Capítulo 21

Sábado, 27 de diciembre de 1997

Rachael se despertó sobresaltada. Sentía un dolor punzante en la cabeza. Desorientada, por un instante tuvo la cruel ilusión de encontrarse en casa, en su cama, con una resaca de campeonato. Entonces sintió la dura superficie de metal. La tela de arpillera. La peste a aceite de motor. Y la realidad irrumpió en su conciencia, despertándola del todo y sumiéndola en una oscura espiral de terror.

El ojo derecho le dolía una barbaridad. Aquello era una agonía. ¿Cuánto tiempo había pasado ahí tirada? El hombre podía regresar en cualquier momento, y si lo hacía, vería que se había soltado las muñecas. Volvería a atárselas y probablemente le daría un escarmiento. Tenía que soltarse las piernas y correr, ahora, mientras aún tenía alguna posibilidad.

«Oh, Dios mío, por favor, ayúdame.»

Tenía los labios tan secos que se le abrían en dolorosas grietas cuando intentaba moverlos. Sentía la lengua como si tuviera una bola de pelo metida en la boca. Aguzó el oído por un momento, para asegurarse de que no había nadie alrededor. Lo único que pudo oír fue el sonido de una sirena distante, y una vez más se preguntó, con un atisbo de esperanza, si sería una patrulla policial que había salido en su busca.

Pero ¿cómo iban a encontrarla allí dentro?

Rodó por el suelo hasta que notó el lateral de la furgoneta, se agarró para erguirse y empezó a buscar con las uñas el borde de la cinta adhesiva que tenía alrededor de los tobillos, tanteando el PVC untado de aceite en busca de un punto de agarre.

Por fin lo encontró y, muy despacio, con cuidado, fue levantando el borde de la cinta hasta que tuvo una tira ancha. Empezó a tirar de ella; la cinta empezó a despegarse con una serie de agudos ruidos. Luego, con una mueca de dolor, separó el último trozo de la piel de los tobillos.

Agarrándose a la tela de arpillera empapada, consiguió ponerse en pie, estiró las piernas y se las frotó para recuperar la sensibilidad, y avanzó a tientas hasta la puerta trasera de la furgoneta. De pronto soltó un chillido de dolor al pisar algo afilado, una tuerca o un tornillo. Tanteó las puertas traseras en busca de una manilla. Encontró un vástago metálico vertical y pasó las manos por encima hasta que encontró la manilla. Intentó apretar hacia abajo. No pasó nada. Lo intentó hacia arriba, pero tampoco se movía.

Se dio cuenta de que estaba cerrada con llave. El corazón se le encogió en el pecho.

«No. Por favor, no. Por favor, no.»

Se giró y se dirigió a la parte delantera. Su respiración agitada resonaba en la caverna metálica del interior de la furgoneta. Encontró la parte trasera del asiento del acompañante, se encaramó torpemente y luego pasó los dedos por el borde de la ventanilla hasta que encontró el seguro. Lo agarró todo lo fuerte que pudo con los dedos untados en aceite y tiró.

Aliviada, notó que subía sin problemas.

Entonces tanteó en busca de la manilla, tiró de ella y empujó con todas sus fuerzas la puerta, casi cayendo de bruces en el suelo de cemento al abrirse. Al mismo tiempo se encendió la luz interior de la furgoneta.

Con aquella tenue luz pudo por fin ver el interior de su prisión. Pero no había mucho. Solo unas cuantas herramientas que colgaban de clavos en la pared desnuda. Un neumático. Agarró la tela de arpillera y corrió junto a la furgoneta, hacia la puerta del garaje, con el corazón en un puño. De pronto la arpillera se enganchó con algo y, al tirar de ella, diversos objetos cayeron al suelo con un gran ruido metálico. Ella hizo una mueca pero siguió adelante, hasta llegar a la puerta de bisagra.

Había una manilla doble en el centro, fijada con cables al mecanismo situado en lo alto de la puerta. Intentó girar la manilla, primero a la derecha y luego a la izquierda, pero no se movió. Debía de estar cerrada desde el exterior. Con el pánico a flor de piel, agarró el cable y tiró de él. Pero tenía los dedos resbaladizos y no consiguió nada.

Desesperada, golpeó la puerta con el hombro, haciendo caso omiso al dolor. Pero no pasó nada. Presa del miedo y de una desesperación creciente, volvió a intentarlo. Resonó un sonoro booommmmm metálico.

Y luego otro.

Yotro.

«Por favor, Dios, alguien tiene que oír esto. Por favor, Dios. Por favor.»

Entonces, de pronto, la puerta se abrió, asustándola, casi tirándola hacia atrás.

Allí fuera, rodeado de la luz cegadora de la calle, estaba él, mirándola inquisitivamente.

Ella le devolvió la mirada, aterrorizada. Escrutó a toda velocidad el exterior, esperando con desesperación que pasara alguien, preguntándose si tendría fuerzas para esquivarlo y salir corriendo.

Pero antes de que tuviera ocasión, él le propinó un puñetazo bajo la barbilla. Salió despedida hacia atrás con tal fuerza que la cabeza impactó sonoramente contra la parte trasera de la furgoneta.


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