Capítulo 49

Sábado, 10 de enero de 2010

A apenas tres kilómetros, en otro punto de la ciudad, en una calle residencial de Kemp Town, otra pareja discutía sobre sus planes de boda.

Jessie Sheldon y Benedict Greene se habían sentado uno frente al otro en el restaurante Sam's y compartían el postre.

Cualquiera que mirara vería dos veinteañeros atractivos, evidentemente enamorados. Resultaba obvio por su lenguaje corporal. Estaban sentados, ajenos al entorno y a cualquier otra persona, casi tocándose con la frente por encima del alto plato de cristal, cogiendo por turnos la larga cuchara y dándose de comer el uno al otro con gran ternura.

Ninguno de los dos iba muy arreglado, aunque fuera sábado por la noche. Jessie, que había acudido directamente desde su clase de kick-boxing, en el gimnasio, llevaba un chándal gris con una gran raya de Nike en el pecho. Tenía la rubia melena recogida en una cola de la que escapaban unos cuantos mechones. Tenía un rostro bonito y, si no fuera por la nariz, sería casi de una belleza clásica.

Durante toda su infancia, Jessie había tenido complejo por su nariz. Ella decía que, más que una nariz, era un pico. De adolescente, siempre se miraba de lado en los espejos y en los escaparates. Estaba decidida a operársela algún día.

Pero aquello era el pasado, antes de conocer a Benedict. Ahora, a sus veinticinco años, ya no le importaba. Benedict le había dicho que adoraba su nariz, que no quería ni oír hablar de cambiarla y que esperaba que sus hijos heredaran aquella misma forma. A Jessie no le hacía tanta gracia la idea de que sus hijos pasaran por los años de sufrimiento que había tenido que vivir ella.

«Ellos se operarán», se prometió para sus adentros.

Lo curioso era que ni su padre ni su madre tenían aquella nariz, ni tampoco sus abuelos. Era su bisabuelo, según le había contado su madre, que conservaba una vieja fotografía sepia enmarcada. El maldito gen de la nariz aguileña había conseguido saltarse dos generaciones y colarse en su secuencia de ADN.

«¡Muchas gracias, bisabuelo!»

– ¿Sabes una cosa? Cada vez estoy más enamorado de tu nariz -dijo Benedict, sosteniendo en la mano la cuchara que Jessie acababa de relamer y pasándosela.

– ¿Solo de mi nariz? -bromeó ella.

El se encogió de hombros y fingió pensárselo por un momento.

– ¡Bueno, y de alguna otra cosa, supongo!

Ella, haciéndose la ofendida, le dio una patada bajo la mesa.

– ¿Qué otras cosas?

Benedict tenía un rostro serio, de persona reflexiva, y el cabello de un castaño brillante. Cuando se conocieron, le recordó a uno de aquellos actores con el aspecto típico del vecino perfecto, de esos que aparecen en todas las miniseries norteamericanas. Se sentía de maravilla a su lado. Le daba seguridad, y le echaba de menos cada segundo que estaban separados. Tenía unas ganas enormes de iniciar una vida en común con él.

Pero primero había que salvar un gran obstáculo.

Una barrera infranqueable, y ahora mismo la tenían justo delante, sumiéndolos en su sombra.

– ¿Y qué? ¿Se lo dijiste anoche? -preguntó él.

El viernes por la noche. El sabbat. El ritual del viernes por la noche, con sus padres, su hermano, su cuñada y su abuela. Nunca se lo perdía. Los rezos y la cena. El pescado gefilte que las dotes culinarias de su madre hacían que supiera a comida de gato. El pollo chamuscado y el maíz reseco. Las velas. El nefasto vino que compraba su padre y que sabía a alquitrán líquido, como si beber alcohol la noche del viernes fuera un pecado mortal y tuviera que asegurarse de que el vino supiera a penitencia.

Su hermano, Marcus, era el gran triunfador de la familia. Era abogado, se había casado con una chica judía estupenda, Rochelle, que por si fuera poco ahora estaba embarazada, y ambos estaban insoportablemente satisfechos de sí mismos.

Ella se había presentado con la intención de hacer pública la noticia, del mismo modo que los cuatro viernes anteriores. Quería decirles que estaba enamorada y que tenía intención de casarse con un goy. Y un goy pobre, por si fuera poco. Pero, una vez más, el miedo había podido con ella.

– Lo siento -dijo, encogiéndose de hombros-. Iba a hacerlo, pero… no era el momento adecuado. Creo que deberían conocerte primero. Así verían lo encantador que eres.

El frunció el ceño.

La chica dejó la cuchara en el plato, alargó la mano y cogió la de él.

– Ya te lo dije… No son fáciles.

Él puso la otra mano encima de la de ella y la miró fijamente a los ojos.

– ¿Significa eso que tienes dudas?

– Ninguna -dijo ella, sacudiendo la cabeza con fuerza-. Absolutamente ninguna. Te quiero, Benedict, y quiero pasar el resto de mi vida contigo. No tengo la más mínima duda.

Y era cierto, no la tenía.

Pero había un problema. No era solo que Benedict no era judío ni rico, sino que además no era ambicioso en el sentido en que sus padres entendían que se debía ser: el monetario. Tenía grandes ambiciones, pero en otro sentido. Trabajaba para una organización de beneficencia local, ayudando a los indigentes. Quería ayudar a mejorar el nivel de vida de los menos favorecidos de la ciudad. Soñaba con el día en que nadie tuviera que dormir en las calles de aquella rica ciudad. Y ella le amaba y le admiraba por eso.

La madre de Jessie habría querido que ella fuera médico, y en un tiempo aquel había sido también el sueño de Jessie. Cuando decidió bajar sus expectativas y diplomarse como enfermera en la Universidad de Southampton, sus padres lo habían aceptado (su madre de peor gana que su padre). Pero tras acabar los estudios decidió que quería hacer algo para ayudar a los menos favorecidos, y había encontrado un trabajo mal pagado pero que le encantaba, como enfermera y asesora en un centro de acogida para drogadictos en el Old Steine, en el centro de Brighton.

Un trabajo sin posibilidades de futuro. No era algo que sus padres pudieran aceptar con facilidad. Pero admiraban su dedicación, de aquello no tenían dudas. Estaban orgullosos de ella. Y esperaban la llegada de un yerno del que pudieran estar igualmente orgullosos. Se daba por sentado que sería alguien que ganara mucho dinero, que la mantuviera y que le permitiera seguir con el nivel de vida al que estaba acostumbrada.

Y aquel era el problema de Benedict.

– Yo estoy dispuesto a conocerlos cuando tú quieras. Ya lo sabes.

Ella asintió y le agarró la mano con fuerza.

– Los conocerás la semana que viene, en el baile. Y quedarán encantados contigo. Estoy segura.

Su padre era presidente de una gran organización benéfica de la zona que recaudaba fondos para causas judías de todo el mundo. Había reservado una mesa en un baile benéfico en el hotel Metropole y le había dicho que podía llevar a un amigo.

Jessie ya se había comprado el vestido y lo único que le faltaba era un par de zapatos a juego. Solo tenía que pedirle el dinero a su padre, y sabía que él estaría encantado de dárselo. Pero era algo que no podía hacer. Unas horas antes había localizado unos zapatos Anya Hindmarch, en las rebajas de enero de una tienda de la ciudad, Marielle Shoes. Eran de lo más sensuales, pero al mismo tiempo tenían clase. De charol negro, con tacones de trece centímetros, cierre en el tobillo y la punta abierta. Pero aun de rebajas valían 250 libras, y aquello era mucho dinero. Esperaba que, quizá, si esperaba, los rebajaran un poco más. Y si alguien se los llevaba antes, bueno, mala suerte. Encontraría otros. En Brighton no faltaban las zapaterías. ¡Algo encontraría!

El Hombre del Zapato estaba de acuerdo con ella.

La había contemplado desde atrás en el mostrador de Deja Shoes, en Kensington Gardens, unas horas antes. Había oído cómo le decía a la vendedora que quería algo sensual y con clase para un importante evento al que tenía que ir con su novio la semana siguiente. Y la había seguido a Marielle Shoes, en la misma calle.

Tuvo que admitir que estaba realmente atractiva con aquellos zapatos de charol negro que se había probado, pero que no había comprado. Muy, muy atractiva.

Demasiado atractiva como para que solo los disfrutara con su novio.

Esperaba sinceramente que volviera y se los comprara.

¡Así podría ponérselos para él!

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