Capítulo 79

Jueves, 15 de enero de 2010

Norman Potting estaba sentado en la silla verde de la sala de interrogatorios del Centro de Custodia, junto a la central del D.I.C. Había una ventana alta, una cámara de circuito cerrado y un micrófono. La pesada puerta verde, con su pequeña escotilla, estaba cerrada con llave.

Frente al sargento, al otro lado de una mesa del color del granito, estaba sentado John Kerridge, vestido con un mono reglamentario azul que le sentaba fatal y zapatillas de deporte. A su lado estaba el abogado de oficio que le habían asignado, Ken Acott.

A diferencia de muchos de sus colegas del turno de oficio, que no prestaban mucha atención a su atuendo por considerar que no tenían ninguna necesidad de impresionar a sus clientes, Acott siempre iba impecable. El abogado, de cuarenta y cuatro años, llevaba aquel día un elegante traje azul marino, con una camisa blanca recién planchada y una vistosa corbata. Con su cabello negro corto y su aspecto avispado, a mucha gente le recordaba el actor Dustin Hoffman, y la verdad es que tenía las tablas del actor, tanto a la hora de reivindicar sus derechos en una sala de interrogatorio como a la de dirigirse al juez en el tribunal. De todos los abogados de oficio de la ciudad, Acott era el que menos les gustaba a los policías.

Kerridge parecía tener problemas para permanecer quieto. Era un individuo de unos cuarenta años, con el pelo corto peinado hacia delante, y no paraba de agitarse, como si se debatiera para liberarse de unas ataduras imaginarias, y no dejaba de mirar el reloj.

– No me han traído mi té -dijo, ansioso.

– Ya viene -le aseguró Potting.

– Sí, pero son y diez -respondió Yac, hecho un saco de nervios.

En la mesa había una grabadora de triple pletina para hacer tres copias de la grabación, una para la Policía, otra para la defensa y otra para el archivo. Potting insertó un casete en cada hueco. Estaba a punto de apretar el botón de puesta en marcha cuando el abogado habló.

– Sargento Potting, antes de que nos haga perder el tiempo a mi cliente y a mí, creo que debería echar un vistazo a esto, que hemos encontrado en la casa de mi cliente, en el barco Tom Newbound, esta noche.

Sacó un gran sobre marrón y se lo pasó por encima de la mesa al sargento.

Vacilante, Potting lo abrió y sacó lo que había dentro.

– Tómese su tiempo -dijo Acott, con una seguridad que a Potting le dio mala espina.

Lo primero era un papel impreso. Era un recibo de una transacción hecha a través de eBay, la compra de unos zapatos Gucci de tacón alto.

Durante los veinte minutos siguientes, Potting fue sacando y leyendo, cada vez más malhumorado, una serie de recibos de tiendas de ropa de segunda mano y subastas de eBay correspondientes a ochenta y tres de los ochenta y siete pares de zapatos que habían encontrado en la casa-barco.

– ¿Puede justificar su cliente la adquisición de los últimos cuatro pares? -preguntó Potting, con la sensación de estar agarrándose a un clavo ardiendo.

– Tengo entendido que los documentos están en su taxi -dijo Ken Acott-. Pero como ninguno de estos, ni de los otros, concuerda con las descripciones de los zapatos de la reciente serie de agresiones, le pediría que soltaran a mi cliente inmediatamente, para evitar que siga sufriendo pérdidas en su negocio.

Potting insistió en proceder con el interrogatorio. Pero Acott obligó a su cliente a que respondiera «Sin comentarios» a todas las preguntas. Tras una hora y media, el policía salió a hablar con Roy. Luego volvió y aceptó la derrota.

– Aceptaré soltarlo con el compromiso de que se presente de nuevo dentro de dos meses, mientras prosigue nuestra investigación -propuso Potting.

– También quiere que le devuelvan sus propiedades -dijo Acott-. ¿Hay algún motivo por el que no deban devolverle los zapatos y los recortes de prensa aprehendidos, su ordenador y su teléfono móvil?

A pesar del berrinche de Kerridge, Potting insistió en quedarse los zapatos y los recortes. El teléfono y el ordenador no suponían un problema, puesto que la Unidad de Delitos Tecnológicos ya había extraído del teléfono todo lo que necesitaba, y había clonado el disco duro del ordenador para seguir con sus comprobaciones.

Acott cedió en lo de los zapatos y los recortes, y veinte minutos más tarde soltaron a Yac. El abogado le llevó a casa en coche, con su ordenador y su teléfono.

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