban en las tintorerías). Había quitado unas cuantas, las más ruidosas, y las había dejado en el suelo del armario, y había envuelto con tela las que tenía más cerca. Ahora lo único que tenía que hacer era esperar.

Era como salir a pescar. Se necesitaba mucha paciencia. Podía ser que ella tardara en volver, pero por lo menos no había peligro de que su marido se presentara esa noche.

Hubby se había ido en avión, muy, muy lejos, a un congreso sobre software en Helsinki. Estaba todo ahí, sobre la mesa de la cocina, la nota de él en el que le decía que la vería el sábado, firmada «Te quiero, besos», con el nombre del hotel y el número de teléfono.

Solo para asegurarse, como tenía tiempo de sobra, había llamado al hotel usando el teléfono de la cocina y había pedido que le pasaran con el señor Dermot Pearce. Una voz cantarina le había dicho que el señor Pearce no contestaba y que si quería dejarle un mensaje en su buzón de correo.

Sí, sintió la tentación de decir: «Estoy a punto de follarme a tu mujer», dejándose llevar por la emoción del momento, por la satisfacción al ver que todo iba saliéndole redondo. Pero el sentido común le hizo colgar.

Las fotografías en el salón de dos niños adolescentes, un niño y una niña, le preocuparon un poco. Pero sus dos dormitorios estaban inmaculados. No eran los dormitorios de dos chavales que vivieran allí. Llegó a la conclusión de que serían los hijos de un primer matrimonio del marido.

Había un gato, uno de esos asquerosos birmanos, que se le había quedado mirando en la cocina. Él le había dado una patada, y el animal había desaparecido por la gatera. Todo estaba tranquilo. Estaba contento y excitado.

Percibía la vida, la respiración de algunas casas. En especial cuando las calderas se ponían en marcha y las paredes vibraban. ¡Respirando! Sí, como él ahora, respirando con tanta intensidad por la excitación que podía oír su propio sonido, los latidos de su corazón, el paso de la sangre por las venas, como si fluyera en algún tipo de carrera.

¡Dios, qué sensación!


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