Capítulo 50

Sábado, 10 de enero de 2010

La pantalla de datos del taxi de Yac decía: «China Garden rest. Preston St. 2. Cliente: Starling. Dest. Roedean Cresc.».

Eran las once y veinte de la noche. Llevaba aparcado unos minutos y hacía un rato que había puesto en marcha el taxímetro. El propietario del taxi le había dicho que solo debía esperar cinco minutos, y que luego debía activarlo. Yac no estaba seguro de la precisión de su reloj y no quería aprovecharse de sus pasajeros. Así que siempre les concedía veinte segundos de margen.

Starling. Roedean Crescent.

Ya había llevado a aquellas personas alguna otra vez. Nunca olvidaba a un pasajero, y especialmente a aquellos. La dirección era: Roedean Crescent, 67. Lo había memorizado. Ella llevaba perfume Shalimar. El mismo que su madre. Aquello también lo había memorizado. En aquella ocasión llevaba zapatos Bruno Magli. Talla cuatro. La misma que su madre.

Se preguntaba qué zapatos llevaría esa noche.

La excitación fue en aumento cuando la puerta del restaurante se abrió y vio salir a la pareja. El hombre iba agarrado a la mujer y parecía inestable. Soplaba un viento de tormenta. Ella le ayudó a bajar el bordillo, pero él siguió agarrado a ella mientras recorrían la escasa distancia que los separaba del taxi.

Pero Yac no le miraba a él. Miraba los zapatos de la mujer. Eran bonitos. Tacón alto. Cierre en el tobillo. De los que le gustaban.

El señor Starling miró a través de la ventanilla, que Yac había abierto.

– ¿Taaaxish para Roedean Cresshent?¿ ¿Shtarling?

Estaba tan borracho como parecía.

El propietario del taxi le había dicho que no tenía por qué aceptar a pasajeros borrachos, especialmente si tenían aspecto de que pudieran ponerse a vomitar. Costaba mucho dinero limpiar el vómito del taxi, porque se colaba por todas partes: por las rejillas de ventilación, por las ventanillas hasta los motores eléctricos, por las rendijas a los lados de los asientos… A la gente no le gustaba subirse a un taxi que oliera a enfermo. Y tampoco era agradable conducirlo.

Pero había sido una noche muy tranquila. El propietario del taxi se enfadaría con él por la escasa recaudación. Ya se había quejado de lo poco que había hecho Yac desde Año Nuevo y le había dicho que nunca había conocido a ningún taxista que hubiera ganado tan poco dinero en Nochevieja.

Necesitaba hacer todas las carreras que pudiera, porque no quería arriesgarse a que él le despidiera y se buscara a otro conductor. Así que decidió arriesgarse.

Y deseaba oler aquel perfume. ¡Quería aquellos zapatos en el taxi!

Los Starling se subieron al asiento de atrás y él arrancó. Ajustó el retrovisor para ver bien el rostro de la señora Starling y luego le dijo:

– ¡Bonitos zapatos! ¡Apuesto a que son Alberta Ferretti!

– ¿Y a ti qué te importa? ¿Eres un pervertido o algo así? -respondió ella, que parecía tan cocida como su marido-. Me parece que ya nos has llevado antes, ¿verdad? Hace poco. ¿La semana pasada? ¿Mmm?

– Usted llevaba unos Bruno Magli.

– ¡Jodido entrometido! ¡Los zapatos que yo me ponga no son asunto tuyo!

– Le gustan los zapatos, ¿verdad?

– Sshí, le encantan los putos zapatos -intervino Garry Starling-. Se gasta todo mi dinero en zapatos. ¡Cada penique que gano acaba en sus jodidos pies!

– Eso, querido, es porque solo se te levanta cuando… ¡ah! -gritó ella.

Yac volvió a mirarla a través del espejo. Tenía el rostro contraído por el dolor. Sí, también había sido maleducada con él la otra vez que se había subido a su taxi.

Le gustó ver aquella mueca de dolor.

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