Sophie Harrington hizo un rápido recuento del número de cadáveres. En esta página había siete. Volvió atrás. Cuatro páginas antes, once. Y había que sumar cuatro muertos por coche bomba en la página 1, tres por los disparos de una metralleta Uzi en la página 9, seis en un jet privado en la 19, y cincuenta y dos en el fumadero de crac por una bomba incendiaria en Willesden en la 28. Y ahora estos siete, unos traficantes de drogas en un yate secuestrado en el Caribe. Ya ascendían a ochenta y tres, y sólo iba por la página 41 de un guión de 136 folios.
¡Menudo montón de mierda!
Sin embargo, según el productor que se lo había enviado por correo electrónico hacía dos días, Anthony Hopkins, Matt Damon y Laura Linney estaban atados, Keira Knightley estaba leyéndolo y SimOn West, que había realizado Lara Croft, película que le había parecido pasable, y Con Air, que le había gustado mucho, al parecer estaba loco por dirigirla.
Sí, ya.
El metro estaba entrando en una estación. El rastafari sentado frente a ella, auriculares en las orejas, continuaba juntando las rodillas harapientas siguiendo el ritmo también con la cabeza. A su lado estaba un anciano de pelo ralo, dormido, con la boca abierta. Y junto a éste una hermosa joven asiática que leía una revista, muy concentrada.
Al fondo del vagón, sentado debajo de un asa que se balanceaba y un anuncio de una agencia de colocación, había un tipo de aspecto espeluznante ataviado con un chándal con capucha y gafas de sol. Llevaba el pelo largo y barba y tenía la cara enterrada en uno de esos periódicos gratuitos que repartían en hora punta en la entrada del metro. De vez en cuando, se chupaba el dorso de la mano derecha.
Sophie había adquirido el hábito hacía ya algún tiempo de observar a todos los pasajeros en busca del perfil que imaginaba que tendría un terrorista suicida. Se había convertido en un mecanismo de supervivencia más de los que había integrado en su rutina, como mirar a ambos lados antes de cruzar la calle. Y en estos momentos, su rutina andaba un poco confusa.
Llegaba tarde porque había tenido que hacer un recado antes de ir a la ciudad. Eran las diez y media y, por lo general, estaba en el despacho una hora antes. Vio pasar las palabras Green Park; los anuncios en la pared dejaron de verse borrosos y se convirtieron en una imagen clara. Las puertas se abrieron con un silbido. Regresó al guión, el segundo de los dos que había querido terminar anoche antes de que la interrumpieran. ¡Qué interrupción! Dios mío… ¡Sólo pensar en ello la excitaba peligrosamente!
Pasó la página, intentando concentrarse dentro de aquel vagón caluroso y mal ventilado durante los pocos minutos que quedaban para la siguiente estación, Piccadilly, su destino. Cuando llegara al despacho, tendría que escribir un informe sobre el guión.
La historia de momento… Un padre riquísimo, destrozado tras la muerte por sobredosis de heroína de su hermosa -y única- hija de veinte años, contrata a un ex mercenario convertido en sicario. El asesino a sueldo dispone de un presupuesto ilimitado para localizar y matar a todas las personas de la cadena, desde el hombre que plantó la semilla hasta el camello que vendió la dosis mortal a su hija.
Resumen: pulsión de muerte y tráfico de drogas.
Y ahora estaban entrando en Piccadilly. Sophie metió el guión con su elegante portada rojo brillante en la mochila, entre el ordenador, un libro para chicas solteras, Juegos de letras, del que llevaba leído la mitad, y un ejemplar de la edición de agosto de Harpers & Queen. No era su tipo de revista, pero su novio -su «amigo», como se refería a él discretamente delante de todo el mundo, excepto de sus dos mejores amigas- era unos años mayor que ella y mucho más sofisticado, así que intentaba estar a la última en moda, comida, en casi todo, para ser la chica refinada, moderna y cosmopolita que encajara con su gigantesco ego.
Unos minutos después, caminaba por la sombra de Wardour Street bajo el calor pegajoso. Alguien le había dicho un día que Wardour Street era la única calle del mundo con sombra en ambas aceras, en referencia a que era el hogar tanto de la industria musical como de la cinematográfica. En su opinión, no era del todo incierto.
A sus veintisiete años, con el pelo castaño largo balanceándose en torno a su cuello y un rostro atractivo con la nariz respingona, no era guapa en el sentido clásico de la publicidad, pero había algo muy sexy en ella. Llevaba una chaqueta caqui ligera encima de una camiseta color crema, vaqueros anchos y estaba deseando, como siempre, empezar su jornada en el despacho. Aunque hoy echaba muchísimo de menos a su amigo y estaba muy celosa porque él pasaría esta noche en su casa, durmiendo en la cama con su mujer.
Sabía que la relación no iba a ninguna parte, no se lo imaginaba dejándolo todo por ella, a pesar de que había puesto fin a un matrimonio anterior, del que habían nacido dos hijos. Pero eso no impedía que estuviera loca por él. No podía evitarlo, maldita sea.
Estaba absolutamente loca por él. Por cada centímetro de él. Por todo en él. Incluso por la naturaleza clandestina de su relación. Le encantaba la forma que tenía de mirar furtivamente a su alrededor cuando entraban en un restaurante, meses antes de que comenzaran a acostarse, por si descubría a algún conocido. Los mensajes. Los e-mails. Su olor. Su sentido del humor. El modo como había empezado, últimamente, a llegar de improviso en plena noche, como ayer. Siempre se desplazaba a su pequeño apartamento en Brighton, algo que a ella le parecía raro, puesto que él tenía un piso en Londres, donde vivía solo durante la semana.
«Mierda -pensó, alargando la mano a la puerta de la oficina-. Mierda, mierda, mierda.»
Se detuvo y tecleó un mensaje:
¡Te echo de menos! ¡Estoy loca por ti!
¡Estoy muy excitada! Besos.
Abrió la puerta y cuando había subido la mitad de las escaleras estrechas oyó dos pitidos en su móvil. Se paró y miró el mensaje entrante.
Decepcionada, vio que era de su mejor amiga, Holly:
Pueds fies mñn nche?
«No -pensó-. No quiero ir a ninguna fiesta mañana por la noche. Ni ninguna noche. Lo único que quiero… ¿Qué demonios quiero?»
En la puerta que tenía delante había un logotipo: un símbolo de un rayo de celuloide. Y debajo, en letras sombreadas, las palabras PRODUCCIONES BLINDING LIGHT.
Luego entró en la sala pequeña y moderna. Todos los muebles eran de metacrilato, sillas y mesas Ghost, moquetas de color aguamarina y pósteres en las paredes de películas en las que los socios de la empresa habían participado en algún momento: El mercader de Venecia, con las caras de Al Pacino y Jeremy Irons, y una de las primeras películas de Charlize Theron, que había salido directamente en vídeo. También un largometraje de vampiros con Dougray Scott y Saffron Burrows.
Había una pequeña área de recepción con su mesa y un sofá naranja que daba paso a un despacho abierto donde trabajaban Adam, jefe de operaciones y asuntos legales -cabeza rapada, pecas, encorvado delante de su ordenador, ataviado con una de las camisas más horrorosas que había visto en su vida (al menos desde la de ayer)- y Cristian, el director financiero, que miraba un gráfico de colores en su pantalla con suma concentración. Vestía una de las camisas de seda fabulosamente caras de su colección, infinita al parecer, ésta de color crema, y unos mocasines de ante muy elegantes. A su lado estaba el cuadro negro de su bicicleta plegable.
– ¡Buenos días, chicos! -dijo Sophie.
Como respuesta, ambos la saludaron brevemente con un gesto de mano.
Ella era la jefa de desarrollo de la empresa. También era la secretaria, la que preparaba el té y, como la mujer de la limpieza polaca estaba de baja por maternidad, la encargada de limpiar el despacho. Y la recepcionista. Y todo lo demás.
– Acabo de leer una mierda de guión -dijo-. La mano de la muerte. Es una basura.
Ninguno de los dos le prestó atención.
– ¿Alguien quiere un café? ¿Un té?
Esto sí que obtuvo una respuesta instantánea. Lo de siempre para los dos. Fue a la cocina americana, llenó el hervidor, lo enchufó y comprobó la caja de galletas -que sólo contenía unas migajas, como siempre-. Daba igual cuántas veces la llenara al día, esos glotones la vaciaban. Mientras abría un paquete de galletas digestivas de chocolate, miró su teléfono. Nada.
Marcó su número.
Unos instantes después, él contestó y el corazón le dio un vuelco. ¡Sólo oír su voz era una pasada!
– Hola, soy yo -dijo ella.
– Ahora no puedo hablar. Te llamo luego. -Frío como un témpano de hielo.
La línea enmudeció.
Era como si acabara de hablar con un completo desconocido. No con el hombre con quien había compartido la cama, y mucho más, hacía sólo unas horas. Se quedó mirando el teléfono, horrorizada, con una sensación profunda e indefinida de pavor.
Delante de la oficina de Sophie había un Starbucks. El capullo del chándal con capucha y gafas de sol sentado al fondo del vagón del metro estaba en la barra, el periódico gratuito enrollado bajo el brazo, pidiendo un latte desnatado. Grande. No tenía prisa.
Se llevó la mano derecha a la boca y se la chupó para intentar aliviar el dolor suave, hormigueante como la picadura de una ortiga.
Como si esperara el momento justo, una canción de Louis Armstrong comenzó a sonar. Quizá la oía dentro de su cabeza, quizá dentro de la cafetería. No estaba seguro. Pero no importaba, la escuchó, Louis la cantaba sólo para él. Su melodía privada preferida. Su mantra más efectivo: «Tenemos todo el tiempo del mundo».
La tarareó mientras recogía su latte, pedía dos biscotti, pagaba en metálico y lo llevaba todo a un asiento junto a la ventana. Tenemos todo el tiempo del mundo, volvió a tararear para sus adentros. Y así era. Dios santo, el hombre que casi era «multimillonario de tiempo» no tenía nada que hacer en todo el puto día, ¡alabado sea Dios!
Y, desde aquí, gozaba de una vista perfecta de la entrada de la oficina de la chica.
Un Ferrari negro pasó por la calle. Un modelo reciente, un F430 Spider. Lo miró desapasionadamente mientras se detenía delante de él porque un taxi del que se apeaba un pasajero le bloqueaba el camino. Nunca le habían atraído los coches modernos. No como atraían a muchas personas. No en ese sentido de «algo que había que poseer». Pero los conocía bien, muy bien. Conocía todos los modelos de casi todas las marcas de coches del planeta y llevaba la mayoría de sus especificaciones y precios grabados en la cabeza. Otra de las ventajas de disponer de mucho tiempo. Observando las ruedas, se fijó en que este coche llevaba frenos Brembo, con discos cerámicos de 380 milímetros con calibradores de ocho pistones delante y de cuatro detrás. El ahorro de peso era de 20,5 kilos respecto a los discos de acero.
El Ferrari desapareció de su línea de visión. Sophie estaba arriba en el segundo piso, pero no sabía seguro en qué ventana. No importaba; sólo iba a entrar y salir por una puerta, que sí podía ver.
La canción seguía sonando.
Tarareó para sí alegremente.