Capítulo 16

Viernes, 9 de marzo de 1979

– Johnny! -le gritó su madre desde el dormitorio-. ¡Para eso! ¡Para ese ruido! ¿Me oyes?

El, de pie sobre la silla de su dormitorio, cogió otro de los clavos que sostenía entre los labios, lo colocó contra la pared y lo golpeó con el martillo. ¡Blam! ¡Blam! ¡Blam!

– ¡Johnny, para ese puto ruido de una vez! ¡Ahora mismo! ¡Para! -gritó ella.

Tendida en el suelo, perfectamente dispuesta, estaba su preciada colección de cadenas de cisterna. Tenía quince. Las había encontrado en contenedores de basura por todo Brighton (bueno, todas excepto dos, que había robado de algún baño).

Se sacó otro clavo de la boca. Lo situó en línea. Empezó a darle con el martillo.

Su madre se presentó en la habitación, apestando a aquel perfume, Shalimar. Llevaba una camisola de seda negra, medias de rejilla con ligas a medio poner, un maquillaje aplicado a la carrera y una peluca de rizos dorados un poco ladeada. Tenía puesto un zapato de tacón negro y llevaba el otro en la mano, levantado como un arma.

– ¿Me estás oyendo?

El no le hizo ningún caso y siguió clavando.

– ¿Es que estás sordo, joder? ¿Johnny?

– No me llamo Johnny -masculló con los clavos entre los labios, sin dejar de darle al martillo-. Me llamo Yac. Tengo que colgar mis cadenas.

Sosteniendo el zapato por la punta, le clavó el tacón contra el muslo. Con un gemido como el de un perro al azotarle, cayó de lado y se estrelló contra el suelo. Un momento después ella estaba de rodillas a su lado, soltándole una tunda de golpes con el afilado tacón del zapato.

– ¡No te llamas Yac, te llamas Johnny! ¿Lo entiendes? Johnny Kerridge.

Volvió a golpearle, una y otra vez. Y otra.

– ¡Soy Yac! ¡Es lo que dijo el médico!

– ¡Atontado! Hiciste que tu padre se fuera de casa y ahora me estás volviendo loca a mí. ¡El médico no dijo eso!

– ¡El médico escribió Yac!

– ¡El médico escribió Y.A.C. [2] en sus jodidas notas! ¡Porque eso es lo que eres: un niño autista, un niño autista inútil, imbécil y patético! Pero te llamas Johnny Kerridge. ¿Te enteras?

– ¡Me llamo Yac!

El se enroscó en un ovillo protector mientras ella levantaba de nuevo el zapato. La mejilla le sangraba por el impacto del tacón. Aspiró el denso y empalagoso perfume de su madre. Ella guardaba un gran frasco en su tocador y una vez le había dicho que era el perfume más elegante que podía llevar una mujer, y que tendría que estar contento de tener una madre con tanta clase. Pero ahora no estaba demostrando mucha clase.

Justo en el momento en que iba a golpearle otra vez, sonó el timbre de la puerta.

– ¡Oh, mierda! -exclamó ella-. ¿Ves lo que has hecho? ¡No me has dejado arreglarme a tiempo! ¡Estúpido! -Volvió a golpearle en el muslo, tan fuerte que le agujereó los vaqueros-. ¡Mierda, mierda, mierda!

Salió corriendo de la habitación, gritando:

– Ve a abrirle la puerta. ¡Dile que espere abajo! -dijo, y cerró la puerta del dormitorio de un portazo.

Yac se puso en pie, dolorido, y salió cojeando de la habitación. Caminó poco a poco, deliberadamente, sin ninguna prisa, y bajó la escalera de la casa adosada en la que vivían, en un extremo de la urbanización Whitehawk. Cuando llegó al último escalón, el timbre volvió a sonar.

– ¡Abre la puerta! -gritó su madre-. ¡Hazle pasar! No quiero que se vaya. ¡Lo necesitamos!

Con sangre en la cara, en la camiseta y en varios puntos de los pantalones, Yac fue hasta la puerta principal y la abrió sin demasiada convicción.

Apareció un hombre rechoncho y sudado, de aspecto torpe, con un traje gris que no le sentaba nada bien. Yac se lo quedó mirando. El hombre le devolvió la mirada y se ruborizó. El niño lo reconoció. Había venido antes, varias veces.

Se giró y gritó hacia el hueco de las escaleras:

– ¡Mamá! ¡Es ese hombre apestoso que no te gusta, que ha venido a follarte!

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